Amor humano
Juan Manuel De Prada
21 noviembre 2016
Seguramente no exista, entre todas las aspiraciones humanas, otra más noble que la de amar y ser amado. Una vida sin amor es una vida sin sustancia y sin norte, condenada a la esterilidad y a la desesperación. Muchas son las expresiones del amor humano, de esa necesidad que las personas tienen de estar ligadas entre sí, de vivir unas por otras y para otras, de encontrar esa comunión que restablece la armonía de todo lo creado. Lope de Vega, en un soneto célebre, acertó a describir ese cataclismo interior que se produce en cada uno de nosotros cada vez que nos enamoramos: «Desmayarse, atreverse, estar furioso… […] ¡Esto es amor! Quien lo probó lo sabe». Pero la fuerza arrasadora de ese cataclismo que describe Lope no garantiza, bien lo sabemos, su duración. Ese estado de excitación o embriaguez de los sentidos que describe Lope corre el riesgo de desvanecerse como una ilusión cuando choca con las rutinas de la vida. La intimidad cotidiana resta brillo a las cualidades del ser amado; y, al mismo tiempo, hace resaltar sus imperfecciones y miserias. Entonces el amor corre el riesgo de hundirse en la aridez y la insatisfacción. Sólo el amante que sabe salir de sí mismo para entregarse al otro y sentirse invadido por su destino puede superar el desvanecimiento de esta ilusión primera. El amor que vive de codiciar siempre nos deja, a la postre, hambrientos; el único amor que nos deja saciados es el que vive para darse.
A nadie se le escapa que el amor, para mantenerse vivo, para no convertirse en rutina, para no desembocar en agria disputa, necesita de purificaciones a veces desgarradoras. El amor juvenil, tan entusiasta y deslumbrado, corre pronto el riesgo de convertirse en sed vulgar de una felicidad superficial e inmediata, en una divinización de la sensualidad o en una exaltación del egoísmo que acaba provocando hastío. El amor de la madurez puede convertirse en una rutina esterilizante, incluso degenerar en un puro formalismo legal que encubre una simbiosis de egoísmos, un compromiso artificial entre dos almas que han llegado a ser extrañas y cerradas la una para la otra. El amor de la vejez, por último, acechado por las naturales decepciones y quebrantos producidos por el decaimiento físico y también por las heridas de la amargura, puede hundirse en la aridez y en la insatisfacción. A nuestro derredor se multiplican los amores fracasados; pero también conocemos a hombres y mujeres que han sabido amarse de por vida y hacer de su amor una realidad gozosa y fecunda, hombres y mujeres que nos enseñan que el amor que supera todos los escollos es el que vive para darse, primero con entusiasmo juvenil, después con la abnegación de la madurez, ya al fin con esa alegría generosa que se sobrepone a los quebrantos de la edad.
En su obra El amor humano, Gustave Thibon afirmaba con razón que «sólo los afectos que resisten la destrucción de su primer componente sentimental están llamados a trascender en el tiempo». Para ello, consideraba que el amor debe reposar sobre cuatro pilares: pasión, amistad, sacrificio y oración. Pasión, pues no podemos concebir un amor humano sin una atracción sexual recíproca, asumida, coronada y superada por el espíritu. Pero para que el amor sea duradero exige una comunión mucho más profunda que no se logra con la mera pasión. Debe existir entre los amantes una amistad que los enseñe a respetar y admirar al otro, que los incite a penetrar en el alma del otro, que los llene de un hambre nunca colmada de conocerse mejor el uno al otro, y de conocer juntos el incesante mundo.
Pero un amor sólo es grande y duradero en la medida en que lo nutren las decepciones y dolores sembrados sobre su camino. Desconocer lo que hay de positivo y fecundo en el dolor es la tara principal de nuestra generación. El amor, para ser de veras grande y duradero, necesita también nutrirse con sacrificios. No hay amor duradero sin sacrificio mutuo, sin esfuerzo para superar las decepciones, la monotonía, los respectivos egoísmos, sin paciencia para soportar las miserias e imperfecciones del otro. Y por último, concluye Thibon, el amor tiene que conjugarse y amalgamarse con el amor eterno. Quien ama de verdad acoge al ser amado no como un dios, sino como un don de Dios; no lo confunde nunca con Dios, pero no lo separa nunca de Dios. Para amar a un ser finito, con todas sus miserias e imperfecciones, es preciso amarle como mensajero de una realidad que le sobrepasa, de una plenitud divina.
Como escribía Dante, al referirse a Beatriz: «Ella miraba a lo alto y yo la miraba a ella»