En busca de la vida interior
Somos algo más que los sentidos
1. EL RETRATO DE DORIAN GRAY. OSCAR WILDE
“-Se me ocurrió decirle al profeta que el Arte sí tiene un alma, pero no el ser humano. Mucho me temo, de todos modos, que no me hubiera entendido.
- No digas eso, Harry. El alma es una terrible realidad. Se puede comprar y vender, y hasta hacer trueques con ella. Se la puede envenenar o alcanzar la perfección. Todos y cada uno de nosotros tenemos un alma. Lo sé muy bien.
- ¿Estás seguro, Dorian?
- Completamente seguro.”
2. EL RELATIVISMO NOS HA DEJADO SIN ALMA. DE NUEVO LOS SOFISTAS.
Sin una visión de la vida no se puede educar. Sin ideales, nos engañamos siguiendo la rutina: ”Hoy como ayer, mañana como hoy”.
Necesitamos un modelo antropológico que guíe y dé sentido al hacer de cada día. Los lamentos son estériles. Necesitamos entusiasmo. NECESITAMOS “ÍTACA”.
3. LA PERSONA HUMANA: DON Y TAREA. BENEDICTO XVI
- Don:
- Por haber sido hecho a imagen de Dios, el ser humano tiene la dignidad de persona;
- No es solamente algo, sino alguien,
- capaz de conocerse, de poseerse, de entregarse libremente y de entrar en comunión con otras personas.
- Tarea:
- Al ser humano Dios le ha confiado una doble tarea:
- madurar en su capacidad de amor
- y hacer progresar el mundo, renovándolo en la justicia y en la paz.
- San Agustín enseña con una elocuente síntesis: “Dios, que nos ha creado sin nosotros, no ha querido salvarnos sin nosotros”.
4. “EN BUSCA DE TU MEJOR TÚ”. PEDRO SALINAS.
Perdóname por ir así buscándote
tan torpemente, dentro de ti.
Perdóname el dolor alguna vez.
Es que quiero sacar de ti tu mejor tú.
Ese que no te viste y que yo veo,
nadador por tu fondo, preciosísimo.
Y cogerlo y tenerlo yo en alto
como tiene el árbol la luz última que le ha encontrado al sol.
Y entonces tú en su busca vendrías, a lo alto.
Para llegar a él subida sobre ti,
como te quiero, tocando ya tan sólo a tu pasado
con las puntas rosadas de tus pies,
en tensión todo el cuerpo,
ya ascendiendo de ti a ti misma.
Y que a mi amor entonces le conteste
la nueva criatura que tú eras.
5. CRISIS DE HONDA HUMANIDAD.
- Estamos ante una sociedad en crisis de civilización.
- Se equivocan los que centran su esfuerzo en el cambio de las leyes, o en la renovación de las metodologías o de los objetivos, o en la “dinamización” del aula y sus entornos o en las dotaciones de cualquier revolucionaria tecnología de última hora.
- No se trata de un asunto de estructuras, ni de carencias básicas, aunque ocasionalmente puedan aparecer en un lugar concreto, ni de dotaciones ni siquiera de medidas organizativas o curriculares.
- El problema se encuentra en el corazón de los seres humanos. La educación padece las consecuencias de una crisis de honda humanidad que a gritos evidencian las aulas, los profesionales, las familias.
- ¿De qué serviría proponer sólo un plan curricular y apologético si los alumnos estuvieran esperando, frente a tanta catalogación burocrática, fría y aséptica lo que Benedicto XVI nos enseña una y otra vez "Al verlo con los ojos de Cristo, puedo dar al otro mucho más que cosas externas necesarias: puedo ofrecerle la mirada de amor que él necesita" («Deus caritas est», 18).
6. JAEGER, EN EL PRÓLOGO DE PAIDEIA, NOS RECUERDA:
- “La educación participa en la vida y el crecimiento de la sociedad, así en su destino exterior como en su estructuración interna y en su desarrollo espiritual.
- Y puesto que el desarrollo social depende de la conciencia de los valores que rigen la vida humana, la historia de la educación se halla esencialmente condicionada por el cambio de los valores válidos para cada sociedad.
- A la estabilidad de las normas válidas corresponde la solidez de los fundamentos de la educación.
- De la disolución y la destrucción de las normas resulta la debilidad, la falta de seguridad y aun la imposibilidad absoluta de toda acción educadora.
- Esto ocurre cuando la tradición es violentamente destruida o sufre una íntima decadencia.
- Sin embargo, la estabilidad no es signo seguro de salud. Reina también en los estados de rigidez senil, en los días postreros de una cultura”.
7. LA CONCIENCIA.
Es una de las características más llamativas del ser humano en el mundo moderno y contemporáneo la pérdida de la conciencia como espacio sagrado, el más íntimo de todos, donde podemos encontrar nuestro ser más auténtico y en donde tiene lugar el encuentro con Dios.
Frente a lo que Machado llamó «borroso laberinto de espejos», la cultura occidental estaba asentada sobre el convencimiento de que la autenticidad de las vivencias espirituales –todas, pero en este caso las espirituales– no las garantiza el escenario, por sagrado que sea, sino la respuesta de nuestro yo más íntimo.
