El Griego
(A propósito de la novela El Griego, de Jesús Fernández Santos)
Vintila Horia, 1985
Es El Greco uno de los personajes más complicados, más difíciles de entender, más lleno de trampas vitales y artísticas de la historia de la pintura, porque lleva en sí una carga de complejos que los críticos están desocultando a lo largo y a lo ancho de su pintura, quedando la otra, los complejos vitales, al alcance de pocos, ya que escasos testimonios nos han quedado de su existencia terrenal.
Hay que suplir lo desconocido con la imaginación, situándose uno al nivel desde el que el artista contempló un mundo que fue su mundo. Es este el primer gran secreto de la vida y de la obra de Doménico Theotocopulis. El segundo, al lado del misterio del yo, es el de la circunstancia, del entorno vital en que se desarrolla el derrotero de un bizantino venido de Creta, estudioso en Venecia de la pintura de su tiempo, tratando de buscar fortuna en Roma y anclando su barca en el puerto de Toledo. Tercer misterio de este hombre que fue, en el fondo, un exiliado, parecido a los que hoy abandonan el Este para volver a encontrar o para conseguir su libertad en los puertos occidentales, todavía libres. El Greco no habló nunca el castellano sin un deje traicionador de sus orígenes. Cuarto secreto: el amor por Jerónima de las Cuevas. Habría que buscar otros, sin duda alguna, pero esto nos llevaría quién sabe dónde y nos alejaría del objeto de esta investigación, que es la novela de Jesús Fernández Santos (El griego, Ed. Planeta, Barcelona 1985), uno de los mejores libros del autor, a menudo apasionante, escrito en un idioma rico, suculento, representativo de los personajes que maneja con verdadera maestría, pero sin lograr acercarse mucho al misterioso y secreto protagonista. Una gran novela, un verdadero contacto entre el autor y su vasta progenie. Sin embargo, el genio tutelar, el héroe titular, creo que se le ha escapado por entre los dedos.
Fernández Santos ha realizado una obra existencial, pero lo esencial del personaje sigue, sin tocar, en su sitio de antes. Ningún novelista hasta la fecha ha logrado descifrar el misterio El Greco. Podemos decir que la obra de Fernández Santos nos acerca al mismo, nos lo pone en plena luz, nos lo esconde a veces, como en un juego de claroscuros, casi invitándonos a seguir buscando. Diré más: ni siquiera los críticos especialistas han logrado analizarlo en su integridad, lo han hecho pedazos, han descrito perfectamente estos fragmentos, pero no he leído hasta ahora ninguna monografía esclarecedora en su conjunto. Y esto porque el personaje sobrepasa quizá la posibilidad de acercamiento global de un crítico. Fue el poeta Rilke, en unas cartas escritas desde Toledo, el único capaz de enfocar a la ciudad y al pintor bajo una perspectiva reveladora, pero sólo fueron intuiciones, gritos de alegría, en el marco de un proceso espiritual que estaba transformando la vida del poeta. Entiende de repente lo que es España a través de Toledo, igual que El Greco hacía más de tres siglos. Es lo único que he encontrado. Sí, ahí están los estudios de Cossío, de Marañón, de Camón Aznar, pero la obra de un genio sobrepasa los peldaños científicos del saber: estos no alcanzan a aquella. Este tipo de investigación es como un trabajo preparatorio, el cual, a su vez, servirá un día de material bruto para que algún artista, un escultor, un poeta o un novelista, y quizá un músico también, saquen su provecho definitivo del montón de zócalos introductivos.
Del amor de Doménico por Jerónima no conocemos, por ejemplo, más que el fruto: Jorge Manuel, y el retrato de la mujer, en “La dama del armiño” y en otros cuadros. Según los historiadores, falleció poco tiempo después de dar a luz, porque desaparece del mapa de Toledo y del de su marido. ¿Se habían casado? ¿Sólo habían convivido algún tiempo en la calle de los Azacanes, cerca de la Puerta Nueva? ¿Acabó en un convento? Sin embargo, Fernández Santos la hace vivir durante mucho tiempo, la hace incluso sobrevivir al artista. Inventa un idilio entre Jerónima y Francisco Preboste, el ayudante del Greco, un idilio frustrado sin duda, pero el escritor nos deja entender con claridad que ella aceptaba la corte del discípulo italiano. Asistimos, incluso, a un ostentoso juego de manos en el jardín, revelando cierta astucia por parte de la “Dama del armiño” y cierto impudor. No me la imaginaba así, tengo que reconocerlo. Es lo único que encuentra el autor para elaborar en su novela una indispensable (¿?) intriga amorosa. ¿Qué necesidad tenía de ello? Me lo pregunto tímidamente.
