Del Renacimiento a la Revolución, hacia una visión sintética
La Cristiandad. Una realidad histórica
Alfredo Sáenz, S.J. en www.gratisdate.org
Guardini ha dejado escrito: «El hombre medieval ve símbolos por doquier. Para él la existencia no está hecha de elementos, energías y leyes, sino de formas. Las formas se significan a sí mismas, pero por encima de sí indican algo diverso, más alto, y, en fin, la excelsitud en sí misma, Dios y las cosas eternas. Por eso toda forma se convierte en un símbolo y dirige las miradas hacia lo que la supera. Se podría decir, y más exactamente, que proviene de algo más alto, que está por encima de ella. Estos símbolos se encuentran por todas partes: en el culto y en el arte, en las costumbres populares y en la vida social... Según la representación tradicional, el mundo todo tenía su arquetipo en el Logos. Cada una de sus partes realizaba un aspecto particular de ese arquetipo. Los varios símbolos particulares estaban en relación unos con otros y formaban un orden ricamente articulado. Los ángeles y los santos en la eternidad, los astros en el espacio cósmico, las cosas en la naturaleza sobre la tierra, el hombre y su estructura interior, y los estamentos y las funciones diversas de la sociedad humana, todo esto aparecía como un tejido de símbolos que tenían un significado eterno. Un orden igualmente simbólico dominaba las diferentes fases de la historia, que transcurre entre el auténtico comienzo de la creación y el otro tan auténtico fin del juicio. Los actos singulares de este drama, las épocas de la historia, estaban en recíproca relación, e incluso en el interior de cada época, cada acontecimiento tenía un sentido» (R. Guardini, La fine dell’epoca moderna, Brescia, Morcelliana, 1954, 31-32.38ss).
Por eso la sociedad medieval sintió la necesidad de expresarse poéticamente, como lo hizo en sus grandes Sumas: la Teológica de Sto. Tomás, la Lírica de Dante, la Edilicia de las catedrales... Bien dice R. Pernoud, que a diferencia de los modernos, que ven en la poesía un capricho, una suerte de evasión, y en el poeta un bohemio, un bicho raro, la gente de la Edad Media consideró la poesía como una forma corriente de expresión, como parte de su vida, algo tan natural como las necesidades materiales. Para ellos el poeta era el hombre normal, más completo que el incapaz de creación artística (cf. R. Pernoud, Lumière du Moyen Âge, Grasset, París, 1981, 250-251).
Actualmente pocos admitirían que la admiración en el campo del arte deba llevar a la imitación formal, o incluso al calco, de lo que se admira. Pues bien, eso es lo que sucedió en el siglo XVI. También los medievales admiraron el mundo antiguo: «Somos enanos encaramados sobre los hombros de gigantes», decía Bernardo de Chartres en el siglo XII, pero enseguida añadía que así «se podía ver más lejos que ellos». Esta actitud frente al pasado cambió por .completo en los hombres del Renacimiento. Cerrándose a la idea de «ver más lejos» que los antiguos, los consideraron como modelos acabados de toda belleza pasada, presente y futura. Y así el Renacimiento fue mucho más «retrógrado» que la Edad Media.
La fascinación exclusivista que la Antigüedad ejerció sobre el hombre del Renacimiento trajo consigo una consecuencia dramática: la destrucción de muchos monumentos de los tiempos «góticos» (A partir de Rabelais, 1494-1553, el término se empleó como sinónimo de «bárbaro»). Eran tan numerosos que muchos de ellos pudieron sobrevivir a esta «barbarie culta» y llegar hasta nosotros. «Se suponía que el escultor gótico había querido esculpir una escultura clásica y que si no lo había logrado es porque no lo había podido», explica A. Malraux. ¡Y qué decir del escultor románico!; habría intentado imitar el friso del Partenón pero sólo supo hacer el rústico Cristo de Moissac. En cuanto a la pintura, los renacentistas no encontraron mejor solución que recubrir los frescos románicos con una capa de barniz o yeso y reemplazar los vitrales policromados por cristales blancos. Solamente olvidos, faltas de tiempo o distracciones felices nos permiten encontrarlos todavía en Chartres y otros lugares (cf. R. Pernoud, ¿Qué es la Edad Media?… 55-64).
