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Acerca del humanismo ateo

Equipo Pedagógico Ágora

1. La deriva de la Modernidad frente a la cosmovisión cristiana

Ha escrito Carlos Valverde que “la Modernidad se caracterizará por ser una larga marcha hacia la total autonomía de lo secular. El proceso es una inmensa epopeya que duró seis siglos. Puede darse por concluido, en algún sentido, cuando Feuerbach proclama la sentencia Homo homini deus, el hombre no tiene otro Dios que el hombre. Era la expresión más completa del espíritu secular y del inmanentismo. Dios se ha hecho innecesario. Los hombres no le necesitan ya. Ellos solos pueden construir su ciudad. Para ello les basta la razón. La razón puede colocarse en el sitio de Dios. Por su parte, Nietzsche después pronunciará la definitiva sentencia mortuoria: ‘Dios ha muerto. Nosotros le hemos matado’.”

Según Berdiaieff, que es del mismo parecer que Valverde, tanto la Revolución Francesa del siglo XVIII como el positivismo y el socialismo del siglo XIX son las consecuencias del humanismo que comenzó a imponerse a partir del Renacimiento, al mismo tiempo que los síntomas del agotamiento de su poder creador.

En el Renacimiento, el hombre recomenzó como nunca antes el proceso de su autoexaltación. Desde el siglo XIV hasta nuestros días se han ido sucediendo diversas posturas e ideologías que pretenden que “el hombre es el ser supremo para el hombre”. Pero nunca el ser humano se ha visto amenazado y aplastado en su dignidad y en su existencia de forma tan clamorosa. Al homo homini deus del humanismo ateo le ha seguido el homo homini lupus.

Los humanismos de la inmanencia, que sostienen que el sentido de la vida humana se halla en este mundo y en los logros que el hombre puede alcanzar en él, no admiten un orden moral cuyas normas estén por encima de la voluntad humana, ni un Dios que sea el autor u origen de dicho orden moral y del hombre mismo. Con ello pretenden que la libertad humana no tenga limitación alguna, pero no se tiene en cuenta que entonces se puede convertir en una amenaza para sí misma si escapa al orden moral objetivo, se ve desamparada y entonces la libertad de los más fuertes acaba imponiéndose sobre la de los más débiles.

Con la “muerte de Dios” se insinúa un humanismo que paradójicamente conduce a la “muerte del hombre”. Los humanismos ateos del siglo XIX, el marxismo, el positivismo, el evolucionismo materialista y el vitalismo de Nietzsche tienen en común, junto con su rechazo de la divinidad para exaltar al hombre, el menosprecio y la indefensión de la persona humana concreta y singular, incurriendo en diferentes formas de reduccionismo.

Por su parte, los humanismos inmanentistas del siglo XX: el psicoanálisis, el existencialismo ateo y el pragmatismo economicista, incurren también en un visión depauperada, angustiada y triste de la condición humana. Así las cosas, la persona misma aparece sumida en el anonimato y en el desamparo de una existencia sin sentido.

Pero en verdad, el florecimiento de lo humano no es posible más que en la medida en que el hombre tiene conciencia, en lo más profundo de su ser, de su verdadero lugar en el cosmos y de sus raíces divinas. Al comienzo del Renacimiento, el hombre tenía aún esa conciencia, reconocía todavía el sentido trascendente de su existencia. Pero poco a poco se fue deslizando hacia una ruptura ambivalente y dramática.

La paradoja no deja de ser dolorosa. El Renacimiento se inauguró con la afirmación gozosa de la individualidad creadora del hombre, pero al agotarse sus virtualidades se clausuró con la negación de su dignidad. El hombre sin Dios deja de ser hombre: tal es para Berdiaieff y para otros pensadores notables el sentido profundo de la historia de los últimos seis siglos, historia de la grandeza y decadencia de las ilusiones humanistas. Paulatinamente el hombre se vio desvinculado de su fundamento trascendente y, vaciada su alma, acabó convertido en esclavo, no de las fuerzas sobrenaturales sino de elementos inferiores e inhumanos. La divinización del hombre y de lo humano, han provocado precisamente el fin del humanismo, su autonegación, el agotamiento de sus fuerzas creadoras.

