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El silencio de Dios

en
Albert Camus y Dostoievski

José Ramón Ayllón

Cristo en Siberia

Preso durante cuatro años en Siberia, Dostoievski tiene mucho tiempo para leer el Nuevo Testamento y familiarizarse con Jesucristo, hasta reconocerle como Dios. Pero ese reconocimiento solo vendrá después de haber abordado las más difíciles objeciones intelectuales. De ese exhaustivo proceso dejará constancia en muchas páginas de Los hermanos Karamazov. Por eso, a propósito de ciertas críticas a la novela, recuerda los capítulos que hacen referencia al Gran Inquisidor y al sufrimiento de los niños inocentes, y escribe:

Algunos ignorantes se han burlado de mi oscurantismo y del carácter retrógrado de mi fe. Esos estúpidos ni siquiera conciben una negación de Dios tan fuerte como la que manifiesto en la novela. En toda Europa no se encuentra expresión tan poderosa de ateísmo. Por tanto, yo no creo en Cristo como un niño. A través del tornillo de la duda es como ha llegado mi hosana.

Dostoievski -siempre con su duda agónica y sus muchos pecados-, en Siberia encuentra definitivamente a Cristo. Sin ese hecho capital, su obra no podría explicarse. Igual que él, sus personajes son de carne, pero la carne será siempre juguete del espíritu. Tímidos, humillados y confusos, cada uno es una llama de inquietud, un atormentado que busca a trompicones la verdad: ¿quién soy?, ¿qué hago en este mundo?, ¿qué puedo esperar de Dios? Uno de ellos lo formulará de forma insuperable:

¿Qué haremos si Dios no existe, si resulta que Rakitin tiene razón al pretender que es una idea inventada por la humanidad? En ese caso, el hombre sería el rey del mundo. Magnífico. Pero yo me pregunto cómo podría obrar bien sin Dios, a quién amaría el hombre entonces, a quién cantaría himnos de alabanza.

El silencio de Dios

El problema que subyace en todos los problemas de Dostoievski, en todas sus obras, es el silencio de Dios. "El más apremiante de la vida", reconocerá. Un silencio que se pega al alma de sus personajes como la sombra al cuerpo. No hay discusión entre ellos que no acabe en Dios. "Necesito a Dios, porque es el único Ser a quien siempre se puede amar", dirá uno de ellos.

Necesitar a Dios y no verle claramente: un misterio y un suplicio. En el alma de Dostoievski luchan a muerte la fe y la incredulidad, y las diversas posibilidades entre ambos polos están encarnadas por sus criaturas. El corazón del escritor estará dramáticamente dividido en ambos bandos, con Alioscha y con Iván. Los dos hermanos Karamazov, respondiendo a las preguntas de su padre, sintetizan perfectamente la zozobra interior del novelista.

Así conversa Fiòdor Karamazov con sus hijos:


- Dime, Iván, ¿hay Dios, o no? Respóndeme en serio.
- No, no hay Dios.
- Alioscha, ¿existe Dios?
- Sí, existe.
- Iván, ¿hay alguna inmortalidad, por pequeña y modesta que sea?
- No, no la hay.
- ¿Ninguna?
- Ninguna.
- Alioscha, ¿hay inmortalidad?
- Sí.
- ¿Dios y la inmortalidad juntos?
- Sí, porque Dios es el fundamento de la inmortalidad.
- Supongo que es Iván quien tiene razón. ¡Señor, cuánta fe y energías ha costado al hombre esta quimera, desde hace miles de años! ¿Quién se burla así de la humanidad? Iván, por última vez y de forma categórica: ¿Hay Dios, o no?
- Definitivamente, no.
- ¿Quién se burla entonces del mundo?
- Seguramente el diablo -bromeó Iván.

Pero el Dios que guarda silencio, también habla. Para algunos personajes de Dostoievski, habla por la boca y por el ejemplo de personas santas; habla en la belleza de la naturaleza; y habla sobre todo en las páginas bíblicas. Alioscha, el más joven de los hermanos Karamazov, tiene diecinueve años, es descrito como un joven alto y bien parecido, sencillo y realista, con un realismo que le lleva a tomarse muy en serio las palabras de Jesucristo.