N. Berdiaieff ha explicado de manera original la línea que siguió el proceso que conduce de la Edad Media al Renacimiento. A su juicio, la Edad Media llevó a cabo una suerte de concentración de energías espirituales en el interior del hombre, que acabó por generar el Renacimiento medieval, el de Dante y el de Giotto, alcanzándose lo que fue quizás el momento culminante en el desarrollo de la cultura de Europa occidental. Llegada a este punto, la humanidad no mostró interés por seguir el derrotero que le indicaba la conciencia medieval, prefiriendo alejarse de el y llegar por otra vía a un nuevo tipo de renacimiento, signado por componentes cristianos y no-cristianos, e incluso, en algunos casos, anti-cristianos, sobre la base de una concepción del hombre y de la sociedad profundamente retocada. Las diversas expresiones de la cultura y de la política, hasta entonces ancladas en una cosmovisión decididamente teocéntrica, buscaron «liberarse» de dichas religaciones para correr la aventura de la libertad autónoma. La religión misma fue tomando distancia del orden sobrenatural.
En líneas generales se podría decir que el paso del período medieval al evo moderno se caracteriza por el tránsito de lo divino a lo humano, o mejor, de la prevalencia de lo divino al creciente predominio de lo humano. Este alejamiento de las profundidades espirituales y de las excelsitudes sobrenaturales, de las que extraían sus energías las fuerzas humanas, significó no solamente la desreligación de éstas, sino también su transición a la superficie de la existencia, con el consiguiente desplazamiento del centro de gravedad.
Intentemos una visión de conjunto del camino recorrido. Lo haremos recurriendo a las inteligentes observaciones que al respecto hemos encontrado en Berdiaieff. Según él, tanto la Revolución Francesa del siglo XVIII como el positivismo y el socialismo del siglo XIX son las consecuencias del humanismo que comenzó a imponerse a partir del Renacimiento, al mismo tiempo que los síntomas del agotamiento de su poder creador (cf. ibid. 30-31).
En el Renacimiento, el hombre comenzó el proceso de su autoexaltación. El florecimiento de lo humano no era posible sino en el grado en que el hombre tenía conciencia, en lo más profundo de su ser, de su verdadero lugar en el cosmos, conciencia de que por encima de él había instancias superiores. Su perfeccionamiento humano sólo resultaba factible mientras se mantuviese ligado a las raíces divinas. Al comienzo del Renacimiento, el hombre tenía aún esa conciencia, reconocía todavía el sentido trascendente de su existencia. Pero poco a poco se fue deslizando hacia la ruptura. El Renacimiento pudo ser un progreso, un desemboque enriquecedor de la Edad Media. Mas no fue así, al menos si lo juzgamos por el desarrollo histórico que provocó, si lo juzgamos por lo que desencadenó. «Se ofrece al hombre una inmensa libertad –escribe Berdiaieff–, que es el inmenso experimento de las fuerzas de su espíritu. Dios mismo, por decirlo así, espera del hombre su acción creadora, su aportación creadora. Pero, en lugar de volver hacia Dios su imagen creadora y de entregar a Dios la libre sobreabundancia de sus fuerzas, el hombre ha gastado y destruido esas fuerzas en la afirmación de sí mismo» (ibid., 68-69).
La paradoja no deja de ser dolorosa. El Renacimiento se inauguró con la afirmación gozosa de la individualidad creadora del hombre pero al agotarse sus virtualidades se clausuró con la negación de esa individualidad. El hombre sin Dios deja de ser hombre: tal es para Berdiaieff el sentido religioso de la dialéctica interna de la historia moderna, de la historia de los últimos cinco siglos, historia de la grandeza y decadencia de las ilusiones humanistas. Paulatinamente el hombre se fue desvinculando de sus religaciones trascendentes, y vaciada su alma, acabó convertido en esclavo, no de las fuerzas superiores, sobrehumanas, sino de los elementos inferiores e inhumanos. La elaboración de la religión humanista, la divinización del hombre y de lo humano, constituyen precisamente el fin del humanismo, su autonegación, el agotamiento de sus fuerzas creadoras. De la auto-afirmación renacentista a la auto-negación moderna.
En nuestra época ya se ha extenuado el libre juego renacentista de las potencias del hombre, al cual debemos el arte italiano, Shakespeare y Goethe. En nuestra época se desarrollan fuerzas hostiles, que aplastan al hombre. Hoy no es el hombre quien está liberado, sino los elementos inhumanos o infrahumanos que él desatara y cuyas oleadas lo acosan por todas partes (cf. ibid. 60-62). Estamos de nuevo en presencia de esa verdad paradojal, es a saber, que cuando el hombre se somete a un principio superior, suprahumano, se consolida y afirma, mientras que se pierde cuando resuelve permanecer encerrado en su pequeño mundo, lejos de lo que lo trasciende (cf. Le sens de l’histoire..., 161-162).