Berdiaeff considera el proceso de la historia moderna como una progresiva emancipación. «Pero ¿emancipación de qué, emancipación para qué? ¿En nombre del hombre, en nombre del humanismo, en nombre de la libertad y de la felicidad de la humanidad? No se ve ahí una respuesta sostenible. No se puede libertar al hombre en nombre de la libertad del hombre, por no poder el hombre ser la finalidad del hombre. Si el hombre no tiene hacia qué elevarse, queda privado de sustancia. La libertad humana aparece en este caso como una simple fórmula sin consistencia» (Una nueva Edad Media… 92-93).

En nuestra época se evidencia la paradoja de que cuando el hombre se somete a un principio superior, sobrenatural, se consolida y afirma, mientras que se pierde cuando resuelve permanecer encerrado en su pequeño mundo, convertido en un Dios imposible, y acaba por caer en un vacío de desesperación.

2. La decadencia hacia lo inhumano

Berdiaieff cree encontrar una prueba en la evolución del arte. El Renacimiento exaltó la imagen del hombre, su rostro clarividente, su torso musculoso, pero las corrientes estéticas a partir del siglo xx han sometido la forma humana a un profundo quebranto, la han descompuesto en fragmentos, como se puede ver en el período cubista, o en el surrealismo, entre otros ejemplos (cf. Le sens de l’histoire... 153-155).

El mismo proceso se aprecia en el campo del conocimiento. La Ilustración y la Revolución Francesa exaltaron la razón del hombre hasta endiosarla. Y hoy corrientes de pensamiento surgidas a partir de ellas niegan que la razón pueda acceder a la verdad. Perdido su centro espiritual y negado el origen trascendente de su inteligencia, reflejo del Logos divino, el hombre se pierde a sí mismo y renuncia a su capacidad de entender (cf. Una nueva Edad Media... 51-53).

Berdiaieff ha caracterizado de dos maneras el proceso de los últimos siglos:

- En primer lugar se ha producido un gigantesco desplazamiento del centro a la periferia. Cuando el hombre rompió con el centro espiritual de la vida, se fue deslizando lentamente desde el fondo hacia la superficie, se fue haciendo cada vez más superficial, viviendo cada vez más en la periferia de su ser. Pero como el hombre no puede vivir sin un centro, pronto comenzaron a surgir en la superficie misma de su vida, nuevos y engañosos centros. En nuestro siglo, el hombre occidental se encuentra en un estado de vacuidad terrible. Ya no sabe dónde está el centro de la vida ni siente profundidad bajo sus pies. (cf. ibid., 16).

- Considera este transcurrir de la modernidad también como un desplazamiento de lo orgánico a lo mecánico. El fin histórico del Renacimiento trajo consigo la disgregación de todo cuanto era orgánico: la Cristiandad, las corporaciones, el orden político. Al comienzo, en sus primeras fases, dicha dispersión fue considerada como si se tratase de una liberación del hombre. Mas no fue así, ya que se ha visto encadenado a nuevos engranajes sociales, cuyo símbolo, en su día, fue la máquina. Charles Chaplin ironizó con agudeza sobre ello en su película Tiempos modernos. Como recuerda Berdiaeff, «cuando las potencias humanas salen del estado orgánico, quedan inevitablemente sujetas al estado mecánico» (ibid., 43).

En relación con todo esto señala Gustave Thibon que, a diferencia del hombre de la Cristiandad, asentado sobre lo elemental y coronado con lo espiritual, el hombre moderno no sólo ha perdido sus conexiones con el orden sobrenatural, sino también, en buena parte, con la naturaleza misma: «La sociedad feudal tenía echadas sus raíces en la naturaleza y en la vida por el primado del coraje físico, por la pertenencia a la tierra, por la herencia y el respeto de la ley de la sangre, y recibía el influjo espiritual y religioso por el juramento, la fidelidad, el espíritu caballeresco y todas las formas de sacralización del pacto social... La parte más ostensible de la sociedad actual, exalta sus jerarquías basadas en el dinero anónimo y en el Estado abstracto; sus celebridades, agigantadas por la propaganda; sus autoridades, brotadas del azar y de la intriga... Vacías de la savia de la tierra y de la savia del cielo... ¿Cómo extrañarse, en estas condiciones, de la proliferación de flores artificiales? Son las únicas que no necesitan raíces ni savia».