Tan pronto como Alioscha se convenció, tras serias reflexiones, de que Dios y la inmortalidad existían, se dijo sencillamente: "Quiero vivir para la inmortalidad, no admito compromisos". Por supuesto, si hubiese admitido que no había Dios ni inmortalidad, se hubiese hecho ateo y socialista inmediatamente. A Alioscha le parecía raro e imposible vivir como hasta entonces. Jesucristo había dicho: Si quieres ser perfecto da todo lo que tienes y sígueme. Alioscha se dijo: "No puedo dar en lugar de todo dos rublos, y en lugar de sígueme ir solamente a misa".

La respuesta al dolor

El sufrimiento humano -el dolor físico, psicológico y moral- se ceba en los personajes de Dostoievski. Esa suprema objeción contra Dios recibe una admirable respuesta: la que ofrece el starets Zósima en Los hermanos Karamazov. Un starets es, en Rusia, un monje célebre por su santidad y sabiduría, al que acude la gente en busca de confesión, consuelo y consejo. Zósima es un religioso especialmente querido por el pueblo, visitado por gentes afligidas que vienen de muy lejos. Como esa mujer que llora de rodillas con mirada extraviada...


- ¿Por qué lloras?
- Lloro por mi hijito, padre. Sólo le faltaban tres meses para cumplir tres años. Por mi hijito lloro. Mi marido y yo hemos tenido cuatro, pero los niños no viven mucho tiempo entre nosotros. He enterrado a los tres primeros y no he tenido tanta pena, pero a este último no puedo olvidarlo. Parece como si lo tuviera siempre delante de mí, no se marcha. Tengo el alma deshecha. Miro su ropa, su camisita, sus botines y no hago más que llorar.

Ningún recurso del entendimiento, de la imaginación o de la voluntad parecen capaces de mitigar este dolor. Por eso es admirable la respuesta del monje. Primero intenta consolar a la madre, explicándole que el niño está gozando de la bienaventuranza de Dios. Pero la mujer ya estaba convencida de ello, y lo que le dice el anciano no le aporta ningún consuelo. Entonces comprende el starets que se halla ante un dolor sin remedio, y con serenidad le dice:


- También lloró así Raquel a sus hijos y no pudo consolarse de su falta, y ese mismo destino os está reservado a muchas madres. No te consueles y llora, pero cada vez que llores recuerda que tu hijito es un ángel de Dios que te mira desde allá arriba, ve tus lágrimas, se alegra y se las muestra al Señor. Durante mucho tiempo llorarás aún, pero luego tu llanto se volverá dulce y alegre, y tus lágrimas amargas serán lágrimas de purificación que borrarán pecados.

Los hechos no han cambiado, pero sí su significación: ahora el peso agobiante del dolor se aligera porque conduce a Dios y es fuente de una serena resignación. Después descubre el starets los ojos anhelantes de una campesina joven y enferma.


- ¿A qué has venido, hija mía?
- Alivia mi alma, padre -dijo ella dulcemente, y se arrodilló con una profunda reverencia hasta tocar el suelo-. Padre, he pecado y me da miedo mi pecado.

El monje se sentó en el último escalón del atrio, y la mujer se acercó hasta él.


- Hace tres años que soy viuda -empezó diciendo a media voz-. Era imposible vivir con mi marido. Era viejo y me pegaba mucho. Cayó en cama enfermo y yo pensaba, mirándolo: "¿Qué ocurrirá si se restablece y se levanta de nuevo?". Y aquella idea no se apartaba de mí...

La mujer acercó sus labios al oído del monje y continuó con una voz que apenas se oía. Muy pronto terminó.


- ¿Hace tres años? -preguntó el starets.
- Tres años. Antes no pensaba en ello, pero ahora se ha presentado la enfermedad y estoy angustiada.

Aquí nos encontramos con el dolor producido por una culpabilidad objetiva. Es sólo un pensamiento, pero en él se encierra el mayor de los suplicios: la terrible convicción de una condena eterna. El starets vuelve a comprender todo con admirable profundidad y ofrece la única solución posible: el arrepentimiento ante Dios.