Acudamos al Catecismo de la Iglesia Católica:
«La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla». Este es el recinto íntimo donde toda vivencia contrasta, en su crisol, la autenticidad y muestra la escala de sus quilates. Estéis en el templo, estéis en casa o en medio de la calle, el sello de su valía lo marca la conciencia. Es el poder de nuestra interiorización, que te abre a la presencia sagrada de todo un Dios con solo mirar hacia dentro. Y que te permite, desde lo más auténtico de tu ser, relacionarte con los demás, entablar vínculos de amistad y declarar la verdad de tu amor o simplemente hablar con verdad y sin engaño.
Así como el ombligo nos recuerda que nacimos de una mujer, la conciencia nos recuerda nuestra relación y hasta dependencia de Dios, nuestro Creador. La conciencia, en su funcionamiento básico, se la ha considerado como el reducto de la ley natural, presente en todos los tiempos y en todas las culturas, aunque de manera difusa. Se suele identificar con los tres principios morales más elementales que el Catecismo de la Iglesia Católica expresa así:
1) Nunca está permitido hacer el mal para obtener un bien.
2) La llamada Regla de oro: «Todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros a ellos» (Mt 7, 12).
3) La caridad supone siempre el respeto del prójimo y de su conciencia, aunque esto no significa aceptar como bueno lo que objetivamente es malo.
El hombre moderno, al pretender, como Segismundo, «atreverse a todo», o, como el hombre fáustico, «anteponer la acción al logos» aunque nos traiga la destrucción y el sufrimiento, tiene que deshacerse de la conciencia cómo rémora pesada y freno de sus audacias y ambiciones. El hombre que se hizo a sí mismo no necesita de la conciencia. Buscará mil argucias para acallarla. Rechazará esa voz presente en lo íntimo de la persona, que, como un juicio de la razón, en el momento oportuno impulsa al hombre a hacer el bien y a evitar el mal. Gracias a ella, la persona humana percibe la cualidad moral de un acto a realizar o ya realizado, permitiéndole asumir la responsabilidad del mismo. Cuando escucha la conciencia moral, el hombre prudente puede sentir la voz de Dios que le habla.
Subrayo la característica más perturbadora de la Edad Moderna: la libertad para poder hacerlo todo. Esta es la clave que sostiene la sociedad contemporánea y moderna: la autosuficiencia del hombre para atreverse a todo y, con espíritu de Prometeo, construir un mundo feliz sin Dios.
Vicente Aleixandre, en su libro poético Sombra de Paraíso (1944), uno de los primeros libros poéticos de la posguerra, en tantos aspectos heterodoxo, al ver el peligro que corría la belleza de la tierra con la aparición del hombre, en el poema titulado «Fuego», escribió:
Todo el fuego Suspende
la pasión. ¡Luz es sola!
Mirad cuán puro se alza
hasta lamer los cielos,
mientras las aves todas
por él vuelan. ¡No abrasa!
¿Y el hombre? Nunca.
Libre todavía de ti,
humano, está ese fuego.
Luz es, está ese fuego.
Luz es, luz inocente.
¡Humano: nunca nazcas!
Benedicto XVI, en su libro Luz del mundo, nos da una respuesta certera y esperanzadora. Sus palabras nos abren el camino para una reflexión que nos sitúe en el marco de nuestra hora presente y nos ayuden a abrir el camino hacia un mañana mejor:
En la combinación que hemos tenido hasta ahora del concepto de progreso a partir de conocimiento y poder, falta una perspectiva esencial: el aspecto del bien. Se trata de la pregunta: ¿qué es bueno? ¿Hacia dónde el conocimiento debe guiar el poder? ¿Se trata de disponer sin más o hay que plantear también la pregunta por los parámetros internos, por aquello que es bueno para el hombre, para el mundo? y esta cuestión, pienso yo, no se ha planteado de manera suficiente. Ésa es, en el fondo, la razón por la cual ha quedado ampliamente fuera de consideración el aspecto ético, dentro del cual está comprendida la responsabilidad ante el Creador. Si lo único que se hace es impulsar hacia delante el propio poder sirviéndose del propio conocimiento, ese tipo de progreso se hace realmente destructivo... Aparte del conocimiento y del progreso, se trata también del concepto fundamental de la Edad Moderna: la libertad para poder hacerlo todo. El poder del hombre ha crecido de forma tremenda. Pero lo que no creció con ese poder es su potencial ético. Este desequilibrio se refleja hoy en los frutos de un progreso que no fue pensado en clave moral. La gran pregunta es, ahora, ¿cómo puede corregirse el concepto de progreso y su realidad, y cómo puede dominarse después positivamente desde dentro? En tal sentido hace falta una reflexión global sobre las bases fundamentales.
El olvido de la conciencia ha puesto al borde de la destrucción al mundo y al mismo hombre: Ser o no ser esta es la cuestión.
7.1 La conciencia: ser o no ser
Pocas citas más en boca de todos y sin embargo, no siempre bien entendida. Nos referimos al «ser o no ser» del más famoso de los monólogos de Hamlet.
