El rostro humano y la deshumanización del arte
Foruniver de Verano 2021
ANDRÉS JIMÉNEZ ABAD
1. Introducción
El ser humano, impactado por el esplendor de lo real, es capaz de mostrar su experiencia haciéndola atravesar el filtro de su interioridad. Si bien todos estamos abiertos de un modo u otro a la belleza y procuramos incorporarla a nuestro vivir, esa es la precisa vocación a la que es llamado el artista.
El arte expresa y transmite sentimientos muy diversos. Se vale para ello de variados medios de expresión y se comunica mediante lenguajes que actúan a través de los sentidos: las palabras en la literatura, los sonidos en la música, las superficies coloreadas en la pintura, la plasticidad de diversos materiales…
No obstante, a pesar de la diversidad de sus medios de expresión, y de su trayectoria, existe entre las artes una cierta analogía, que nos permite hablar “del arte” en general y concebirlo como una forma universal de expresión y comunicación.
En el pensamiento helénico y medieval, abierto a la metafísica, se consideraba que la belleza del ámbito natural conducía de modo más inmediato que el artificio humano a la riqueza del ser y a su misterio. Por eso se decía, con Aristóteles, que el arte imitaba la naturaleza, no solo por la emulación de las formas sensibles, sino por su fecundidad. La realidad misma, se pensaba, había sido configurada por un pensamiento divino y llevaba consigo la huella de la armonía y la fecundidad creadora de Dios.
En ese marco cultural, la percepción de la belleza y la expresión artística, al captar la perfección y armonía de la realidad, implicaban también la contemplación del bien y la verdad a través del espíritu del artista. Aparecía resplandeciente la perfección de la realidad en su armonía y claridad. La belleza de todas las cosas era fruto de su fuerza ontológica, de su perfección fundada en el ser mismo de las cosas, a la vez que este reposaba en la plenitud del Creador. El artista aparecía así como un partícipe privilegiado de la actividad creadora de Dios. Y el arte contribuía así al desarrollo y el cultivo de lo humano, se convertía en “via pulchritudinis”, en espejo visible de la Plenitud invisible de Dios.
Pero en un momento dado, como si hubiera obedecido de nuevo a las palabras de la serpiente, el arte dejó de ser constructivo y comenzó a negar todo lo que él mismo había fabricado, todas las ideas de las que él mismo fue inspirador y vehículo, y -en palabras de María Zambrano- el hombre que paseaba su rostro a la luz de la inteligencia y del sentido, empezó a sentirse desamparado como mucho tiempo atrás, abandonado a la irracionalidad, al primitivismo.
El arte, en los últimos dos siglos, se ha alejado de su vocación a la belleza. Somos testigos, añadía la pensadora malagueña, de una «noche obscura de lo humano» que hace volver al hombre al caos del que surgió y que el arte reflejará de dos maneras: el enmascaramiento del rostro humano y el hermetismo de la naturaleza, una opacidad que impide que podamos reconocer un sentido último, un mensaje de belleza, un sello creador originario en el escenario del mundo.
Es frecuente preguntarse hoy si tal o cual ocurrencia, a veces altamente cotizada, es o no es arte. Yendo al fondo del asunto, el filósofo francés Alain Finkielkraut afirma que “cuando Dios es apartado del sitio desde el que había dirigido el universo y nacen los tiempos modernos, se separan los distintos sectores de la actividad humana y se ven progresivamente conducidos a buscar en sí mismos su propia legitimidad: la economía, la política, el pensamiento y el arte se desarrollan cada uno por sí mismos, sin referentes”. Dicho de otro modo: en el marco de la mentalidad nihilista dominante, el arte no escapa a la crisis de sentido que atraviesa el momento actual.
2. El arte y la belleza
Si retomamos el asunto por el principio, observamos que uno de los términos que aplicamos a la belleza en las artes es el de “hermosura”. “Hermoso” deriva del termino “forma”, y con la forma se alude al lenguaje artístico, a lo que captan nuestros sentidos, a la expresión en la que cristaliza y se hace patente la vivencia emocional que inspiró al artista. Esta vivencia vendría a ser el “contenido” de la obra de arte. Forma y contenido son ambos indispensables.
La forma, el lenguaje artístico, propiamente hablando, es lo específico del arte. Las líneas, los planos, la luz y el color, las tonalidades, los espacios, los ritmos y las melodías… Todas esas formas no son meros instrumentos o símbolos de lo que el artista quiere expresar: son la expresión misma. Y así, el mérito más genuino de una obra de arte radica en que expresa unos sentimientos y comunica unas vivencias utilizando sabiamente medios adecuados.
El contenido no es propiamente el tema o asunto representado, sino la emoción, la vivencia que el artista intenta transmitir a propósito de ese asunto. Como afirma nuestra admirada pintora de la luz, sor Isabel Guerra: “Yo no pinto la luz que veo, sino la que siento”.