- ¿Vienes de lejos?
- He recorrido quinientas verstas.
- ¿Te has confesado?
- Sí, me he confesado dos veces.
- ¿Has sido admitida a la comunión?
- Me han admitido. Pero tengo miedo. Tengo miedo a morir.
- Pues no temas nada y nunca tengas miedo. No te preocupes. Mientras haya arrepentimiento, Dios lo perdona todo. No hay pecado en la tierra que Dios no perdone al que se arrepiente sinceramente. El hombre no puede cometer un pecado tan grande que agote el amor infinito de Dios. Piensa sin cesar en el arrepentimiento y borra todo temor. Piensa que Dios te ama como no puedes imaginar, que te ama con tu pecado y a pesar de tu pecado. Hay más alegría en el cielo por un pecador que se arrepiente que por diez justos: hace mucho que se ha escrito esto. El amor lo redime todo y todo lo salva. Si yo, que soy un pecador como tú, me he enternecido y he sentido piedad por ti, con más razón la sentirá el Señor. Vete y no temas.

El Dios de la alegría

Un Dios que perdona a sus hijos es un Dios que regala alegría. Dostoievski y sus personajes están convencidos de ello. Y se emocionan al considerarlo. Y lo agradecen profundamente. Entre los múltiples pasajes donde resplandece esta alegría he seleccionado cuatro. En el primero escuchamos al padre de Sonia, Marmeladov, un pobre borracho sobre el que se ceban los infortunios. Imaginando el Juicio Final, dice:

Y cuando haya acabado de juzgar a los demás nos tocará a nosotros. "Entrad también vosotros, borrachos", dirá. "Entrad los de carácter débil, los disolutos". Y nosotros nos acercaremos a Él sin temblar. "Sois unos brutos; lleváis impresa en la frente la marca de la Bestia, pero venid a Mí". Entonces los sabios y prudentes preguntarán: "Señor, ¿por qué acogéis a éstos?". Y Él responderá: "los admito porque ninguno se creía digno de ese honor". Después abrirá sus brazos para acogernos, y nosotros nos arrojaremos en ellos y lloraremos. Entonces lo comprenderemos todo.

El segundo testimonio pertenece a Dimitri Karamazov. Es un hombre culto, que aprecia las grandes conquistas del conocimiento positivista, sin confundir el universo científico con el universo real: "¡Qué grande es la ciencia que lo explica todo! Sin embargo, echo de menos a Dios". Dimitri, encarcelado y a la espera de ser juzgado y condenado a trabajar veinte años en las minas, abre su corazón a su hermano Alioscha con unas palabras que cincelan al hombre como un ser esencialmente religioso:

Hace tiempo que quería decirte muchas cosas, pero siempre callaba lo esencial, porque me parecía que no había llegado el momento. He esperado hasta última hora para ser sincero. Hermano, desde mi detención he sentido nacer en mí un nuevo ser. No he matado a mi padre, pero acepto la expiación. Aquí, entre estos vergonzosos muros, he tenido conciencia de todo eso. Bajo la tierra hay centenares de hombres con el martillo en la mano. Sí, estaremos encadenados, privados de libertad, pero en nuestro dolor resucitaremos a la alegría sin la cual el hombre no puede vivir, ni Dios existir, pues es Él quien la otorga: es su gran privilegio. ¡Señor, que el hombre se consuma en la oración!

¿Cómo viviré bajo la tierra sin Dios? Si se expulsa a Dios de la tierra, ¡nosotros lo encontraremos debajo de ella! Un condenado puede pasar sin Dios menos que un hombre libre. ¡Y entonces nosotros, los hombres subterráneos, cantaremos desde las entrañas de la tierra un himno trágico al Dios de la alegría! ¡Viva Dios y viva su alegría divina! ¡Yo le amo!

En Zósima, el viejo y enfermo monje amado por el pueblo, apreciaremos a continuación una alegría exultante, sin las aristas dramáticas de la mayor parte de los protagonistas de Dostoievski:

Yo bendigo todos los días la salida del sol, mi corazón le canta un himno como antes, pero prefiero su puesta de rayos oblicuos, evocadora de dulces y tiernos recuerdos, de queridas imágenes de vida, larga vida bendita, coronada por la verdad divina que calma, reconcilia y absuelve. Sé que estoy al término de mi existencia y siento que todos los días de mi vida se unen a la vida eterna, desconocida pero cercana, cuyo presentimiento hace vibrar mi alma de entusiasmo, ilumina mi pensamiento, me enternece el corazón.