Nietzsche y Marx, entre otros, ilustran dos formas concretas de autonegación y autodestrucción del humanismo. En Nietzsche, el humanismo abdica de sí mismo y se desmorona bajo la forma individualista; en Marx, bajo la forma colectivista. Ambos parten de la sustracción del hombre a las raíces trascendentes de la existencia. En ambos se consuma el fin del Renacimiento, pero en ninguno de los dos con el triunfo del hombre. Después de ellos, ya no es posible una fe ingenua en lo puramente humano (cf. N. Berdiaieff, op. cit., 40-42).

3. El humanismo prometeico de Marx

La culminación del grito revolucionario que exalta a la razón humana como suprema divinidad puede escucharse claramente en Marx y en Nietzsche, referentes del humanismo ateo contemporáneo.

En la tesis doctoral que Marx defendió a la edad de 24 años, el prefacio incluye la profesión de fe de Prometeo, grito de rebeldía contra los dioses en nombre de la razón humana:

“La filosofía, mientras una gota de sangre haga latir su corazón absolutamente libre y dominador del mundo, declarará a sus adversarios junto con Epicuro: ‘No es impío aquel que desprecia a los dioses del vulgo, sino quien se adhiere a la idea que la multitud se forma de los dioses’. La filosofía no oculta esto. La profesión de fe de Prometeo: ‘En una palabra, ¡yo odio a todos los dioses!’, es la suya propia, su propio juicio contra todas las deidades celestiales y terrestres que no reconocen a la autoconciencia humana como la divinidad suprema. Nada debe permanecer junto a ella.

Pero a los despreciables individuos que se regocijan de que en apariencia la situación civil de la filosofía haya empeorado, ésta, a su vez, les responde lo que Prometeo a Hermes, servidor de los dioses: ‘Has de saber que yo no cambiaría mi mísera suerte por tu servidumbre. Prefiero seguir encadenado a la roca antes que ser el criado fiel de Zeus’. En el calendario filosófico, Prometeo ocupa el lugar más distinguido entre los santos y los mártires.” (Diferencia de la filosofía de la naturaleza en Demócrito y en Epicuro. 1841)

4. La superación del humanismo: el superhombre

Friedrich Nietzsche irá aún más lejos. No es la razón ni el pensamiento o la inteligencia humana –o el trabajo tomado como la fuerza material de producción, como dirá Marx- quien nos habla de la grandeza de la vida que se expande en el mundo; es la voluntad de poder. Y su triunfo será la muerte de Dios y la superación del hombre mismo para anunciar la llegada del superhombre:

“¿No habéis oído hablar de ese hombre loco, que, en pleno día, encendía una linterna y echaba a correr por la plaza pública, gritando sin cesar: Busco a Dios, busco a Dios? Como allí había muchos que no creían en Dios, su grito provocó hilaridad: -Qué, ¿se ha perdido Dios?, decía uno. -¿Se ha perdido como un niño pequeño?, decía otro. -¿O es que se ha escondido? ¿Tiene miedo de nosotros? ¿Ha emigrado? Así gritaban y reían en confusión. El loco se precipitó en medio de ellos y los traspasó con su mirada. -¿Dónde se ha ido Dios? Yo os lo voy a decir, les gritó. ¡Nosotros le hemos matado. Vosotros y yo! ¡Todos nosotros somos sus asesinos!... Entro tiempo el delito contra Dios era el máximo delito, pero Dios ha muerto y con Él han muerto también esos delincuentes. ¡Ahora lo más horrible es delinquir contra la tierra!