Pongamos algunos ejemplos tomados precisamente de la pintura. El contenido de un cuadro no es el objeto que sirve de modelo ni el hecho narrado (un cesto de frutas, una batalla, un mito, un personaje, un rincón…) sino la expresión hecha de color e imagen que el pintor plasma en el lienzo:
En el cuadro el buey desollado de Rembrandt, el contenido no es el buey de carne y hueso que sirvió de modelo, sino el buey pintado que se contempla en el cuadro, su cromatismo, su textura, el contraste luminoso, su contenido son las sugerencias emocionales que al verlo despierta en el contemplador.
No son los cacharros del bodegón de Zurbarán los que admiramos, sino los dibujados por el artista en el bodegón.
No son los lugares en los que Van Gogh plantó su caballete los que nos asombran, sino la fuerza expresiva y la vitalidad que irradian los cuadros en los que nos traslada su intuición emocionada.
El paisaje de Toledo que pintó El Greco era un paisaje bellísimo; pero lo que nos estremece no es el paisaje, sino el cuadro.
Sin embargo, lo que da sentido a lo que el artista siente es aquello que en la realidad lo suscita. La realidad y el espíritu humano van de la mano. La realidad es el nutriente del espíritu y este la coronación expresiva de lo real. Si el espíritu humano pierde el referente de lo real, de lo humano como tal -o, si se quiere, de la inspiración divina que fundamenta y hace resplandecer lo creado-, lo que queda es el sinsentido, la fragmentación, el caos. Si todo puede ser arte, no es seguramente porque nuestro vivir haya adquirido una dimensión artística, sino porque el arte ha abandonado más bien toda exigencia, porque se ha quedado sin referencias de sentido; y entonces resulta mera experimentación sin hipótesis y sin proyecto, desnuda espontaneidad. La forma acaba por no decir nada, o viene a decir cualquier cosa -lo que a cada cual le parezca y porque sí-, que viene a ser lo mismo.
3. El giro hacia el subjetivismo en el arte
La Modernidad, como ya hemos dicho, surgió con la idea suprema de autonomía en todos los órdenes de lo humano; también en el arte, que, paulatinamente, se iría alejando de la realidad como referente para convertirse sobre todo en libre expresión del artista.
A partir del siglo XVIII, tras un proceso filosófico y cultural -Lutero, Descartes, los empiristas ingleses…- que privilegia al sujeto sobre los objetos y sobre la realidad, pasa a valorarse más la percepción de la belleza que la belleza misma: empieza a pensarse que las cosas y las obras de arte son bellas porque nos agradan, y no al revés, no es que nos agraden por ser bellas. El deleite que la belleza suscita no es entendido como un eco del misterio y de la grandeza de lo real -huella en último término de la Belleza del Creador-, sino como el eco de la grandeza y de la libertad del sujeto humano, que se muestran en la subjetividad del genio. La belleza será una creación del genio humano, del genio del artista.
Lo objetivo y lo subjetivo, en lugar de complementarse y realzarse mutuamente, se escinden y se contraponen entre sí de manera violenta.
Hallamos así un nuevo modo de mirar la realidad, no como esta “es”, sino como el artista la percibe subjetivamente. La preocupación del arte no estribará en ser la voz de aquello que destilan las cosas, que configura su naturaleza y que a la vez las trasciende, sino en ser la voz y la obra creadora del artista, del hombre “superior”, tocado por el genio.
Y, puesto que ya no existe un fundamento para la belleza en el ser de las cosas, se desconectará también de la verdad y del bien, de la verdad que la inteligencia descubre y del bien que orienta nuestra voluntad. Y lo que es aún más desconcertante, el arte se desconectará de la belleza misma. La libertad del sujeto humano se convertirá en la medida de todas las cosas. Lo importante no es lo que la realidad suscita en la mirada del artista, sino lo que al artista se le ocurre sin más.
Para que la forma sea arte, decíamos, necesita un contenido: no puede haber expresión si no se expresa nada. La forma es forma porque da forma a un contenido. Sin contenido, la forma deriva en formalismo vacío, en mero capricho y ocurrencia sin sentido. Para algunos, algo de esto parece estarle ocurriendo al arte de nuestros días.
Ya a finales del s. XIX los expresionistas defenderán un arte más personal e intuitivo, donde predomina la visión interior del artista —la «expresión»— frente a la plasmación de la realidad —la «impresión»—.
En el siglo XX, adoptando un acento subversivo, la libertad creativa se hará reivindicación y ruptura hacia toda norma. Y así, la historia reciente del arte se podría interpretar sin demasiada dificultad como una evolución del “artista imitador” de la naturaleza al “artista dios” que, liberado de la imitación, se convierte en creador absoluto. La libertad subjetiva del creador artista decide lo que es arte. “Todo lo que escupe un artista es arte”, ha escrito Kurt Schwitters, en frase que ha sentado cátedra.
Los rostros extraños y deformados que aparecen en el arte contemporáneo pueden ser vistos, de acuerdo con esto, como máscaras, maneras de ocultar un rostro, trazos de una desaparición: la del hombre mismo. Así lo vieron entre nosotros, Ortega y Gasset y María Zambrano, por ejemplo.