Separado del texto literario, claro que el enunciado nos dice muchas cosas. Nada menos, por ejemplo, que somos una opción de libertad, una elección cuya alternativa es: o conseguir que nuestra vida alcance su sazón y madurez plena acorde con el proyecto inicial que aspira a llegar a ser aquel que eres, o sea, ser; o por el contrario, vivir como si no existiera un camino personal de perfección, hacer de nuestra capa un sayo, y, por un presente hedonista y fugaz, arrojar nuestra vida por la borda, o sea, no ser. No estaría mal que nos quedáramos con este sentido.
Pero el monólogo de Hamlet no va por ahí.
Al príncipe de Dinamarca no le preocupa la noción de persona como fundamento del ser de cada uno. Si así fuera, de otra manera se hubiera comportado con Ofelia, su amor, y con el futuro de su patria. No. La pregunta que se plantea Hamlet no es tanto qué o quién ser, sino qué hacer para ser. Estamos ante el camino que está siguiendo ,desde hace al menos cuatro siglos, la cultura occidental. Lo importante es la acción, el estar en movimiento, el cambiar, sin importar las consecuencias. La cuestión que nos plantea Hamlet –esta es la cuestión– es si en esta vida, llena de adversidades, contratiempos y enemigos, etc., es mejor soportar pasiva y resignadamente las calamidades –«las flechas y pedradas de la áspera Fortuna»–, o por el contrario, «armarse contra un mar de adversidades y darles fin en el encuentro»: pasividad e indiferencia frente a acción. Dejar que pasen las dificultades o afrontarlas aunque en ello nos vaya la vida. El error no está en la acción, como pensarían los estoicos, sino en la acción por la acción, en actuar sin prever ni asumir las consecuencias.
Para Hamlet, la inacción es «morir: dormir». No actuar es vivir en ensoñaciones o estar muerto. Y, sin embargo, aceptaría la pasividad si durmiendo no padeciese las angustias y los ataques, herencia de la carne, como vivir enajenado por hipnosis o drogas; para él sería «una conclusión seriamente deseable».
Pero no es tan sencillo, piensa en su monólogo. Existe un estorbo «que frena el juicio y da tan larga vida a la desgracia» y que nos impide «cerrar cuentas uno mismo con un simple puñal». ¿Cuál es la causa? ¿Quién nos hace soportar tantas calamidades e injusticias? Todavía queda, como secuela de otros tiempos, el miedo a una vida futura en la que se nos puede castigar, el temor al más allá, «la tierra inexplorada de cuyas fronteras ningún viajero vuelve», dice, olvidando la resurrección de Cristo. Si no tuviéramos temor de Dios todo sería más fácil. Ya dijo Dostoievski: «Sin Dios todo es posible».
Ya nos vamos acercando a la cuestión, sin cuya respuesta no es posible entender la cultura y la historia moderna y contemporánea ni nuestros desconciertos personales.
El monólogo, tan retórico y altisonante, se va reduciendo y estrechando sus límites a una sola y demoledora conclusión:
La conciencia nos vuelve unos cobardes,
el color natural de nuestro ánimo
se mustia con el pálido matiz del pensamiento,
y empresas de gran peso y entidad
por tal motivo se desvían de su curso
y ya no son acción.
No a la conciencia. No a ese espacio íntimo en el que resuenan los dictámenes del bien y del mal; tan íntimo que es ahí donde tiene lugar, en la intimidad más íntima, nuestras confidencias y encuentros personales con Dios. La conciencia es el espacio de nuestro interior donde habita el Señor, donde tiene lugar el encuentro, también con la amistad y el amor, no con palabras sino con la verdad de nuestro ser. La conciencia pone freno a nuestros inhumanos atrevimientos, a la acción por la acción.
Esta es la cuestión. Tener o no tener conciencia. Ser o no ser.
¿Recuerdan a Raskolnikov, el protagonista de la novela Crimen y castigo de Dostoievski? Estaba convencido, como Hamlet, de que si no tuviera remordimientos, si pudiera matar a un ser humano sin que su conciencia se lo reprochase, podría llegar a ser otro Napoleón. El lema de nuestro tiempo es «atrevámonos a todo», como decía Segismundo entre las comodidades de la corte. La humanidad se ha alejado de la conciencia. Parece creer que con nuestras manos y nuestra sagacidad lo podemos todo. Claro que lo podemos todo... pero las consecuencias son terribles para los humanos.
Hamlet no es sólo el monólogo. Hamlet es una tragedia por las desgracias desencadenadas. La venganza es el motivo de la acción. La catarsis o purificación literaria es una de las finalidades del arte. ¿No existen otros caminos para restablecer la justicia?
Ser o no ser, esa es la cuestión:
si es más noble para el alma soportar
las flechas y pedradas de la áspera Fortuna
o armarse contra un mar de adversidades
y darles fin en el encuentro. Morir: dormir,
nada más. Y si durmiendo terminaran
las angustias y los mil ataques naturales
herencia de la carne, sería una conclusión
seriamente deseable. Morir, dormir:
dormir, tal vez soñar. Sí, ese es el estorbo;
pues qué podríamos soñar en nuestro sueño eterno
ya libres del agobio terrenal,
es una consideración que frena el juicio
y da tan larga vida a la desgracia. Pues, ¿quién
soportaría los azotes e injurias de este mundo,
el desmán del tirano, la afrenta del soberbio,
las penas del amor menospreciado,
la tardanza de la ley, la arrogancia del cargo,
los insultos que sufre la paciencia,
pudiendo cerrar cuentas uno mismo
con un simple puñal? ¿Quién lleva esas cargas,
gimiendo y sudando bajo el peso de esta vida,
si no es porque el temor al más allá,
la tierra inexplorada de cuyas fronteras
ningún viajero vuelve, detiene los sentidos
y nos hace soportar los males que tenemos
antes que huir hacia otros que ignoramos?