“Zaratustra habló así al pueblo: ‘Yo os enseño al superhombre. El hombre es algo que debe ser superado… El superhombre es el sentido de la tierra. Diga vuestra voluntad: ¡sea el superhombre el sentido de la tierra! ¡Yo os conjuro, hermanos míos! Permaneced fieles a la tierra y no creáis a quienes os hablan de esperanzas sobreterrenales! Son envenenadores, lo sepan o no. Son despreciadores de la vida, son moribundos y están, ellos también, envenenados, la tierra está cansada de ellos. ¡Ojalá desparezcan!’… Sólo donde hay vida hay también voluntad: pero no voluntad de vida, sino voluntad de poder. Muchas cosas tiene el viviente en más alto aprecio que la vida, y en su apreciar mismo habla la voluntad de poder.” (Así habló Zaratrustra, 1885)

Avanzado el siglo XX, en 1968, Michael Foucault sentenció, en la estela del pensamiento nietzscheano, que “el hombre ha muerto”: “El hombre es una invención cuya fecha reciente muestra con toda facilidad la arqueología de nuestro pensamiento. Y quizá también su próximo fin.” (Les mots et les choses. 1968: 375). El chileno Rodrigo Castro Orellana señala al respecto que “Nietzsche sería el precursor de esta reflexión contemporánea. Su filosofía inauguraría el desarraigo de la antropología al señalar la relación de fondo entre Dios y el hombre que hace de la muerte del primero un acontecimiento equivalente a la desaparición del segundo. La muerte de Dios es su propia muerte y la de todas aquellas imágenes que le son correlativas. De hecho, cuando el hombre es entendido como sujeto de su propia conciencia y de su propia libertad, encarna en cierto modo la figura del Dios perdido.” Se refiere Foucault al hombre como sujeto y fundamento de toda representación e interpretación del mundo (constituido en la Modernidad en trasunto usurpador, en el fondo, de Dios). Tras la “muerte del hombre” se anuncia –sin más argumento que un voluntarismo ciego- la llegada del superhombre. Lo que no se ha querido apreciar y valorar es el precio de tal advenimiento.

Nietzsche se atrevió a enunciar proféticamente las consecuencias del triunfo del superhombre y de su voluntad de poder: la desolación, la destrucción, la victoria de la nada. Escribía dos años antes de caer definitivamente en la lcura: “Prometo la llegada de una época trágica. Debemos estar preparados para una larga serie de demoliciones, de ruinas, de subversiones, habrá guerras como no se conocieron jamás en el mundo. Europa se sumirá en sombras muy pronto, asistimos a la ascensión de una marea negra. Se prepara, gracias a mí, una catástrofe cuyo nombre sé, un nombre que no diré jamás… Toda la tierra se estremecerá en convulsiones. En breve llegará el nihilismo.

“Pero esto no es más que el efecto, la manifestación exterior de una crisis más profunda, totalmente interna, pues el pensamiento precede a la acción como el relámpago al trueno”. (Ecce homo, 1888)

5. La caída en la nada

No se puede negar que la Revolución moderna ha producido también algunos resultados buenos, entre otros los progresos técnicos y científicos. Mas esos logros son la contrapartida de las grandes pérdidas operadas en los planos ético, antropológico, filosófico, metafísico y teológico: porque la inteligencia y la voluntad, para autojustificarse, han querido negar el “hilo de oro” que religa todas las cosas a Dios y al orden de las cosas creadas.

Remarca Gustave Thibon: “La locura revolucionaria consiste en exigir lo imposible, es decir, lo infinito, a lo finito, buscar la felicidad en las contradicciones de la vida mortal, el espíritu en la materia, y lo divino en lo humano. Es exactamente el mismo imposible que la gracia nos da. Porque ‘lo que es imposible para los hombres es posible para Dios’.”