Escribe esta última, por ejemplo, que lo humano se esconde tras las máscaras y el mundo vuelve a estar deshabitado. Ello ha supuesto dejar al arte sin referentes, sin relato, sin dirección, sin palabras ni ideas establecidas, verse frente a una realidad sin categorías, reducida a lo elemental, al caos. La destrucción de las formas y la huida de lo figurativo en el arte, que tenía como referencia lo que hallamos en la realidad, refleja una desintegración del mundo como escenario humano.
No se trata de mero cansancio frente a estilos que van quedando en desuso y acaban aburriendo, ni que el arte deforme los objetos por un capricho estético, cayendo en el feísmo por simple extravagancia. Con el arte moderno revive lo informe y lo amorfo del primitivismo anterior a la aparición del pensamiento y la racionalidad, que distinguen lo humano.
Pensemos en un ejemplo muy elocuente, el cuadro “El grito” de Edvard Munch, pintado en 1893. Sin duda, la obra obedece a una vivencia personalísima de su autor. Así, escribe Munch en su diario: “Paseaba por un sendero con dos amigos; el sol se puso. De repente, el cielo se tiñó de rojo sangre, me detuve y me apoyé en una valla muerto de cansancio: sangre y lenguas de fuego acechaban sobre el azul oscuro del fiordo y de la ciudad. Mis amigos continuaron y yo me quedé quieto, temblando de ansiedad. Sentí un grito infinito que atravesaba la naturaleza.”
Lo llamativo del caso es que la crisis personal del autor, marcada por tristes acontecimientos personales y familiares, ha pasado a convertirse en el espejo de una crisis cultural generalizada. El caso es que El grito se ha convertido en icono profético y en denuncia de la desesperación humana, en espejo del nihilismo que se ha ido extendiendo en el mundo desde principios del siglo XIX.
El arte, también con esa deformación, refleja y contribuye a la vez a crear una imagen del mundo, un mundo en este caso deformado y escindido, una imagen llena de crítica, de violencia y de pesadillas.
Nicolás Berdiaeff, entre otros, ha destacado que lo que en el Renacimiento se inició como un proyecto de exaltación de lo humano cada vez más al margen de Dios, acabó siendo un descalabro metafísico y existencial: “El Renacimiento, escribe, exaltó la imagen del hombre, su rostro clarividente, su torso musculoso, pero las corrientes estéticas a partir del siglo XX -reflejo del devenir de un humanismo pretendidamente autosuficiente sin referencias- han sometido la forma humana a un profundo quebranto, la han descompuesto en fragmentos”…, en muecas de máscara -añadimos-, en grito de desesperación.
Ciñámonos un ejemplo concreto: El enano Sebastián de Morras, de Velázquez. Un enano en la corte estaba al servicio del Rey como bufón. Su trabajo era propiciar con dichos y acciones la risa de los cortesanos. Entretener al personal. Velázquez sabe mostrar en este cuadro la dignidad sublime de todo ser humano, de todos, incluso la de quienes tienen un cuerpo depreciado.
Contrastémoslo, por ejemplo, con la escultura del David, de Miguel Ángel. En el mármol está esculpido el modelo perfecto de varón que va a enfrentarse al gigante Goliat. Bello en sus proporciones y emblemático por encarnar en un cuerpo perfecto la capacidad de acción, sus manos robustas están preparadas para vencer al gigante Goliat y sus piernas para la agilidad y la acción. El enano Sebastián, en vez de manos poderosas muestra sus manitas frágiles recogidas como si fueran muñones y unos piececitos que por las justas pueden sostenerlo de pie. En nuestra sociedad es tomado como un ser inferior, útil solo como “hazmerreir”.
Pero Velázquez nos lo presenta con inmenso respeto. Lo viste como caballero y destaca en su rostro unos ojos profundos que expresan su dignidad de persona, de imagen de Dios. No es algo, es alguien. La melancolía de su mirada nos habla de nostalgia y vocación de plenitud.
Para valorar la mirada cristiana de Velázquez es buen procedimiento comparar su óleo con el grabado que Goya hizo sobre el mismo motivo del enano Sebastián. El Goya ilustrado cree que solo vale la pena vivir para gozar y triunfar. Pero está de vuelta de todo y rebosa amargura. La mirada del grabado está cargada de crispación e ira: “Más valiera no haber nacido.”
Pero aún queda un escalón más bajo. Dalí lo transforma en ocasión para el hazmerreír, esta vez sin rodeos ni melindres. Los dorados y blancos de antorchados y adornos se transforman en huevos fritos de mofa. Seguro que se trata de un puro juego formal, pictórico. Pero ante el cuadro uno siente un escalofrío de indignación.
He aquí, ante la mirada del artista, el rostro humano. En cada una de las representaciones se deja ver la mirada del pintor y sus valores, su manera de entender el mundo y al ser humano.
Por eso solemos afirmar que El enano Sebastián de Morras de Velázquez es tanto o más católico que su famoso Cristo crucificado, por haber sabido ver la dignidad humana en un ser que hoy llamaríamos descartado.
4. También la Literatura, la poesía, la música.
La desorientación del arte cuando se ha perdido como referencia la realidad y su fundamento, el de ser regalo del Creador, se deja sentir también en la literatura y en particular en la poesía.
Traemos aquí dos ejemplos de entre nuestros poetas: Antonio Machado y Vicente Huidobro. Machado entendía la poesía como el espejo del alma del poeta.