La conciencia nos vuelve unos cobardes,
el color natural de nuestro ánimo
se mustia con el pálido matiz del pensamiento,
y empresas de gran peso y entidad
por tal motivo se desvían de su curso
y ya no son acción.
SHAKESPEARE, William. Hamlet, príncipe de Dinamarca. Escena 1ª del acto III.
7.2 Cervantes y la fidelidad a la conciencia
En el monólogo «ser o no ser» de Hamlet, la conciencia es el gran obstáculo para obrar porque recuerda posibles castigos finales o simplemente advierte que lo que se quiere hacer es un mal en sí mismo. ¡Mejor borrar la voz de la conciencia! Es el camino que ha tomado Europa durante los últimos siglos. En el Occidente actual lo que importa es la acción, sin cortapisas morales, religiosas, ni si quiera políticas. La razón se pone al servicio de la voluntad. Sin esta clave es difícil que podamos entender ni la historia moderna ni las filosofías dominantes.
Se solía decir que, cuando un hombre prudente tenía que hacer algo, primero contemplaba, reflexionaba, profundizaba, y luego, cuando tenía clara la idea, trataba de llevarla a la realidad; la voluntad y la inteligencia se ponían al servicio de ese proyecto que había sido definido como lo mejor. El mundo moderno es al revés. Lo primero que pregunta es: «¿Usted qué quiere?». Y hay que responderle: «No, yo no tengo que decir qué quiero sino descubrir lo mejor. Yo lo que tengo que hacer es analizar, pensar, discurrir y, cuando crea que me he aproximado desde la razón a lo mejor, entonces nos pondremos en marcha».
Pues bien, Cervantes se alza frente a Hamlet y frente a esa Europa de la modernidad.
Un buen ejemplo de ello es la comedia El trato de Argel. Esta obra la escribió Cervantes hacia 1580, recién venido de su cautiverio en Argel, como contribución para las campañas de recogida de limosnas para el rescate de cautivos. Era entonces costumbre recorrer los pueblos y, mediante charlas, representaciones teatrales y otras actividades, mover conciencias y bolsillos.
Tal vez es una obra menos conocida de don Miguel pero, en la contienda que sigue en pie entre la civilización cristiana y la civilización dominante hoy, me parece digna de estudio y de consideración.
Uno de los protagonistas es Aurelio, esclavo al servicio de la dueña de la casa, Zoraida, quien se ha encaprichado de él y no ceja con mil argucias para dar cumplimiento a sus deseos. Durante toda la obra Aurelio se resiste. Aurelio es un hombre con conciencia y, además, es un hombre fiel al compromiso amoroso con una joven, también cautiva y, a su vez, solicitada por el dueño de la casa. La obra es un reflejo fiel de los tormentos físicos y psíquicos que tenían que pasar los cautivos cristianos. De hecho, se dice que es la obra en la que mejor se reflejan los años de cautividad de Cervantes. No es de extrañar que un tanto por ciento muy alto terminara renegando de la fe.
El fragmento que os reproduzco es un monólogo también, en este caso de Aurelio, el esclavo de Argel. Tiene lugar justo cuando Aurelio, harto de tanto sufrimiento y seducido por mil promesas y halagos, está dispuesto a entregarse a su señora. El monólogo tiene lugar mientras va de camino hacia la habitación de Zoraida. Aurelio está a punto de sucumbir. Y, de pronto, una luz interior le reprocha su acción: «Aurelio, ¿adónde vas?». ¡Iba a entregarse a Zoraida!
Aurelio, ¿dónde vas? ¿Para dó mueves
el vagaroso paso? ¿Quién te guía?
¿Con tan poco temor de Dios te atreves
a contentar tu loca fantasía?
Las ocasiones fáciles y leves
que el lascivo regalo al alma envía
tienen de persuadirte y derribarte
y al vano y torpe amor blando entregarte.
¿Es éste el levantado pensamiento
y el propósito firme que tenías
de no ofender a Dios, aunque en tormento
acabasen tus cortos, tristes días?
¿Tan presto has ofrecido y dado al viento
las justas, amorosas fantasías,
y ocupas la memoria de otras vanas,
inhonestas, infames y livianas?
¡Vaya lejos de mí el intento vano!
¡Afuera, pensamiento malnacido!
Se lo está diciendo él a sí mismo. Es la conciencia la que está hablando con él. Todo ello es un monólogo, como el que hemos oído a Hamlet, pero con la diferencia de que aquí la protagonista es la conciencia moral recta. Y no un «fuera la conciencia, que me estorbas para mis propósitos».
