El proyecto cristiano para Europa
Fernando Ruiz
Revista ARBIL, nº 41 (www.arbil.org)
Juan Pablo II ha advertido lúcidamente a las naciones del continente europeo que aspiran a entrar a formar parte de la Unión Europea (proyecto político en que se ha concretado la comunidad cultural europea) de que no se dejen engañar por la propaganda oficial, que parece condicionar la entrada en la Unión -e incluso la condición de europeidad- a la adopción del relativismo ético y el ateísmo de Estado
La misión de la Iglesia, hoy como hace XX siglos, no es otra que anunciar la Buena Nueva de la Redención. En este sentido, el único proyecto cristiano para Europa es el de la conversión y la santidad, la configuración de cada hombre con Jesucristo. Ahora bien, el hombre es el camino de la Iglesia. Y en cuanto que la Iglesia pretende acompañar a los hombres en su camino espiritual, tiene el deber y el derecho de indicar a la Humanidad los caminos de Dios en cada una de sus circunstancias.
Desde el comienzo del proyecto de integración europea, la Iglesia ha animado y acogido favorablemente la idea de la unidad del continente. Basta citar, para apreciar esta preocupación de la Santa Sede por el destino de Europa, los discursos de Pío XII "Consideraciones en torno a la Unión Europea" [Discurso a los asistentes al II Congreso Internacional para el establecimiento de la Unión Federal Europea, 11 de noviembre de 1948] y "El espíritu europeo" [Discurso a los profesores y alumnos del Colegio de Europa, Brujas, 15 de marzo de 1953].
Al hablar de la unificación de Europa, Pío XII señalaba la necesidad de superar los egoísmos nacionales y los recuerdos de las guerras entre los distintos países del continente. También habló este Papa de la posibilidad y conveniencia de una política exterior conjunta, e incluso llegó a enunciar la necesidad de una autoridad supranacional, de ámbito europeo, aunque se entendiera -en un principio- fundada en una delegación parcial de la soberanía de sus miembros.
Pero, como no podía ser de otra forma, la principal preocupación de Pío XII se centró en el espíritu que debía animar la construcción de la nueva comunidad. Y, para Pío XII, este espíritu no podía ser otro que la fe cristiana, que constituye la base de la civilización europea y cuya difusión en el mundo ha sido y es la misión histórica de Europa.
Así, por encima del fin económico y del político, señaló -en los documentos citados anteriormente- que la Europa unida debía asumir como misión propia la afirmación y la defensa de los valores espirituales que en otro tiempo constituyeron el fundamento de su existencia, y que ella tenía la vocación de transmitir a las restantes partes de la tierra. La actualización de este patrimonio cristiano, para Pío XII, se concretaba en mantener la integridad de las libertades fundamentales de la persona humana, la función inviolable de la familia y los fines de la sociedad nacional (el Bien Común y el desarrollo de la persona), así como garantizar en el ámbito de una comunidad supranacional el respeto de las diferencias culturales y el espíritu de conciliación y de colaboración entre todos sus miembros.
Ya en nuestros días, el actual Pontífice, Juan Pablo II, ha sido un gran promotor del europeísmo. Es famoso su discurso de Santiago de Compostela, en el que lanzó a Europa el grito, lleno de fe y de esperanza, de "Europa, sé tú misma". Desde entonces, no ha cesado de clamar por la construcción de una verdadera Unión Europea, en la que haya, sí, una dimensión política y económica, con una política exterior conjunta, basada en la solidaridad más que en el egoísmo nacional o continental. Pero la propuesta de Juan Pablo II va más allá, va al redescubrimiento de las raíces culturales cristianas, a la restauración e instauración de una civilización en la que primen el ser sobre el tener, la persona sobre las estructuras, la fraternidad sobre la división y el odio.
En consecuencia con esta visión de Europa, el Papa ha insistido una y otra vez en la necesidad de que la Unión Europea acoja en su seno a los antiguos países comunistas, situados en Europa central y oriental. En expresión de Juan Pablo II, es necesario que Europa respire con los dos pulmones, el de la tradición occidental o latina y el de la herencia oriental, que hunde sus raíces en la ortodoxia y en el mundo greco bizantino.