En su poema “Oh, dime, noche amiga”, pregunta a la noche. La noche -“amada mentirosa”- no es luz sino penumbra. El poeta no respira la luz encendida y abierta del sol. La duda, la oscuridad, el dolor conducen su mirada hacia el interior. La tristeza se ha hecho presente en su alma y vierte su dolor y su angustia en las palabras. Es de noche. Pero en la noche el poeta se atreve a preguntar: “¿quién soy?” Buscador de Dios entre la niebla, se siente como un fantasma y una sombra. Perdido en sus sueños, vagando, desconocido para sí mismo. Al mirarse en el espejo del silencio y la palabra no se reconoce a sí mismo.
María Zambrano, como ya dijimos, caracterizaba el escenario del arte contemporáneo como una “noche oscura de lo humano”. Ella se refería a que con “la destrucción de las formas” se retorna al hermetismo de la naturaleza, y sobre todo a que con la desaparición del rostro humano a favor de las máscaras y de la mueca, la oscuridad primera comienza otra vez a formar parte de la vida. Y así, dice, el hombre volverá a sentirse solo como pura materia, alejado de todo sentido y singularidad, sin identidad, como perdido -así lo confirma Machado- en un “borroso laberinto de espejos”.
Del camino
¡Oh, dime, noche amiga, amada vieja,
que me traes el retablo de mis sueños
siempre desierto y desolado, y solo
con mi fantasma dentro,
mi pobre sombra triste
sobre la estepa y bajo el sol de fuego
o soñando amarguras
en las voces de todos los misterios,
dime, si sabes, vieja amada, dime
si son mías las lágrimas que vierto!
Me respondió la noche:
Jamás me revelaste tu secreto.
Yo nunca supe, amado,
si eras tú ese fantasma de tu sueño,
ni averigüé si era su voz la tuya,
o era la voz de un histrión grotesco.
Dije a la noche: Amada mentirosa,
tú sabes mi secreto;
tú has visto la honda gruta
donde fabrica su cristal mi sueño,
y sabes que mis lágrimas son mías,
y sabes mi dolor, mi dolor viejo.
¡Oh! Yo no sé, dijo la noche, amado,
yo no sé tu secreto,
aunque he visto vagar ese que dices
desolado fantasma por tu sueño.
Yo me asomo a las almas cuando lloran
y escucho su hondo rezo,
humilde y solitario,
ese que llamas salmo verdadero;
pero en las hondas bóvedas del alma
no sé si el llanto es una voz o un eco.
Para escuchar tu queja de tus labios
yo te busqué en tu sueño,
y allí te vi vagando en un borroso
laberinto de espejos.
Vayamos ahora con Huidobro. Era el año 1919. Estaba reciente aún el fin de la Primera Guerra Mundial y se estaba asentando en Rusia el comunismo. Los horrores recientes, expresión de la deshumanización y de la crueldad endémica de todo el siglo XX, no impidieron que el Occidente, incluida Europa, bailara el charlestón, ni que las damiselas con sus elegantes pamelas decorasen como en un anuncio publicitario el vacío espiritual de una sociedad que, en lugar de pararse y realizar un examen de conciencia para buscar las causas de lo sucedido, huía hacia delante, como suele aconsejar el vértigo…
El mundo se estaba quedando sin alma, absolutamente desorientado en cuanto a su humanidad.
“Altazor” es el título de un extenso poema del chileno Vicente Huidobro, ligado a las vanguardias literarias y al comunismo de principios del XX. Es un magnífico ejemplo del nihilismo que sigue a la lógica del humanismo ateo, junto con múltiples y llamativas manifestaciones del arte y del pensamiento contemporáneo que, como venimos diciendo, concluyen en el absurdo y el vacío existencial.
El azor -Altazor- es el símbolo del alma humana, del hombre que aspira a lo alto. En el prólogo se dan algunas claves, empezando por la reducción de Dios a un nombre vacío: “Entonces oí hablar al Creador, sin nombre, que es un simple hueco en el vacío, hermoso como un ombligo”, irreverente en extremo. El canto I, el más extenso es un poema filosófico, en que el hombre pierde su razón de ser. Nada de lo que había enseñado la cultura occidental queda en pie. Como en un cataclismo se van derrumbando todas sus pretensiones. La construcción de un mundo feliz se ha venido abajo. Es sordo quien no oye el clamor. Es ciego quien no ve los escombros. Y sin embargo erre que erre seguimos en los mismos errores como si estos fueran la única senda del hombre. ¿Hasta cuándo? Se percibe tal vez una nostalgia inconmensurable del reino de las bienaventuranzas.
“Se rompió el diamante de tus sueños
en un mar de estupor
Estás perdido Altazor
Solo en medio del universo
Solo como una nota que florece en las alturas del vacío
No hay bien no hay mal ni verdad ni orden ni belleza
¿En dónde estás Altazor?”
El canto VII es una larga jitanjáfora. La jitanjáfora es una composición poética con sólo los sonidos del lenguaje, sin contenido ni significación. Fue cultivada por algunos artistas de vanguardia, especialmente por los dadaístas.
