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El discreto encanto de la frivolidad

Ahogados en la superficie

LUIS FERREIRO
Rev. Acontecimiento.
Instituto Emmanuel Mounier. 2021/3. Nº 140.

RECUPEREMOS LA VERTICALIDAD

La superficie horizontal es la dimensión dominante que nos propone la cultura vigente que tanto nos influye, aunque lo ignoremos. Para quien se ahoga en lo pro- fundo que desconoce y teme, la superficie es la salvación. La superficie es lo exterior, lo que oculta a lo íntimo, pero también es la horizontalidad donde creemos mantenernos a flote, respirar y ver la luz. En cambio, para el hombre corriente lo profundo es sinónimo de hundimiento, de atmósfera enrarecida y oscuridad.

Se puede resumir con Pedro Salinas: «Suelo. Nada más, / Suelo nada menos. /... / Suelo. Ni más ni menos. / Que te baste con eso». Pero nos sobra el último verso y nos falta uno sobre el cielo. Por tanto, cambiemos la perspectiva, observemos la superficie como un límite, como una zona de intercambio entre dentro y fuera, entre profundidad y altura. Y, sobre todo, demos prioridad a la dimensión vertical, porque el hombre es el único animal auténticamente erguido al que millones de años de evolución han preparado para mirar al cielo y al horizonte.

La superficie es lo que nos sostiene, lo que nos permite afirmarnos, como el árbol que hunde sus raíces en el humus, esa capa superficial hecha de podredumbre, donde bulle la vida microscópica que lo alimenta. Tanto más asciende el árbol al cielo, cuanto más profundas son sus raíces. Y paradójicamente, tanto más se eleva el hombre (homo) cuanto más se abaja y se adentra humildemente en lo profundo y oculto de su ser.

El árbol es la metáfora del hombre. A la vista del ciprés de Silos, ese «enhiesto surtidor de sombra y sueño», esa «flecha de fe, saeta de esperanza», el poeta Gerardo Diego siente en sí mismo un impulso ascensional olvidado por su alma «peregrina al azar» y, recuperando la verticalidad, quiere emular ese «loco empeño» de subir hacia las estrellas, esos «delirios verticales», por los que se abandona humildemente a sí mismo para diluirse y ascender más allá de lo más alto de sí mismo. (…)

Unas veces el hombre se ahoga en su propio ego, se encierra en sí mismo y deriva hacia la angustia vital. Otras se desparrama en múltiples relaciones con los objetos, hechos y personas que le rodean, deslizándose en la superficie de su mundo, donde encuentra una aparente libertad y un gozo efímero. (…)

Se desprenden al menos dos tareas para quienes no queremos conformarnos con ser prisioneros del mundo exterior.

La primera es preventiva y terapéutica: hay que evitar que la superficialidad se instale en nuestra vida, pues la carne es débil y nadie está libre de la banalidad. Hay demasiadas facilidades para caer en ella. El ambiente en el que vivimos nos invita a la evasión constante de nosotros mismos, por lo que se requiere la práctica asidua del recogimiento. El retiro, la soledad, el silencio poseen propiedades curativas. Mounier recomienda una ruptura con el ruido y la muchedumbre, como una etapa necesaria de concentración para recuperar nuestro ser íntimo y el impulso para la acción.

La segunda es combatir la frivolidad militante con una espiritualidad militante. El mundo está conformado para facilitar la vida insustancial del hombre masa. Para ello se ha desarrollado un aparato de producción y propaganda de una cultura del vacío, exenta de valores absolutos que inspiren grandes y heroicas virtudes. La finalidad es producir sujetos pragmáticos, hedonistas y obedientes, incapaces de la más mínima rebeldía, que se sometan felices a la máquina del desorden establecido. Seres que se afanan en una gran emigración: «hacia la gran ciudad de los negocios, / la ciudad enemiga... / No hay nadie, allí, que mire; están los ojos / a sueldo, en oficinas. / Vacío abajo corren ascensores / corren vacío arriba, / transportan a fantasmas impacientes: / la nada tiene prisa». (Pedro Salinas: El contemplado. Variación XII) Frente a esta ciudad, o más bien dentro de ella, hay que crear oasis para aprender a vivir una felicidad con hondura.-


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