Cuestión de símbolos
La prohibición de un símbolo religioso en un espacio público no es una simple desaparición del mismo, sino una verdadera sustitución por otro, a pesar de que, en su lugar, no se instale ninguno.
Solía yo decir a mis alumnos cada vez que los invitaba a la reflexión que se cuidaran de los tópicos y de los lugares comunes puesto que, cuando todos piensan igual, es señal de que todos piensan poco. Nos estamos acostumbrando con una mansedumbre digna de mejor causa a adoptar las actitudes e ideas “pret a porter” que ponen en circulación los más osados con toda la coacción del matón de barrio que decide quién juega y quién no; a quién se le admite en la pandilla y a quién se le aísla; quién forma parte de la “mara” y quién será la víctima de la misma. Desgraciadamente le ha tocado el turno al catolicismo. Alguien ha decidido que este barrio es suyo y no tolera que nadie muestre en el territorio marcado otros símbolos que los de su collera.
Lo triste es contemplar al humillado haciéndole, con frecuencia, la ola al matón. Una medrosa condescendencia que se adorna de razones-fashion: “hay que ser tolerantes …”, “son exigencias de la democracia”, “lo que importa es la autenticidad de lo que va por dentro…”, “es la lógica de un Estado aconfesional…”, “conviene no reaccionar con histeria y ser prudentes…”
Pero lo cierto es que el ciudadano debiera comprender que la prohibición de un símbolo religioso en espacio público no es una simple desaparición del mismo, sino una verdadera sustitución por otro, a pesar de que, en su lugar, no se instale ninguno. La ausencia de símbolos puede ser por sí misma un símbolo que no tiene más legitimidad para aparecer en ese espacio que el que tenía el anterior. En aquella pared del aula donde siempre hubo un crucifijo, la Justicia (¡qué cinismo!) ha dicho que debe quedar vacía. Si antes el crucifijo decía algo, hoy el vacío dice mucho más. Luego el vacío es un signo de eso que dice. ¿Tiene más legitimidad este nuevo signo que el anterior? Allí donde siempre se puso un belén por Navidad, hoy se ha prohibido y se ha quedado el lugar para un derroche de luces de colores. La prohibición y las luces se han constituido en signo, en lenguaje de otra cosa; hacen referencia a otra realidad distinta. ¿En virtud de qué principio democrático se puede sustituir la manifestación pública de una opción por otra opción aunque sea de distinta naturaleza y se llame laica?
He recibido estas Navidades unas cuántas decenas de tarjetas navideñas. Independientemente de su texto, todas decían algo. Incluso las que parecían no decir nada eran elocuentes. Y he notado como una cierta tendencia a presumir de superioridad intelectual, quizás también de superioridad moral por su espíritu cosmopolita y tolerante, a quienes, prescindiendo de todo motivo cristiano, se han empeñado en remitir diseños descomprometidos. Resultaba muy fácil leer sus mensajes.
Me aborda indignada la ultramoderna jovencita que acudió a la farmacia a comprar una contraceptivo y se topó con un profesional que, amparado en sus convicciones religiosas, le dijo no estar dispuesto a ello. No tolera, mi demócrata muchacha que, alguien en un servicio al público, aplique los dictados de su conciencia moral de fundamento religioso al ejercicio de la profesión. Sin embargo le parece tan normal que un profesional aplique los dictados de su conciencia moral de fundamento no creyente para proporcionarle su demanda. ¿En virtud de qué principio de razón, de ilustración o de liberalismo, tiene hoy ese caché de calidad moral superior la no creencia? Lo curioso, dicho sea de paso, es que mi tolerante señorita cuando sale a la compra evita ir a la carnicería de la esquina, propiedad de un ejemplar ciudadano islámico, porque ya sabe que allí no encontrará nunca jamón. Lógicamente esto le parece respetable y una muestra de tolerancia, que lo es.
Empiezo a creer que determinadas incoherencias sociales dejan vergonzantemente al descubierto intenciones más beligerantes y agresivas de lo que aparentan. Empiezo a creer que no hay una intención de eliminar símbolos para ganar en convivencia, sino que, de verdad, se ha abierto la veda a la cristofobia.
Y ante estos fenómenos sociales uno siempre es apóstol. De una opción o de otra. También por pasividad, porque la inacción, el encogimiento de hombros, el acomodarse a la corriente es siempre una acción a favor del denominado nuevo orden. Cuando se legisló en España a favor de los matrimonio entre homosexuales, aun no estando de acuerdo, oí a muchos padres tratar de intolerantes y fundamentalistas a quienes se oponían. “Total, a usted no le afecta. ¿Qué más le da?” Hoy, cuando a sus hijos les están enseñando en muchos colegios que tienen que definir su opción sexual y que el matrimonio homosexual es una opción más, igual que la de su papá y la de su mamá, vuelvo a oír a alguno de esos mismos padres indignarse sin advertir que los silencios de entonces tenían todos los efectos de una apologética.
La verdadera fuerza de una opción ideológica que se quiere imponer no reside tanto en su calidad intelectual o en su coherencia interior, sino en la debilidad de los que afirman no estar de acuerdo. Estos son los agentes más eficaces de la propagación de aquélla. Su inacción también es un mensaje.