En cierto modo es como una broma de humor negro. Huidobro la incluye como muestra del sinsentido en el que todo, al fin, concluye. Su uso, aquí, se explica, pues ¿qué ocurriría si todo el universo incluido el hombre hubiera perdido el “logos”, la razón como clave de la existencia? Probablemente nuestros vocablos se reducirían a un grito amargo, algo parecido a “El grito” de Munch en pintura. El canto VII del Altazor de Vicente Huidobro no es juego sonoro, es un grito final, es el grito del hombre al terminar de cruzar el puente de la vida, porque todo aparece como un trabalenguas absurdo.
Así comienza el largo y amargo lamento:
“Ai aia aia / ia ia ia aia ui / Tralalí / Lali lalá / Aruaru / urulario / Lalilá / Rimbibolam lam lam / Uiaya zollonario / lalilá / Monlutrella monluztrella / lalolú / Montresol y mandotrina / Ai ai”.
Tomemos ahora un ejemplo -entre muchos- de la música, en el que se deja sentir que lo humano se ha ido desdibujando en el curso de los dos últimos siglos en toda las expresiones del arte.
Una de las más entrañables obras de Mozart es seguramente la ópera cómica El rapto del serrallo, en la que cuenta el triunfo del amor fiel entre los prometidos Constanza y Belmonte, a pesar de haber sido aquélla recluida en el harén del pachá Selim.
El año 2004 fue representada por la Ópera Cómica de Berlín, bajo la dirección de Calixto Beitio. En la turbulenta puesta en escena de Beitio, las palabras y la música hablaban de amor y compasión, pero el mensaje quedaba brutalmente ahogado por chillonas escenas de tortura, asesinato y crudo sexo narcisista que ensuciaban el escenario. El arte, aquí también, no sólo se separa de la belleza sino que ha intentado estrangularla.
* * * *
Tras la aparición del impresionismo a finales del XIX y del inicial expresionismo a principios del XX, el arte se expande y diversifica en muy numerosas corrientes y movimientos: post impresionismo, fauvismo, cubismo, dadaísmo, futurismo, surrealismo, abstraccionismo…. Simplificando un poco tal vez, podemos hablar del surgimiento de las llamadas “vanguardias artísticas”, caracterizadas por un afán rupturista y provocador frente al arte anterior, figurativo, imitador de la naturaleza, pero también con un componente explícito de lectura social y cultural, de libertarismo y revolución.
Ante la impresión de que el arte se había fosilizado, y ante la aparición de la Fotografía para dar cuenta fiel de una realidad que es tal cual es, pero nada más…, se tratará de provocar la crisis de las certezas de los espectadores, eliminando y superando toda distinción entre arte y no arte, arte y vida, artista y espectador, bello y no bello…
5. Algunos ejemplos destacados del arte contemporáneo
Veamos con algo más de detenimiento algunos ejemplos representativos. El primero es Pablo Picasso.
El cuadro La señoritas de la calle Avinyo (1908) es la referencia clave para hablar de cubismo, movimiento artístico del cual el artista español es el creador y máximo exponente.
Imprime un nuevo punto de partida donde Picasso elimina todo lo sublime de la tradición rompiendo con las referencias a la tradición, con el realismo: los cánones de profundidad espacial y el ideal existente hasta entonces del cuerpo femenino, reducida toda la obra a un conjunto de planos angulares sin fondo ni perspectiva espacial, en el que las formas están marcadas por líneas claro-oscuras.
Dos de los rostros, los de aspecto más cubista de los cinco, que asemejan máscaras, se deben a la influencia del arte africano, cuyas manifestaciones culturales comenzaron a ser conocidas en Europa por aquellas fechas.
En las siguientes obras, las carnaciones se vuelven ocres y marrones, y Picasso se enfrenta a la vez con muchos experimentos de ruptura en sus cuadros: el abandono de la perspectiva; la conquista del espacio, fragmentando los planos mediante tonos planos con contornos gruesos y definidos; la búsqueda del relieve, mediante exagerados contornos azules en un fondo marrón y sombreados espesos.
Las señoritas de Aviñón es el punto de partida con el que, en 1908, Picasso y G. Braque acabaron formulando el cubismo, punto de inflexión radical en la historia del arte que inspiró al resto de vanguardias artísticas el abandono del “ilusionismo pictórico”, rechazando la descripción naturalista en beneficio de composiciones de formas abstraídas de la percepción convencional, jugando con la tridimensionalidad y la estructura de las superficies. Estamos ante una nueva pintura, construida a partir de las cenizas de l Modernidad, átomos de una creatividad libre.
Segundo ejemplo: Jackson Pollock (1912-1956), artista estadounidense considerado como la figura por excelencia del Expresionismo abstracto, que alcanzó reconocimiento por su estilo de chorrear pintura o dripping. Dejó la representación figurativa y desafió la tradición occidental de utilizar caballete y pinceles. Pintaba sobre el suelo, en cualquier dirección y sin propósito previo.