Si el perdón divino es fuente de alegría, no lo es menos la promesa de una inmortalidad feliz. Así lo siente Zósima, y con esa promesa se cierra la agitada historia de los Karamazov. En la última página de la novela, después del entierro de un adolescente, varios de sus compañeros se despiden del joven Alioscha, y Dostoievski se atreve a concluir su historia con estas palabras:


- ¡Karamazov! -exclamó Kolia-. ¿Es verdad lo que dice la religión de que resucitaremos de entre los muertos y volveremos a vernos todos, incluso Yliuscha?
- Es verdad: resucitaremos, volveremos a vernos y nos contaremos alegremente todo lo que ha ocurrido -respondió Alioscha sonriendo.
- ¡Qué hermoso será eso! -exclamó Kolia.

La herida abierta de Albert Camus

"Si hay un pecado contra la vida, quizá no es tanto desesperar de ella como esperar otra vida". Los biógrafos de Camus (1913-1960), premio Nobel de Literatura en 1957, atribuyen su profunda incredulidad a una herida que nunca cicatrizó, producida en la adolescencia por el zarpazo del mal.

Vivía en Argel, tenía quince o dieciséis años y paseaba con un amigo a la orilla del mar. Advirtieron un revuelo de gente y se acercaron. En el suelo yacía el cadáver de un niño árabe, aplastado por un autobús. La madre daba alaridos y el padre sollozaba en silencio. Camus, después de unos momentos, señaló el cadáver, levantó la vista al cielo y dijo a su amigo: "Mira, el cielo no responde".

A partir de entonces, cada vez que intente superar ese impacto, se levantará en él una ola de rebeldía. Le parecerá que toda solución religiosa tendrá que ser necesariamente una falacia, una forma de escamotear una tragedia que nunca debió producirse. Desde ese suceso, entre Camus y Dios habrá demasiados carros atollados en el camino. El escritor dará la espalda a Dios y se abrazará a la religión de la dicha. "Todo mi reino es de este mundo", dirá. "He deseado ser dichoso como si no tuviera otra cosa que hacer".

Pero Camus sufre en sus carnes el golpe inesperado de la enfermedad grave. Dos brotes de tuberculosis truncan su carrera universitaria, oscurecen el horizonte azul de un joven que reconoce su pasión hedonista por el sol, el mar y los placeres naturales. El absurdo se instala en una vida que sólo quería cantar. Es entonces cuando hace decir a Calígula esa verdad tan sencilla, tan profunda y tan dura: "los hombres mueren y no son felices".

Para Camus, la felicidad será la asignatura siempre pendiente en el currículum de la humanidad. Una vida abocada a la muerte convierte la existencia humana en un sinsentido, y hace de cada hombre un absurdo. Contra ese destino escribirá El mito de Sísifo, donde su solución voluntarista se resume en una línea: "es preciso imaginarse a Sísifo dichoso". Y la dicha de su Sísifo, que bien puede ser Mersault, el protagonista de El extranjero, es la autosugestión de creerse dichoso. La víspera de su ejecución, después de rechazar al capellán de la prisión porque "ninguna de sus certezas valía un cabello de mujer", se queda dormido. Después se despierta "con estrellas en el rostro”.

Como si esta gran cólera me hubiera purgado del mal, vaciado de esperanza, ante esa noche cargada de signos y de estrellas, me abrí a la tierna indiferencia del mundo. Al experimentarlo tan parecido a mí, tan fraternal en fin, sentí que había sido dichoso, y que lo era todavía.

Después de El extranjero, la novela La peste es un nuevo intento de hacer posible la vida dichosa en un mundo sumergido en el caos y abocado a la muerte. Es la crónica de una terrible epidemia que se abate sobre Orán, pero la ciudad simboliza a Francia bajo la ocupación de la Alemania nazi. Más que una novela, La peste es una reflexión sobre las diversas caras del mal, y la radiografía de la generación que ha vivido la Segunda Guerra Mundial, bajo la inmensa ola de dolor que sumergió al mundo a partir de 1939. En sus páginas finales leemos que las guerras, las enfermedades, el sufrimiento de los inocentes, la maldad del hombre hacia el hombre..., sólo conocen treguas inciertas, tras las cuales reanudarán su ciclo de pesadilla. Éstas son sus palabras:

Escuchando los gritos de alegría que subían de la ciudad, Rieux recordaba que esta alegría estaba siempre amenazada. Porque sabía lo que esta multitud alegre ignoraba, aunque puede leerse en los libros: que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, que puede permanecer durante decenas de años dormido en los muebles y en la ropa, que espera pacientemente en las habitaciones, en los sótanos, en los baúles, en los pañuelos y en los papeles, y que quizá llegaría un día en que, para desgracia y enseñanza de los hombres, la peste despertaría otra vez a sus ratas y las enviaría a morir en una ciudad dichosa.