El pensador ruso ha encontrado otra formulación para explicar lo mismo. Se ha llegado a considerar el proceso de la historia moderna, afirma, como el de una progresiva y creciente emancipación. «Pero ¿emancipación de qué, emancipación para qué? Los tiempos modernos no lo han sabido. Se hubieran visto en definitiva muy apurados para decir en nombre de quién, en nombre de qué. ¿En nombre del hombre, en nombre del humanismo, en nombre de la libertad y de la felicidad de la humanidad? No se ve ahí nada que sea una respuesta. No se puede libertar al hombre en nombre de la libertad del hombre, por no poder el hombre ser la finalidad del hombre. Así nos apoyamos sobre un vacío total. Si el hombre no tiene hacia qué elevarse, queda privado de sustancia. La libertad humana aparece en este caso como una simple fórmula sin consistencia» (Una nueva Edad Media… 92-93).
Berdiaieff creyó encontrar la mejor prueba de su aserto considerando lo acaecido en el campo del arte. El Renacimiento exaltó la imagen del hombre, su rostro clarividente, su torso musculoso, pero las corrientes estéticas del siglo xx han sometido la forma humana a un profundo quebranto, la han desvencijado. El hombre, imagen de Dios, tema obligado y excelso del arte, desaparece al fin, descompuesto en fragmentos, como se puede ver en Picasso, sobre todo en el Picasso del período cubista (cf. Le sens de l’histoire... 153-155). Algo semejante se produce en el campo de la música moderna, en la que hacen irrupción elementos caóticos.
El mismo proceso es advertible en el campo del conocimiento. Hemos visto en qué grado la Revolución Francesa exaltó la razón del hombre, hasta llegar a endiosarla. Y recientes escuelas filosóficas no trepidaron en negar la posibilidad de que la razón humana fuese capaz de acceder a la verdad. Berdiaieff compara el proceso gnoseológico con el proceso seguido por el arte: en la gnoseología crítica hay algo que recuerda al cubismo. A fuerza de atribuir suficiencia al conocimiento no sólo para autodefinirse y autoafirmarse, sino también para develar la totalidad de los problemas, llega el hombre a la negación ya la autodestrucción de su propia capacidad de inteligir. Perdido su centro espiritual y negado el origen trascendente de su inteligencia, reflejo del Logos divino, el hombre se pierde a sí mismo y renuncia a su capacidad de entender (cf. Una nueva Edad Media... 51-53).
Dos hombres dominan el pensamiento de los tiempos modernos, Nietzsche y Marx, que ilustran con genial acuidad las dos formas concretas de la autonegación y autodestrucción del humanismo. En Nietzsche, el humanismo abdica de sí mismo y se desmorona bajo la forma individualista; en Marx, bajo la forma colectivista. Ambas formas han sido engendradas por una sola y misma causa: la sustracción del hombre a las raíces trascendentes y divinas de la vida. Tanto en Marx como en Nietzsche se consuma el fin del Renacimiento, aunque en formas diversas. Pero en ninguno de los dos casos se ha consumado con el triunfo del hombre. Después de ellos, ya no es posible ver en el humanismo moderno un ideal esplendoroso, ya no es posible la fe ingenua en lo puramente humano (cf. N. Berdiaieff, op. cit., 40-42).
Berdiaieff ha caracterizado de dos maneras el largo proceso de los últimos siglos. En primer lugar, dice, se ha producido un gigantesco desplazamiento del centro a la periferia. Cuando el hombre rompió con el centro espiritual de la vida, se fue deslizando lentamente desde el fondo hacia la superficie, se fue haciendo cada vez más superficial, viviendo cada vez más en la periferia de su ser. Pero como el hombre no puede vivir sin un centro, pronto comenzaron a surgir en la superficie misma de su vida, nuevos y engañosos centros. Emancipados sus órganos y sus potencias de toda subordinación jerárquica, se proclamaron a sí mismos centros vitales, avanzando el hombre, siempre más, hacia la epidermis de su existencia. En nuestro siglo, el hombre occidental se encuentra en un estado de vacuidad terrible. Ya no sabe dónde está el centro de la vida. Ni siente profundidad bajo sus pies. Entre el principio y el fin de la era humanista, la distancia es formidable y la contradicción aterradora (cf. ibid., 16).
Asimismo Berdiaieff considera este transcurrir de la modernidad como un trágico y secular desplazamiento de lo orgánico a lo mecánico. El fin histórico del Renacimiento trajo consigo la disgregación de todo cuanto era orgánico, la Cristiandad, las corporaciones, el orden político. Al comienzo, en sus primeras fases, dicha dispersión fue considerada como si se tratase de una liberación de las potencias creadoras del hombre, expeditas ahora para llevar adelante un juego autónomo. Mas no fue así, ya que dichas potencias se vieron constreñidas a subordinarse a nuevos engranajes sociales, cuyo símbolo fue la máquina, a la que debieron someterse. No es ello de extrañar ya que «cuando las potencias humanas salen del estado orgánico, quedan inevitablemente sujetas al estado mecánico» (ibid., 43).