“Cuando estoy “dentro” de mi pintura, afirma Pollock, no soy consciente de lo que estoy haciendo. Tan solo después de un periodo de “aclimatación” me doy cuenta de lo que ha pasado. No tengo miedo a hacer cambios, destruir la imagen, etc., porque la pintura tiene vida propia. Intento dejarla salir… Miren pasivamente y traten de recibir lo que la pintura les ofrece y no traigan temas ni ideas preconcebidas de lo que deberían estar buscando."
Se trata de ver la pintura por lo que es, pintura pura, sin significado ni mensaje simbolizado o representado. El objetivo de sus pinturas es inducir al espectador a la reflexión… además de servir como canal de terapia para el propio artista.
El dadaísta Marcel Duchamp (1887-1968), se erigirá como hito significativo dentro de este proceso. Se le considera incluso el artista más influyente del siglo XX. Fue el precursor de la devaluación generalizada del objeto estético, del vaciamiento estético del arte.
El momento estelar del giro que se provocará en la estética contemporánea lo protagonizará un urinario. Sí, un urinario de porcelana. Duchamp lo tituló provocativamente “Fuente” (Fontaine), lo presentó en 1917 a la Sociedad de Artistas Independientes de Nueva York para que fuese incluido en su exposición anual. Las bases de la muestra establecían que todas las obras serían aceptadas, pero al poco tiempo la Fuente fue rechazada y retirada.
Sin embargo la provocación surtió efecto. Con ella se inició una auténtica revolución en el mundo del arte introduciendo el llamado vanguardismo y mostrando que cualquier objeto mundano podía considerarse una obra de arte con tal de que el artista lo quitara de su contexto original (en este caso, un baño) y lo situara en un nuevo contexto -una galería o un museo- y la declarara como tal. Creó así la primera obra de “arte conceptual” -en el que el mensaje o la “idea” es más importante que la obra artística misma en cuanto objeto físico- y abrió las puertas a las “invasiones bárbaras” que establecieron que cualquier cosa en un museo -¿y por qué no fuera de un museo, por qué no en un vertedero, en un garaje o un Parlamento, en plena calle o en cualquier otra parte?- es arte.
Hemos hablado de “dadaísmo”. Dadá, se dijo, es destrucción. Una destrucción creativa si se quiere, pero destrucción. Dadá es anti-todo. Anti-arte, anti-literatura, anti-dadá incluso… Es el caos, el azar… tirando hacia lo gamberro, hacia lo escandaloso. Nada hacía más feliz a un dadaísta que “escandalizar al burgués”. El Manifiesto Dadá (1918), recogía unas palabras de Tristán Tzara: “Los que están con nosotros conservan su libertad. No reconocemos ninguna teoría… El único sistema todavía aceptable es el de no tener sistemas: Libertad: Dadá, Dadá, Dadá. Aullido de colores encrespados, encuentro de todos los contrarios y de todas las contradicciones, de todo motivo grotesco, de toda incoherencia: la vida.”
Duchamp, anticonvencionalista refinado e irreverente, pensaba que la pintura estaba muerta, pudriéndose en los museos/mausoleos, y “descubrió la belleza” (o al menos una sorprendente fuente de sugerencias) en lo coyuntural, lo fugaz y lo superficial. Pintando bigotes a la Gioconda pensó que estaba mejorando al original. O así lo dio a pensar. Y muchos le creyeron.
A través de los readymades, objetos de uso común, muchas veces modificados, presentados como obras de arte, pone en tela de juicio la identidad del producto artístico y su distinción respecto a los objetos de la vida corriente: billetes de tren, artículos de periódico, fragmentos de fotografías, botellas, sombreros, ruedas de bicicleta, planchas, urinarios...
El arte de Andy Warhol (1928-1987), prolongando esta deriva, conocerá un éxito absoluto con el Pop Art, que -reaccionando contra el expresionismo abstracto, al que considera elitista y rebuscado- utiliza imágenes conocidas pero les da un sentido diferente. Ya no habrá diferencia entre La Gioconda, Marilyn Monroe y una botella de Coca-Cola o una lata de conservas Campbell, porque el artista convierte en arte cualquier objeto sólo con firmarlo: “Yo firmo todo, billetes de banco, tickets de metro, incluso un niño nacido en Nueva York. Escribo encima “Andy Warhol“ para que se convierta en una obra de arte.”
Jean Michel Basquiat (1960-1988) con 22 años era ya una estrella del arte. Poco antes pintaba grafitis en los muros del Soho y mendigaba en el Low Manhattan, pero ahora las galerías de medio mundo se lo rifaban. Era el «niño radiante» que todos comparaban con Rimbaud.
Cuando empezó a ganar pasta de verdad, Basquiat comenzó a pintar vestido de Armani y salía a la calle con las salpicaduras de pintura. Fue en esa época cuando realizó “Notario” (1983), esta pintura dividida en tres paneles que está llena de todo tipo de elementos simbólicos trabajando en varios niveles de significado: simbolismo popular de los Estados Unidos, argot de la calle, referencias a la historia y la mitología, juegos de palabras… Un pastiche de su cultura, que el artista veía como un lavado de cerebro hecho por instituciones.