¡Vaya lejos de mí el intento vano!
¡Afuera, pensamiento malnacido!
¡Que el lazo enredador de amor insano,
de otro más limpio amor será rompido!
¡Cristiano soy, y he de vivir cristiano;
y, aunque a términos tristes conducido,
dádivas o promesa, astucia o arte,
no harán que un punto de mi Dios me aparte!
Antológico. Alguien dirá: «¡Increíble! Esas son cosas de la literatura». Pues menos mal que, al menos en la ficción, existe. ¿De verdad que no hay Alguien, que no hay una ley de Dios que nos obliga a la fidelidad, que no es exigencia de la propia naturaleza del amor?
Esto es impensable en el mundo moderno, en la Europa moderna, que grita: «Fuera la conciencia que me impide actuar en el amor o en el enriquecerme, o en la conquista de este mundo a toda costa, o en el poder, o en las mil adicciones». Pero no en la civilización cristiana. Me encanta porque es el hombre sencillo el que sale triunfador. La tentación es fuerte. «Zoraida, me está diciendo que tendré un modo de vivir más libre, y ya no ser esclavo, me dará la libertad». Llega a ser tan persuasiva... Incluso sabe que a Aurelio le gusta el vino y le recuerda: «Y además, te traeré vino bueno». Por lo visto, en secreto se ponía morada a pesar de que era musulmana.
Cervantes, treinta años antes que Shakespeare, opta por cantar la fidelidad a la conciencia. Un hombre joven, atractivo, es capaz de ser fiel al cumplimiento de su moral cristiana. «He jurado ser fiel a Dios, pues cumplo con mi fidelidad». Y, además, por fidelidad a la mujer.
7.3 Jean Valjean o la conciencia en clave de ser
Cuando ya iban a levantarse de la mesa, golpearon a la puerta.
–Adelante –dijo el obispo.
Se abrió con violencia la puerta. Un extraño grupo apareció en el umbral. Tres hombres traían a otro cogido del cuello. Los tres hombres eran gendarmes. El cuarto era Jean Valjean. Un cabo que parecía dirigir el grupo se dirigió al obispo haciendo el saludo militar.
–Monseñor... –dijo.
Al oír esta palabra Jean Valjean, que estaba silencioso y parecía abatido, levantó estupefacto la cabeza.
–¡Monseñor! –murmuró –. ¡No es el cura!
–Silencio –dijo un gendarme –. Es Su Ilustrísima el señor obispo.
Mientras tanto monseñor Bienvenido se había acercado a ellos.
–¡Ah, habéis regresado! –dijo mirando a Jean Valjean–. Me alegro de veros. Os había dado también los candeleros, que son de plata, y os pueden valer también doscientos francos.
¿Por qué no los habéis llevado con vuestros cubiertos?
Jean Valjean abrió los ojos y miró al venerable obispo con una expresión que no podría pintar ninguna lengua humana.
–Monseñor –dijo el cabo– . ¿Es verdad entonces lo que decía este hombre? Lo encontramos como si fuera huyendo, y lo hemos detenido. Tenía esos cubiertos...
–¿Y os ha dicho –interrumpió sonriendo el obispo– que se los había dado un hombre, un sacerdote anciano en cuya casa había pasado la noche? Ya lo veo. Y lo habéis traído acá.
–Entonces –dijo el gendarme–, ¿podemos dejarlo libre?
–Sin duda –dijo el obispo.
Los gendarmes soltaron a Jean Valjean, que retrocedió.
–¿Es verdad que me dejáis? –dijo con voz casi inarticulada, y como si hablase en sueños.
–Sí; te dejamos, ¿no lo oyes? –dijo el gendarme.
–Amigo mío dijo el obispo, tomad vuestros candeleros antes de iros.
Y fue a la chimenea, cogió los dos candelabros de plata, y se los dio. Las dos mujeres lo miraban sin hablar una palabra, sin hacer un gesto, sin dirigir una mirada que pudiese distraer al obispo.
Jean Valjean, temblando de pies a cabeza, tomó los candelabros con aire distraído.
–Ahora –dijo el obispo–, id en paz. Y a propósito, cuando volváis, amigo mío, es inútil que paséis por el jardín. Podéis entrar y salir siempre por la puerta de la calle. Está cerrada sólo con el picaporte noche y día.
Después volviéndose a los gendarmes, les dijo:
–Señores, podéis retiraros. Los gendarmes abandonaron la casa. Parecía que Jean Valjean iba a desmayarse. El obispo se aproximó a él, y le dijo en voz baja:
–No olvidéis nunca que me habéis prometido emplear este dinero en haceros hombre honrado.
Jean Valjean, que no recordaba haber prometido nada, lo miró alelado. El obispo continuó con solemnidad:
–Jean Valjean, hermano mío, vos no pertenecéis al mal, sino al bien. Yo compro vuestra alma; yo la libro de las negras ideas y del espíritu de perdición, y la consagro a Dios.
Acabo de releer la ya casi olvidada novela de Victor Hugo Los Miserables. No recordaba el anclaje histórico tan preciso de la Francia de las Revoluciones.