El Greco es una figura histórica, digna, pues, de un retrato, y el novelista hace todo lo posible por alejarse de su modelo. Lo coloca entre sus contemporáneos, lo que, hasta cierto punto, contribuye a la formación del entorno orteguiano, pero rehúye el yo. Y este entorno lo forman Jerónima (hablando todos en primera persona), Preboste, la sirvienta María, Jorge Manuel, el mismo El Greco, un "cigarral", el nuevo discípulo Tristán, etcétera, pero la época es mucho más que esto: Felipe II, Santa Teresa y San Juan de la Cruz, Lope, Góngora, Cervantes, Juanelo, el Concilio de Trento y sus consecuencias, la Invencible, el "Entierro del Conde de Orgaz" y toda la obra, la inmensa obra del pintor que trata de condensar en ella lo más importante de la historia que España desarrollaba ante sus miradas. Un nuevo Bizancio se estaba forjando aquí, el proyecto culminó con Lepanto, prosperó, se vio fortificado por la conquista de Portugal y hubiera cambiado la faz del mundo si España hubiese añadido a sus territorios a Inglaterra y a su imperio en agraz. Pero el fracaso de la Invencible distorsionó, o volvió a normalizar, el plan vital español. De Cervantes a Quevedo y a Gracián no habrá más que llantos alrededor del magno desengaño. Es evidente que la elite de entonces percibió las consecuencias de todo aquello, de Lepanto como del hundimiento de las carabelas en el mar del Norte. La obra que el griego pintaba en Toledo, una vez echado del Escorial, no es sino el testimonio de aquel esfuerzo sobrehumano. Una epopeya que encontró a su Camoens en un pintor, pero de un modo más sutil, más oculto, menos alcanzable para el publico cotidiano. "El entierro..." es la culminación de un sueño que se frustra en la tierra para cumplirse en el cielo.
Creo que la novela de Fernández Santos es demasiado esquemática, desde este punto de vista. Hubiera tenido que dedicarle el doble de páginas, para poder aprehender en ella el misterio de su protagonista, que plantea, además, desde el punto de vista de la técnica, otro problema: nada mejor para un novelista que la primera persona, porque crea de esta manera una comunicación fenomenológica, da cuenta, directa e íntimamente, de lo que sucede en primer lugar dentro del personaje y sólo después fuera de él. Lo real se configura alrededor de nosotros a través de nuestra subjetividad. El resto es literatura, o conocimiento marginal. El mundo objetivo es un mundo subjetivo. Y, en este sentido, el Greco existe en primera persona en la novela de Fernández Santos. Pero este yo genial viene como sumergido por la invasión permanente de otros mundos subjetivos que añaden su propia historia a la del protagonista. Es como una enciclopedia de sujetos que pretenden tratar, todos ellos, del mismo tema, el del griego: y sin embargo no lo logra porque el drama de cada yo en parte oscurece al principal. Es así como el idilio Jerónima-Preboste resulta apasionado y apasionante, merced al talento del narrador, pero no añade nada al tema, añade incluso una duda, ya que resulta inverosímil, inventado ad hoc para que el lector quede satisfecho. Pero, ¿qué clase de lector? Es una pregunta. El asunto se fragmenta. El Greco no puede ser una obra, sino sólo un ser mortal.
Desde dentro no nos aparece nunca, ni siquiera cuando el autor lo enfoca como un yo más. Es, pues, a pesar de todo, una crónica exterior, muy bien llevada a cabo, porque el libro se lee de un tirón y tiene páginas realmente logradas, y no podía ser de otra forma, porque Jesús Fernández Santos es un escritor auténtico, pero el genio resulta como aniquilado por el hombre de a pie, si es que lo hubo en este caso.
Decía en el primero de los artículos de la presente trilogía, que cada religión ha creado su cultura y me refería sobre todo a los tres matices del cristianismo. España, la del tiempo del Greco, hubiera podido rehacer la unidad perdida, incluyendo en su área imperial a un Bizancio reconquistado (hazaña posible después de Lepanto) y a una Inglaterra, bastión de la Reforma y del puritanismo más tarde. Europa hubiera podido estar unida si España cumple con todas las promesas. El imperio romano cristianizado fue el núcleo de aquel sueño, luego Bizancio, luego el imperio alemán de la Edad Media. Pero intervino la separación entre Roma y Bizancio, luego la caída inevitable de éste y, más tarde, la ruptura luterana. Roma, Rusia, los anglosajones otorgan matices distintos a un fondo común que tratamos desesperadamente de reconstituir hoy, a través de instituciones laicas que no vienen al cuento. Por este motivo, el Greco es tan grande. Su propio mundo interior, su cultura, su formación, su inconsciente colectivo forman una personalidad que procede de muy lejos. Es el fondo helénico del pintor, al que se sobrepone su catolicismo cretense, luego su presencia en Venecia y en Roma, y, por fin, en Toledo, en un momento crucial de la historia europea, cuando España da al mundo reyes, guerreros, descubridores, místicos, dramaturgos, novelistas, juristas, técnicos, médicos, marinos que constituyen de por sí un imperio cultural, una civilización, la primera de tipo realmente universal. El pintor asiste al desarrollo del tymos castellano, del plan vital como decía Platón, su compatriota, y pinta por encima de la imaginación del rey que forja el imperio pero quizá no lo comprende más que como un amasijo territorial. Todo es tragedia en la vida del griego y nada se cumple, ni el amor ni la ecumene. Sólo en "El entierro..." se realiza plenamente, tiene la certeza de haber pintado una obra maestra, más grande que la Capilla Sixtina. Su fracaso, que rima con el fracaso del tymos castellano, es grandioso, pero, de la misma manera en que España crea un siglo de oro, que es toda una época de plenitud dentro de la cultura occidental y, hasta en el fracaso, sigue engendrando genios, El Greco da con su siglo de oro en la simbología, tan compleja y tan extraordinaria, de su "Entierro del señor de Orgaz". Hay un paralelismo estremecedor, una correspondencia viviente entre un conjunto nacional, en tensión universal, y el yo de un artista que, al coincidir con la visión española del mundo, se vuelve pintor genial. Yo lo veo así. Fernández Santos lo vio de otra manera y escribió un libro excelente, que va a encantar a muchos lectores, por encima de mis disquisiciones de crítico quisquilloso e inmodesto.