Como suele suceder con Basquiat, el texto y los elementos figurativos se mezclan y conviven complementándose. Vemos también su característico símbolo del copyright, que no sabemos muy bien si usa como crítica, autocrítica o coherencia. De hecho sus oras son en la actualidad de las más cotizadas en las subastas de arte en todo el mundo.
Con su inconfundible estilo, el «niño radiante» crea una obra con perfecto sentido del ritmo con frenéticos patrones, en principio aleatorios e intuitivos. Se percibe en este tipo de obras de su etapa de mayor éxito, un palpable sentimiento de rebelión, casi agresión pictórica. Esto se amplifica con las expresivas pinceladas que llegan a ser arañazos, frotamientos, borrones, tachaduras… Parece una obra fruto de una furia espontánea, pero al mismo tiempo algo perfectamente calculado y sereno.
En 1985, Warhol y Basquiat realizaron juntos una exposición de sus 16 mejores pinturas: Warhol & Basquiat: Paintings. Esta exhibición no contó con muy buena acogida, motivo por el cual se produjo un distanciamiento entre los dos artistas. Tras la inesperada muerte de Warhol en 1987, Basquiat entró en una profunda depresión por no haber arreglado los malentendidos con su amigo. Esto fue determinante para su depresión y su adicción a la heroína. Un año más tarde de la muerte de Warhol, Basquiat fallecía por sobredosis a los 27 años.
Banksy es uno de esos ejemplos de anonimato para preservar lo subversivo, lo combativo, incluso lo ilegal del arte. Pintar en la calle en principio va contra la ley, así como colocar tu obra clandestinamente en museos como el MoMA o la Tate.
No se sabe a ciencia cierta quién es. Puede ser un artista o un colectivo. Los rumores y leyendas urbanas sobre su identidad son utilizadas por el propio artista. Se cree que es británico porque el grueso de su primera obra se encuentra en las calles de Londres, pero hay trabajos de Banksy a lo largo y ancho de todo el mundo, desde el muro de Cisjordania a Chiapas, Mexico.
Influenciado por Blak Le Rat, diversas corrientes situacionistas y la cultura Pop en general, su trabajo es siempre una crítica política, social y cultural a Occidente. Ya sea con spray, estarcidos con plantillas, o esculturas e instalaciones, Banksy siempre se muestra irónico en su trabajo, aunque peque de cierta vaguedad conceptual y poca profundidad política. Además, son muchos los que critican ciertas contradicciones como venderse al mercado que critica (Banksy se cotiza a precios millonarios) y dejar la calle por las casas de subastas, convirtiendo el Street Art en un producto más del capitalismo.
El artista pintó en enero de 2016 a Cossette, la niña de ‘Los miserables’ envuelta en gas lacrimógeno y llorando a consecuencia del mismo para denunciar lo que ocurre en un campo de refugiados cercano a Calais, la “Jungla”, donde la policía francesa intervino con gases lacrimógenos contra los refugiados. Lo hizo en plena calle, frente a la embajada francesa en Londres.
Los miserables del siglo XXI vendrían aquí a ser los refugiados. Tomando la imagen de la huérfana maltratada de la novela de Víctor Hugo, Banksy realizaba una crítica a Europa y a su doble moral. La pieza, que en apenas 48 horas atrajo a miles de curiosos, contaba además con un código QR que enlazaba con un vídeo en la página de YouTube en el que se ve cómo los refugiados en 'La jungla' de Calais fueron gaseados el pasado 5 de enero.
Las autoridades inglesas optaron por taparla un día después, pero la difusión ya se había hecho a través de internet.
El arte experimental de las últimas décadas busca otras vías para involucrar al espectador en la obra, pensada cada vez más no como una realidad acabada y aislada, sino más bien como un espacio abierto, como instalación o performance, en la que el propio espectador -en quien se busca provocar una reflexión, una sorpresa o una perplejidad- entra a formar parte activa y efectiva de la obra.
Algunos artistas utilizan un feísmo explícito para agredir la sensibilidad del público, al que consideran demasiado autocomplaciente y convencional y cuyo criterio estético desprecian.
El arte, aquí, no sólo se ha separado de la belleza sino que ha intentado estrangularla.
Épater le bourgeois se había convertido en grito de guerra de los poetas decadentes y simbolistas franceses de finales del siglo XIX, como Baudelaire y Rimbaud. En Las flores del mal de Charles Baudelaire tenemos un buen ejemplo de esta voluntad de «espantar al burgués» llevando a la obra de arte todo aquello que la sensibilidad convencional teme o condena: el crimen, la barbarie, la crueldad, lo anómalo, la deformidad, etc. Esta postura de ofender el "buen gusto" burgués, será una forma de liberación y crítica por parte de los citados movimientos estéticos de Vanguardia en particular por el dadaísmo y el surrealismo.
Persistirá hasta nuestros días de múltiples formas. Por ejemplo, adquirió una explicable notoriedad la discutible obra de Piero Manzoni, que mediante el citado épater le bourgeois denuncia la mercantilización capitalista del arte. Mayúscula ironía: en 1961, Manzoni puso sus propios excrementos en 90 latas de metal de 5 cm de alto y un diámetro de 6,5 cm y las etiquetó literalmente con las palabras «Mierda de Artista». Vendió cada lata al peso teniendo en cuenta la cotización de oro del día. Hoy podemos ver esas latas en instituciones tan prestigiosas como el Georges Pompidou de París, la TATE Gallery de Londres y el MOMA de Nueva York. En el año 2007 incluso se llegó a subastar un ejemplar en 124.000 €.