La narración recuerda el año 1796, en que Jean Valjean es condenado a trabajos forzados por haber robado unos panes para saciar la hambruna de hermanos y padres. La Revolución Francesa está en el ardor inicial de los grandes principios y de las crueles represiones. Sin embargo poco ha cambiado en lo que al ejercicio de la justicia toca. Es una revolución burguesa y, por tanto, crimen de lesa patria atentar contra los bienes de un buen ciudadano burgués. A través del mundo social reflejado se alza una legalidad sin alma. Una ley implacable, por encima de la justicia.
Escrita en claves estéticas románticas, ofrece momentos del realismo, y aun del naturalismo posterior, no por el determinismo del que carece, sino por las crudas situaciones que no desdeña describir. La novela se publica en 1862, en plena madurez del artista y escrita desde el exilio decretado por Napoleón III, odioso personaje objeto de sátiras y críticas amargas. Víctor Hugo, que fue bonapartista y aun monárquico en su juventud, se convirtió con los años en un republicano ferviente.
La aventura de Valjean se sitúa en un tiempo real en el que los acontecimientos históricos convierten a los personajes de ficción, si no en reales, en verosímiles. Algo sabía Cervantes y algo aprendió de todo esto nuestro Don Benito Pérez Galdós.
La historia comienza en 1815, cuando abandona sus prisiones nuestro protagonista. Lo anterior es una vuelta atrás. Realmente no sale. Ha sido arrojado al mar de la vida, como cuando en medio de la tormenta se oye el impotente y despiadado «hombre al agua». Su liberación coincide con la derrota en Waterloo de Napoleón. Hugo narra y comenta la batalla. La victoria era de Napoleón, pero el barrizal que ocasionó la lluvia torrencial inesperada durante la noche impidió la movilidad de la artillería, dando tiempo a que llegaran los aliados y la victoria quedara en el honor de Wellington. Detrás vendrá el Congreso de Viena, el imperio de la Ley, la aparente restauración de la Iglesia, una Santa Alianza, que sólo mira por sus intereses y anuncia sus luchas internas y su debilidad (porque de santa no tiene más que el nombre). La caracterización del inspector Javert, el antagonista, coincide con los criterios e ideales éticos de la época. El imperio de la ley, el rigor de una Ley que termina aplastando a los débiles, a los miserables.
El segundo anclaje histórico es la revolución de 1830, la que destrona al rey Carlos X y anuncia el renacimiento de la comuna aunque falte tiempo para el triunfo republicano. Entre esas fechas históricas se mueve la trama de la novela, el mundo social de miserables como la desgraciada Fantina y su hija Cosette, el embrutecido matrimonio Tesnadier, el implacable inspector Javert, y Mario, el aristócrata revolucionario futuro marido de Cosette.
Como admirable contrapunto, recorre la narración un ideal inesperado: sólo la vuelta a Dios, sólo la recuperación en la vida social y política del amor misericordioso de Cristo, impregnando la realidad no de nombre, sino vitalmente, traerá la paz y la plenitud a los pueblos. Valjean, el presidiario embrutecido y deshumanizado, se va a transformar en motor, incluso económico, de una ciudad y de una comarca cuando descubre que el fin de la vida es hacer el bien siempre, por amor de Dios. Frente a un mundo sórdido, recorre un viento fresco de caridad que acompaña al protagonista, que, como Cristo, pasó haciendo el bien. Toda la novela es un soplo de esperanza. El bien, guiado por la caridad, es el único remedio para nuestro tiempo.
Todo comenzó con la acción de monseñor Myriel. El obispo, anciano bondadoso y encantador, con una pequeña y sagaz obra de caridad y de misericordia, desencadena la conversión de un bribón en un hombre bueno; y desde ese momento un torrente de bien brota por donde camina. En la última frase del fragmento elegido se encuentra el germen de toda la novela. «Jean Valjean, hermano mío, vos no pertenecéis al mal, sino al bien.» Y la clave de uno de los pasajes sublimes de la novela.
7.4 La conciencia, el espacio de Dios
Otro breve fragmento de la novela de Vítor Hugo Los miserables nos describe la conciencia en pleno funcionamiento. No la capacidad humana de reflexionar, no el diálogo callado que se debate en nuestro interior, calibrando pros y contras. La conciencia, es decir, ese «espacio» interior donde se hace presente Dios y resuena su voz. Veámoslo:
Volvió a su cuarto y se concentró en sus pensamientos. Examinó su situación y le pareció inaudita. Sintió un temor casi inexplicable, y echó cerrojo a la puerta, como si temiera que entrara algo. Después apagó la luz. Le estorbaba; creía que podrían verlo. Pero lo que quería que no entrara, ya había entrado; lo que quería cegar, lo miraba fijamente: su conciencia. Su conciencia, es decir, Dios.
Su mente había perdido la fuerza necesaria para retener las ideas, y pasaban por ella como las olas. Así transcurrió la primera hora. [...] Le parecía que acababa de despertar de un sueño; veía en la sombra a un desconocido a quien el destino confundía con él y lo empujaba hacia el precipicio en lugar suyo. Era preciso para que se cerrara el abismo que cayera alguien, o él o el otro. Sólo tenía que dejar que las cosas sucedieran. [...] Encendió la luz.