El reto que Camus asumirá en La peste es encontrar sentido a una vida que sólo tiene la muerte como telón de fondo. Ese sentido va a ser la solidaridad y la honradez que llevan a varios de sus personajes a quedarse libremente en Orán, a no dar la espalda a los infectados y a unir sus esfuerzos contra la epidemia. Una solidaridad y una honradez sin raíces religiosas. El doctor Rieux, como Iván Karamazov, rechaza una creación en que los inocentes son torturados. En La peste, el cielo sigue sin responder a Camus, y el novelista no parece dispuesto a dar facilidades: "Yo no parto del principio de que la verdad cristiana sea ilusoria. Nunca he entrado en ella, eso es todo". Aquí, sin duda, Pascal hubiera insinuado a su compatriota que, para quien no quiere abrir los ojos, toda la luz del sol es poca. Pero Camus se reafirma en su naturalismo sin Dios:

Bajo el sol de la mañana, una gran dicha se balancea en el espacio. Bien pobres son los que tienen necesidad de mitos.

Camus llama mitos a las ideologías que han engañado al hombre moderno en nombre de conceptos como raza, partido o Estado. Tarrou, uno de los personajes de La peste, se entera un día de que, en el partido al que se ha afiliado, se miente, se encarcela y se fusila en nombre de un ideal futuro. Un día asiste a una ejecución por fusilamiento: el horror del espectáculo le obsesiona, del mismo modo que obsesionó a Dostoiewski. Tarrou abandona entonces el partido comunista, que para Camus representa a todos los partidos que, en nombre de una ideología, encarcelan y matan.

No necesitamos ideologías. Necesitamos amigos. El escritor pondrá, como ejemplo de amistad verdadera, la de un hombre cuyo amigo había sido encarcelado y todas las noches se acostaba en el suelo de su habitación para no gozar de una comodidad arrebatada a aquel a quien amaba. Añadía el novelista que la gran cuestión para los hombres que sufrimos es la misma: ¿quién se acostará en el suelo por nosotros? Para un espectador neutral, que conozca el cristianismo, esta pregunta recibe la respuesta más completa en la muerte de Cristo y en el ejemplo de su vida. Él es el buen samaritano que nos advierte contra la indiferencia ante el dolor ajeno, que nos anima a pararnos junto al que sufre y no pasar de largo. Así se puede entender que parte del sentido del sufrimiento quizá consista en ser despertador de un amor compasivo y desinteresado hacia el prójimo sufriente. Estos sentimientos -que encontramos en La peste sin referencia religiosa- se reafirman al escuchar el agradecimiento de Cristo porque "estuve enfermo y en la cárcel y vinisteis a verme". La reflexión sobre estas breves palabras determinó la conversión de un célebre penalista italiano, Francesco Carnelutti. De forma implícita, su testimonio es la respuesta adecuada a la gran pregunta de Camus:

Ante mis ojos pasaron asesinos, violadores, parricidas, ladrones, y toda esa humanidad desconcertante, reducida con frecuencia a la condición animal. Y vi que el Dios de los cristianos se identificaba con ellos, sin excepciones ni exclusiones. No se identificaba sólo con la aristocracia de los presos políticos, o con los condenados injustamente, sino con el delincuente común. Entonces comprendí que ninguna fantasía religiosa podía haber inventado un Dios así. Solo el propio Creador de esa humanidad oscura y desesperada podía haberse identificado con ella.

* * * *


* El texto de Albert Camus se encuentra en “Dios y los náufragos”, Belacqva.

* El texto de Dostoievski se encuentra en “Tal vez soñar”, Ariel, y en “10 ateos cambian de autobús”, Palabra.


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Necesitar a Dios y no verle claramente: un misterio y un suplicio. En el alma de Dostoievski luchan a muerte la fe y la incredulidad, y las diversas posibilidades entre ambos polos están encarnadas por sus criaturas.

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