El coloquio de los perros
Miguel de Cervantes
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El coloquio de los perros es, a mi parecer, la novela ejemplar más lograda de Cervantes, tanto en la forma como en el contenido. El diálogo entre dos perros, Cipión y Berganza, escuchado en el hospital por el alférez Campuzano, mientras curaba de la enfermedad venérea que le contagió su engañosa esposa, le va a permitir a Cervantes “denunciar la contradicción entre las apariencias y la realidad, la ilusión a los ojos y los verdaderos móviles que hacen actuar a los hombres” como enseñaba Margarita Monreale, refiriéndose a los Sueños de Quevedo.
Diálogo lucianesco tan cultivado por Erasmo o por Juan de Valdés –dicen algunos-; novela picaresca o incluso trama y personajes propios de un entremés –comentan otros-. Todo está presente. Pero ante todo la denuncia de una sociedad desvencijada en sus valores y corrompida. Sexo, robos e incluso crímenes. Todo era válido. Se trata de un mundo sumergido. Lo deplorable es que no nos suena en nuestros días a fantasía propia de tiempos lejanos y bárbaros. Como consuelo, a contraluz, la sensatez de los animales que sí distinguen el bien del mal y que contrasta con la brutalidad e inmoralidad de los distintos amos que ha ido conociendo Berganza en su aciago deambular.
No podremos entender ni valorar la “locura” de Don Quijote, si no tenemos en cuenta la turbia realidad pintada en las novelas ejemplares. Enderezar este mundo fue su audaz y vana pretensión. ¡Un caballero andante contra Monipodios o contra la catadura moral de los personajes retratados en El coloquio de los perros! El final estaba cantado.
Hoy os he elegido uno de los fragmentos más divulgados y conocidos. La sagaz crítica que Cervantes realiza de las novelas pastoriles por boca del perro Berganza. Cervantes admirador del mundo pastoril, como nadie; que en vísperas de su muerte anuncia que si Dios le da tiempo escribirá entre otras novelas la segunda parte de la Galatea. Bien sabe que es un juego que alivia con su ficción las duras contrariedades de la vida. Realmente es una vía de escape, que mediante la utopía nos permite atisbar el mundo feliz que en nuestro interior anhelamos. He ahí Garcilaso, el sublime, o La Diana de Montemayor, o la maravillosa Marcela del Quijote o los diversos juegos pastoriles intercalados, por ejemplo.
Berganza nos da una clave, no exenta de sátira: “que todos aquellos libros son cosas soñadas y bien escritas para entretenimiento de los ociosos, y no verdad alguna”. Cervantes en el prólogo de estas novelas nos da una pista más consoladora al reconocer en ellas una de las finalidades del arte literario:
“Mi intento ha sido poner en la plaza de nuestra república una mesa de trucos, donde cada uno pueda llegar a entretenerse, sin daño de barras: digo, sin daño del alma ni del cuerpo, porque los ejercicios honestos y agradables antes aprovechan que dañan. Sí, que no siempre se está en los templos, no siempre se ocupan los oratorios, no siempre se asiste a los negocios, por calificados que sean. Horas hay de recreación, donde el afligido espíritu descanse. Para este efecto se plantan las alamedas, se buscan las fuentes, se allanan las cuestas y se cultivan con curiosidad los jardines.”
Genial. Nuestros afligidos espíritus necesitan descansar. La fantasía eleva sobre la cruda realidad nuestras apetencias de Belleza, Verdad y Bien. Pero sin confundir, porque en la realidad los pastores se dedicaban a “espulgarse y remendar abarcas” en nada parecidos a los de los libros. ¿Será posible alguna vez entre los hombres el mundo idílico de la Arcadia? Sí. Nosotros lo llamamos “La civilización del amor”.