–¿Y de qué tengo miedo? [...] La Providencia lo ha querido. ¿Tengo derecho a desordenar lo que ella ordena? ¿Y qué me pasa? ¡No estoy contento! ¿Qué más quiero? El fin a que aspiro hace tantos años, el objeto de mis oraciones, es la seguridad. Y ahora la tengo, Dios así lo quiere. Y lo quiere para que yo continúe lo que he empezado, para que haga el bien, para que dé buen ejemplo, para que se diga que hubo algo de felicidad en esta penitencia que sufro. Está decidido: dejemos obrar a Dios.
Se levantó de la silla y se puso a pasear por la habitación.
–No pensemos más –dijo–. ¡Ya tomé mi decisión!
Mas no sintió alegría alguna. [...] Al cabo de pocos instantes, por más que hizo por evitarlo, continuó aquel sombrío diálogo consigo mismo. Se interrogó sobre esta «decisión irrevocable», y se confesó que el arreglo que había hecho en su espíritu era monstruoso, porque su «dejar obrar a Dios» era simplemente una idea horrible. Dejar pasar ese error del destino y de los hombres, no impedirlo, ayudarlo con el silencio, era una imperdonable injusticia. [...] Todo esto lo rechazó asqueado. Y siguió dándole vueltas al tema. Reconoció que su vida tenía un objetivo, pero ¿cuál? ¿Ocultar su nombre? ¿Engañar a la policía? ¿No tenía otro objetivo su vida, el objetivo verdadero, el de salvar no su persona sino su alma, ser bueno y honrado, ser justo? ¿No era esto lo que él había querido y lo que el obispo le había mandado? Sintió que el obispo estaba ahí con él, que lo miraba fijamente, y que si no cumplía su deber, el alcalde Magdalena con todas sus virtudes sería odioso a sus ojos, y en cambio el presidiario Jean Valjean sería un ser admirable y puro. Los hombres veían su máscara, pero el obispo veía su conciencia. Debía, por lo tanto, ir a Arras, salvar al falso Jean Valjean y denunciar al verdadero.
Entre la galería de personajes, destaca la del protagonista Jean Valjean. La novela va a desvelarnos el proceso interior al que los mil influjos adversos parecían destinarlo a convertirlo en una alimaña violenta y cruel. ¡Que se lo pregunten al inspector de policía Javert! Quien ha nacido miserable y ha crecido en presidios entre criminales y violencias, no tiene redención posible. Es carne de cárcel y a la cárcel, tarde o temprano, volverá.
Pocos años más tarde de la publicación de esta novela, en 1862, Émile Zola defenderá, dentro del naturalismo determinista, estas doctrinas. Víctor Hugo propone una solución radicalmente opuesta. Cree en la libertad. Cree que las inclinaciones genéticas, favorecidas, incluso, por una biografía y unas circunstancias propicias al mal, no imposibilitan que pueda llegar a convertirse en un hombre de bien. Solo se necesita que viva una experiencia fecundante que le derrumbe sus barreras y le abra la mirada a una nueva realidad.
Entre los numerosos estratos temáticos de la novela, uno de los más valiosos es la descripción del camino interior que convertirá al presidiario Jean Valjean en una buena persona. Un encuentro fortuito con el Obispo Bienvenido, hombre de Dios, lo marcará para siempre. No sólo no le acusó del robo de sus cubiertos de plata, sino que, encima, le regaló dos candelabros, nada menos que los últimos vestigios de la herencia familiar, arruinada en los años crueles de la Revolución Francesa. Pero hubo algo más importante, el compromiso adquirido de transformarse en un hombre nuevo, surgido de su alma.
El alma, sí, ese componente de toda persona, que es más que la capacidad asentada en nuestro cerebro de entender, reflexionar, comprender y decidir por encima de impulsos y apetencias. Somos muchos los que creemos que, si sólo somos materia evolucionada, no es posible educar, sólo poner barnices brillantes a nuestros hábitos. Si no existe el espíritu, podremos instruir, pero no conseguir una vida virtuosa, fuerte, prudente, justa y templada, ni en nosotros ni en nuestros hijos. El alma, creada directamente por Dios, arguye de nuestra dignidad y exige algo más que la materia para explicar nuestros misterios, como el deseo de ser mejores.
No sin esfuerzo, Jean Valjean se ha convertido en un hombre nuevo. Ha cambiado hasta de nombre. No por casualidad se hace llamar señor Magdalena, el de aquella mujer, nueva tras el encuentro con Cristo. Ser fiel a Dios y ocultar su antigua identidad ha sido su preocupación en los últimos ocho años. Todo le iba bien. Pero era necesario superar la prueba que le convertirá en una persona buena, no sólo ante los ojos de los hombres, sino ante Dios.
En Arras, a cierta distancia de donde es alcalde y vive el señor Magdalena, han detenido e identificado como Jean Valjean, el presidiario, a un pobre desgraciado. No existe la menor duda. La noticia le ha llegado al señor Magdalena. Él sabe perfectamente quién es Valjean. ¿Qué debe hacer? Si confiesa la verdad volverá al horroroso presidio, convertirá al aclamado y reconocido alcalde en un malhechor. Si calla, podrá seguir haciendo posible el bien a menesterosos y dar prosperidad a sus ciudadanos y trabajadores. Este es el fragmento seleccionado. La razón Santiago Arellano Hernández 257 arguye con habilidad y lucidez. Pero sirven de poco a la conciencia despierta. Menos cerrar puertas o quedarse a oscuras. La voz interior sigue apelando.