Diez años después de la desaparición del Telón de Acero, es preciso volver a tomar la medida histórica y cultural de Europa en su totalidad: del Atlántico a los Urales. Si en parte las Comunidades Europeas tenían como misión servir de contrapeso a la URSS en Europa, la desaparición del bloque comunista nos permite y nos exige construir la unidad europea no sólo como defensa frente al comunismo, sino como proyecto positivo de edificación de la casa común del hombre europeo, ese hombre que, como anteriormente poníamos de manifiesto, se siente persona.
Además, Juan Pablo II ha advertido lúcidamente a las naciones del continente europeo que aspiran a entrar a formar parte de la Unión Europea (proyecto político en que se ha concretado la comunidad cultural europea) de que no se dejen engañar por la propaganda oficial, que parece condicionar la entrada en la Unión -e incluso la condición de europeidad- a la adopción del relativismo ético y el ateísmo de Estado.
Así, por ejemplo, podemos citar el discurso de Juan Pablo II en Wloclaweck, el día 7 de junio de 1991. El Papa señalaba que no hay que "dejarse arrastrar en toda esta civilización del deseo y del placer, que prevalece en medio de nosotros, autodenominándose europeísmo, aprovechando los diversos medios de transmisión y seducción". Al hablar de la entrada de Polonia en Europa (reflejo del pensamiento del Papa a este respecto para el resto de las naciones de la Europa central y oriental), señalaba que "no debemos entrar, puesto que ya estamos en ella (...), en cierto modo hemos estado siempre y estamos en Europa. No tenemos necesidad de entrar porque la hemos construido nosotros y la construimos con mayor esfuerzo que los demás, a los que se les atribuye, o se atribuyen, ese mérito".
Esta comunidad de naciones que es Europa se edificará, en opinión de Juan Pablo II, no sólo con el respeto a sus raíces cristianas, sino garantizando la democracia participativa y la libertad religiosa. Al vincular democracia participativa a la integración europea, el Papa pretende que la Unión Europea tenga como fundamento un sistema político en el que se estimule la participación en la construcción del Bien Común europeo -participación que no se reduce al voto en las urnas, sino que incluye todas las formas de contribuir al bien de Europa, principalmente desde la familia y las sociedades intermedias, así como la defensa del orden moral y de los verdaderos derechos humanos y de los derechos de la familia [Vid. las conclusiones del II Encuentro de Políticos y Legisladores de Europa sobre derechos humanos y derechos de la familia, celebrado en Roma en el mes de octubre de 1998. Ediciones Palabra, Madrid, 1999], así como el respeto de la libertad religiosa.
Por su parte, el cardenal Ratzinger, al hablar de la construcción europea, propone cuatro tesis sobre una Europa futura [J. Ratzinger, Europa: una herencia que obliga a los cristianos. En Iglesia, Ecumenismo y Política, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1987].
Primera tesis: Un elemento constitutivo de Europa, a partir de su origen en la Hélade, es la íntima relación entre la democracia y la eunomía, de un derecho y una justicia no manipulables.
Segunda tesis: Si la eunomía es el fundamento que da vida a la democracia, en cuanto antídoto a la tiranía y a la demagogia, el fundamento a su vez de la eunomía es el respeto, común y vinculante, por el derecho público, respecto a los valores morales y a Dios.
Tercera tesis: La renuncia al dogma del ateísmo como presupuesto del derecho público y de la formación del Estado, e incluso el respeto públicamente hacia Dios como fundamento del ethos y de un derecho justo, implica el rechazo de la nación o de la revolución mundial como summun bonum.
Cuarta tesis: Como constitutivos de Europa hay que reconocer la aceptación y la garande la libertad de conciencia, de los derechos de la persona, de la libertad científica y por consiguiente de una sociedad humana y libre.
Esta tarea de la construcción europea, esta "herencia que obliga a los cristianos" [Cardenal J. Ratzinger, op. cit.], precisa de laicos comprometidos que la lleven a cabo. Ya lo dijo Pío XII: "Debemos, pues, preguntarnos: ¿de dónde vendrá el llamamiento más apremiante a la unidad europea? Vendrá de los hombres que amen sinceramente la paz, de los hombres de orden y de calma, de los hombres que -al menos en su intención y en su voluntad- no están "desarraigados" y que encuentran en la vida de familia honrada y feliz el primer objeto de su pensamiento y de su dicha. He aquí los que levantarán sobre sus espaldas el edificio de una Europa unida. Mientras no se dé oídos a su llamamiento, no se hará nada durable, nada que esté a la medida de la crisis actual". [Discurso a los asistentes al II Congreso Internacional para el establecimiento…, 11 de noviembre de 1948]