El complejo proceso de la Revolución Moderna adquiere inteligibilidad si se considera a la luz de la parábola del hijo pródigo. Los hombres del Renacimiento pidieron a Dios la parte de su herencia, le pidieron el libre uso de su inteligencia, de su voluntad, de sus pasiones, para usarlas a su arbitrio. Al principio se sentían felices, pletóricos de impulso creador. Pero con el tiempo esa herencia se fue dilapidando, y los hombres comenzaron a sentirse vacíos, a experimentar hambre, y los que se habían negado a reconocer a su Señor divino buscaban ahora amos extraños a los que someterse. Acabaron apacentando cerdos. La parábola de Cristo es dura e irónica. El hombre quiso hacerse como Dios, según se lo insinuara la tentación paradisíaca, y acabó reduciéndose al nivel de los animales. Bien afirma Thibon que «el hombre no escapa a la autoridad de las cosas de arriba, que lo alimentan, más que para caer en la tiranía de las cosas de abajo, que lo devoran». Es lo que dijo S. Agustín: «El que cae de Dios, cae de sí mismo».

Conclusión

Benedicto XVI escribe en su encíclica Caritas in veritate: “Sin Dios el hombre no sabe donde ir ni tampoco logra entender quién es. Ante los grandes problemas del desarrollo de los pueblos, que nos impulsan casi al desasosiego y al abatimiento, viene en nuestro auxilio la palabra de Jesucristo, que nos hace saber: «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5). Y nos anima: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final del mundo» (Mt 28,20). …

“El hombre no es capaz de gobernar por sí mismo su propio progreso, porque él solo no puede fundar un verdadero humanismo. Sólo si pensamos que se nos ha llamado individualmente y como comunidad a formar parte de la familia de Dios como hijos suyos, seremos capaces de forjar un pensamiento nuevo y sacar nuevas energías al servicio de un humanismo íntegro y verdadero. Por tanto, la fuerza más poderosa al servicio del desarrollo es un humanismo cristiano, que vivifique la caridad y que se deje guiar por la verdad, acogiendo una y otra como un don permanente de Dios.

…La cerrazón ideológica a Dios y el indiferentismo ateo, que olvida al Creador y corre el peligro de olvidar también los valores humanos, se presentan hoy como uno de los mayores obstáculos para el desarrollo. El humanismo que excluye a Dios es un humanismo inhumano. Solamente un humanismo abierto al Absoluto nos puede guiar en la promoción y realización de formas de vida social y civil -en el ámbito de las estructuras, las instituciones, la cultura y el ethos-, protegiéndonos del riesgo de quedar apresados por las modas del momento. La conciencia del amor indestructible de Dios es la que nos sostiene en el duro y apasionante compromiso por la justicia, por el desarrollo de los pueblos, entre éxitos y fracasos, y en la tarea constante de dar un recto ordenamiento a las realidades humanas. El amor de Dios nos invita a salir de lo que es limitado y no definitivo, nos da valor para trabajar y seguir en busca del bien de todos... Dios nos da la fuerza para luchar y sufrir por amor al bien común, porque Él es nuestro Todo, nuestra esperanza más grande.” (n. 78)

Con estas reflexiones hemos pretendido recorrer el trayecto que va desde la Cristiandad hasta la "muerte de Dios" a lo largo de la Modernidad. El resultado es que sin Dios lo que acontece en realidad es la "muerte del hombre": “Cuando la razón ha querido independizarse de Dios ha terminado en las aberraciones de las dictaduras, las guerras y el capitalismo, o en el desierto nevado de la Posmodernidad. En realidad, no ha sido la razón sino el hombre el que se ha querido independizar de Dios. Y el hombre sin Dios, sin un Ser último en quien religarse, se queda solo y perdido en su soledad. Queriendo ser sólo racional, termina en lo irracional.” (C. VALVERDE. Ob. Cit., págs. 342-3)


BIBLIOGRAFÍA:


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PERNOUD, Régine. ¿Qué es la Edad Media? Magisterio Español, Madrid, 1979
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  • El cristiano en la crisis de Europa. Cristiandad, Madrid, 2005


SÁENZ S.J., Alfredo. La cristiandad. Una realidad histórica. Gratis date. Pamplona. 1999
VALVERDE S.J., Carlos. Génesis, estructura y crisis de la Modernidad. BAC. Madrid, 1996


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