En este fragmento estamos contemplando la radiografía del alma. Todo el capítulo es una joya. En ese momento admiramos la grandeza de un hombre de verdad, que no se mide por las apariencias, sino por su rectitud. En ese espacio íntimo y sublime se escucha la voz de Dios, se contempla el prodigio de la conciencia.
7.5 Antígona
¿Cómo no recordar a Antígona? He aquí uno de los más hermosos legados de la antigüedad clásica. La Europa de la Cristiandad surge de la dignidad del hombre y de la conciencia, como espacio más íntimo de nuestro ser y reflejo de que por encima de nosotros mismos existe alguien (Alguien) al que le debemos al menos reverencia y consideración.
Antígona, la heroína de la ley natural
A veces se habla con enorme ligereza de la escasa consideración y relevancia de la mujer en el mundo clásico. Con sólo nombrar a Antígona debiéramos matizar superficiales pareceres. Esta joven heroína se alza como modelo de entereza y dignidad para todas las generaciones, testigo de que la obediencia a la ley interior de nuestra conciencia está por encima de las leyes de los hombres por poderosos que sean.
La tragedia se representó en Atenas en el año 442 a. C. Pertenece al denominado ciclo tebano. Tebas es el espacio escénico; pero argumentos y personajes giran entorno al malhadado destino de Edipo. Antígona, su hija, deberá morir como todos los de su estirpe. En su caso no por un ciego e inevitable fatum, sino por un acto de decisión personal. Antígona va a morir porque prefiere seguir libremente los dictados de su conciencia, antes que contradecirla, opción que le hubiera supuesto disfrutar de una vida acomodada, casarse con Hemón, el hijo del rey Creonte, tirano que ha decretado dejar insepulto a Polinices y celebrar pomposas honras fúnebres por Eteocles, hijo también de Edipo. Ambos han encontrado la muerte en combate, pero aquel en contra de Tebas y este a favor. Antígona no duda en desobedecer al tirano dando sepultura a su hermano Polinices, por obedecer a principios inscritos en su interior aunque «nadie sabe de dónde surgieron».
ANTÍGONA. – Lo sabía. ¿Cómo no iba a saberlo? Era manifiesto.
CREONTE – ¿Y a pesar de ello, te atreviste a transgredir estos decretos?
ANTÍGONA.– No fue Zeus el que los ha mandado publicar, ni la Justicia que vive con los dioses de abajo la que fijó tales leyes para los hombres. No pensaba que tus proclamas tuvieran tanto poder como para que un mortal pudiera transgredir las leyes no escritas e inquebrantables de los dioses. Estas no son de hoy, ni de ayer, sino de siempre, y nadie sabe de dónde surgieron. No iba yo a obtener castigo por ellas de parte de los dioses por miedo a la intención de hombre alguno. Sabía que iba a morir, ¿cómo no?, aun cuando tú no lo hubieras hecho pregonar. Y si muero antes de tiempo, yo lo llamo ganancia. Porque quien, como yo, viva entre desgracias sin cuento, ¿cómo no va a obtener provecho al morir? Así, a mí no me supone pesar alcanzar este destino. Por el contrario, si hubiera consentido que el cadáver del que ha nacido de mi madre estuviera insepulto, entonces sí sentiría pesar. Ahora, en cambio, no me aflijo.”
Toda la tragedia es sobrecogedora. El fragmento que os ofrezco nos permite adivinar la actualidad y grandeza de esta admirable y conmovedora joven. Qué entereza de ánimo. Qué lucidez de juicio. Claro que Antígona es discípula aventajada en la escuela del sufrimiento y de la adversidad. Pero ni su juventud, ni su condición social, ni miramientos de ningún tipo, ni su hermosura, ni su amor pleno y gozoso por y de Hemón son suficientes para transgredir la ley de Dios y cumplir la ley injusta de los hombres, aunque en ello le vaya la pérdida de su vida. Porque la vida (bienestar, un amor correspondido, un mundo feliz en ciernes) para Antígona vale menos que seguir el dictado de su conciencia.
Antígona es un testigo admirable de algo que se nos está olvidando en nuestro tiempo. La ley moral universal inscrita en la conciencia de todos los hombres, aquella que se denominó siempre Ley natural y que perfeccionó y clarificó la Ley positiva revelada. Sus palabras pronunciadas cinco siglos antes de Cristo son un documento inapreciable:
No pensaba que tus proclamas tuvieran tanto poder como para que un mortal pudiera transgredir las leyes no escritas e inquebrantables de los dioses. Estas no son de hoy, ni de ayer, sino de siempre, y nadie sabe de dónde surgieron.
Está claro que vale la pena regresar a las fuentes. Releer a los clásicos nos ayuda a comprender mejor nuestra actualidad que tantas confusas antiguallas que suelen considerarse, encima, el no va más de la actualidad «porque lo dicen ellos».