6. El arte, espejo de la cultura
A pesar de excesos posiblemente aberrantes, hay algo de verdad en todo esto. El arte moderno subraya la necesaria presencia y aportación del sujeto, también del sujeto-espectador, ya sea para captar o configurar un sentido (o un sinsentido) en la obra y en aquello a lo que esta alude.
Sin embargo, la pérdida de referencia respecto de la realidad, el alejamiento de la belleza constitutiva del ser de las cosas, lleva al paroxismo, a la trivialidad y a la falta de sentido.
Los grandes artistas del pasado no ignoraban que la vida humana está llena de caos y sufrimiento. Pero conocían el remedio de una belleza que conjura la tristeza y nos afirma en la alegría. Muchos artistas modernos creen, por el contrario, que la misión del arte es mostrar la fealdad del mundo sin intentar transformarla en belleza.
Algo, sin embargo, resulta interesante en todo esto: lo que el arte tiene de espejo de la mentalidad dominante. En la llamada posmodernidad, la dispersión y extravagancia que a menudo ostenta el arte en muchas de sus manifestaciones no es sino el síntoma manifiesto de una auténtica crisis generalizada de civilización.
Scruton lamenta que el relativismo de nuestro tiempo haya acentuado la indefinición del arte de forma grotesca. Ya no sabemos lo que es arte, y los propios artistas han renunciado a la belleza para embarcarse en la pura libertad creativa, a la ocurrencia o a las exigencias del mercado.
Pedro Salinas, con ironía y clarividencia escribe que "cuando no se tiene nada que decir, tampoco importa decirlo mal”.
En palabras de Scruton: “Creo que perder la belleza es peligroso, pues con ella perdemos el sentido de la vida. Y es que no estamos hablando de un capricho subjetivo, sino de una necesidad universal de los seres humanos. Sin ella, la vida es ciertamente un desierto espiritual… La pobreza de nuestra cultura es en gran parte una pobreza de belleza.”
El camino para restaurar la confianza en la verdad y el bien pasa por renovar el aprecio por la belleza.
7. Hay otro arte en nuestros días…
Por otro lado, desde luego, no todo el arte contemporáneo refleja esta desorientación. Existen muy notables excepciones. Entre otros muchos ejemplos, notabilísimos, no queremos dejar de mencionar el de nuestra querida y admirada pintora Sor Isabel Guerra, no solo por sus cuadros, sino también por sus luminosas reflexiones acerca del sentido de la pintura y del arte mismo. De igual manera merece ser mencionado el genial arquitecto Antonio Gaudí.
Y también queremos recordar al pintor expresionista William Congdon, en quien encontramos una búsqueda sincera y consecuente del sentido de la vida -lo que él llamaba “el origen”- a través de su pintura, de su manera de vivirla y cultivarla. William G. Congdon (1912 - 1998) pintor estadounidense perteneciente a la corriente de expresionismo abstracto, está considerado como uno de los exponentes más brillantes de la Escuela de Nueva York, junto con Jackson Pollok.
Tras unos años de difícil relación con su familia, en especial con su padre, participa en la Batalla del El Alamein (1942) como conductor de ambulancia. En mayo de 1945, el campo de concentración de Bergen Belsen, que acababa de ser liberado, le hace encontrarse en la mayor barbarie y el horror en estado puro. Descubre que la pintura es su vocación, su búsqueda personal de sentido en medio de una ciudad rota y negra, deshumanizada en medio de su opulencia material, un mundo a su alrededor que le halaga al mismo tiempo que le decepciona. Es su etapa de formación y contacto con el expresionismo abstracto en Nueva York; es aquí donde comienza su carrera artística.
A finales de los años 40 aparece en su pintura el símbolo de la luz circular -el sol, la luna, la esperanza- que ilumina y parece guiar misteriosamente su mirada sobre las cosas. En los años 50 Venecia será su mejor fuente de inspiración. En Italia conoce Pro civitate christiana, movimiento católico alentado por don Giovanni Rossi.
Convertido al catolicismo, fue bautizado en Asís, en 1959. Se instala definitivamente en Italia al año siguiente. Durante unos pocos años se dedicará a pintar temas religiosos, y cada año a partir de entonces, prácticamente hasta su fallecimiento, pintará un crucificado. Pero su pintura pretende ser “religiosa” no por “pintar estampas”, y menos según cánones que no son los de su expresividad personal, sino por servir de expresión de una experiencia total -de una Presencia- capaz de dar sentido a todas y cada una de las cosas de este mundo.
Intentará volver a recuperar entonces lo nuclear de su pintura expresionista en los años sucesivos, buscando convertirla en una mirada capaz de leer el resplandor que las cosas y los paisajes le descubren. Desde 1979 hasta su fallecimiento vivió en el monasterio de los santos Pedro y Pablo, en las proximidades de Milán.