En relación con este tema señala Thibon que, a diferencia del hombre de la Cristiandad, impregnado de las corrientes que proceden de los otros dos mundos, es decir , asentado sobre lo elemental y coronado con lo espiritual, el hombre moderno no sólo ha perdido sus conexiones con el orden sobrenatural, sino también, en buena parte, con la naturaleza misma: «La sociedad feudal tenía echadas sus raíces en la naturaleza y en la vida por el primado de la fuerza y del coraje físico, por la pertenencia a la tierra, por la herencia y el respeto de la ley de la sangre, y recibía el influjo espiritual y religioso por el juramento, la fidelidad, el espíritu caballeresco y todas las formas de sacralización del pacto social... La parte más ostensible de la sociedad actual, con sus jerarquías, basadas en el dinero anónimo y en el Estado abstracto; sus celebridades, agigantadas por la propaganda; sus autoridades, brotadas del azar y de la intriga, corresponde exactamente al segundo tipo. Vacías de la savia de la tierra y de la savia del cielo... ¿Cómo extrañarse, en estas condiciones, de la proliferación de flores artificiales? Son las únicas que no necesitan raíces ni savia».
Proyectemos una mirada teológica a este largo y doloroso proceso de abandono de Dios y de Cristo, así como de abdicación de la Cristiandad. El motus rationalis creaturæ ad Deum (el movimiento de la creatura racional hacia Dios), que era la fórmula ética de Sto. Tomás, se transformó en un motus rationalis creaturæ a Deo (movimiento de la creatura racional desde Dios), que es la fórmula de la modernidad. Casaubón nos ha dejado un análisis exquisito de dicho proceso desde el punto de vista filosófico y teológico, cuya lectura recomendamos (cf. A. Casaubón, El sentido de la revolución moderna, Huemul, Buenos Aires, 1966). Entre otras observaciones sumamente atinadas, señala que aun cuando este proceso haya sido altamente negativo, no se puede negar que la Revolución moderna ha producido también algunos resultados buenos. No es ello insólito, señala, ya que si las fuerzas con que cuenta el hombre, puestas por Dios en él para que se lancen a lo sobrenatural, a lo infinito, cual meta suprema de sus aspiraciones, en los tiempos modernos se abocaron casi exclusivamente a lo finito, como si éste fuese su fin último, resulta lógico que en este campo haya habido notables logros. Se refiere principalmente a los progresos técnicos y científicos. «Mas esos logros –añade–, en tanto que son hechos con espíritu de rebeldía antiteológica, son la contrapartida de las grandes pérdidas operadas en los planos ético, antropológico, filosófico, metafísico y teológico: porque aquellas potencias [la inteligencia y la voluntad], precisamente por su “conversio”, tienen, para autojustificarse, que negar el “hilo de oro” que religa todas las cosas a Dios, como reconociera con nostalgia el propio Hegel» (ibid., 74).
Genial a este respecto la reflexión de Thibon: La locura revolucionaria, afirma, consiste en exigir lo imposible, es decir, lo infinito, a lo finito, buscar la felicidad en las contradicciones de la vida mortal, el espíritu en la materia, y lo divino en lo humano. Es exactamente el mismo imposible que la gracia nos da. Porque «lo que es imposible para los hombres es posible para Dios».
El complejo proceso de la Revolución Moderna adquiere inteligibilidad si se lo considera a la luz de la parábola del hijo pródigo. Los hombres del Renacimiento pidieron a Dios la parte de su herencia, le pidieron el libre uso de su inteligencia, de su voluntad, de sus pasiones, para usarlas a su arbitrio. Al principio se sentían felices, pletóricos de impulso creador. Pero con el tiempo esa herencia se fue dilapidando, malbaratando, y los hombres comenzaron a sentirse vacíos, a experimentar hambre, y los que se habían negado a reconocer a su Señor divino buscaban ahora amos extraños con los cuales conchavarse. Acabaron apacentando cerdos. La parábola de Cristo es dura e irónica. El hombre quiso hacerse como Dios, según se lo insinuara la tentación paradisíaca, y acabó reduciéndose al nivel de los animales. Bien afirma Thibon que «el hombre no escapa a la autoridad de las cosas de arriba, que lo alimentan, más que para caer en la tiranía de las cosas de abajo, que lo devoran». Es lo que dijo S. Agustín: «El que cae de Dios, cae de sí mismo».