Abilio de Gregorio
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Sólo quiero que mis hijos sean felices

2.- Consecuencias de orden educativo

Desde esta descripción de nuestra condición humana podríamos derivar múltiples consecuencias de orden educativo. Señalemos algunas de mayor proyección práctica:

En primer lugar, es preciso poner de relieve la evidencia de que una necesidad no se satisface más que con el bien que la corresponde. No son intercambiables los bienes. El hambre no se satisface con una oferta de valores éticos por sublimes que éstos sean. El hambre solamente se satisface con comida. Pero en los otros órdenes de bienes y valores sucede otro tanto: no es posible satisfacer las carencias afectivas de un niño deficientemente atendido, comprendido, aceptado y valorado comprándole cuanto puede demandar su apetito de bienestar. Eso satisface otras instancias pulsionales, pero no las necesidades afectivas. De la misma manera, el impulso de sentido demandando bienes de carácter trascendente, no podrá nunca ser satisfecho por ofertas inmanentes de consumo o de egolatría. Las falsas salidas hacia satisfacciones inmediatas, los bucles hacia sí mismo, terminan creando angustias neurotizantes. Como ha demostrado en un reciente estudio con adolescentes J.I. Prats, “la técnica multivariada del análisis discriminante señala la autotrascendencia (que indica presencia de metas definidas en la vida, capacidad de captar valores y compartir intereses, capacidad firme de decisión, adecuada distancia respecto de la propia emotividad para captar la realidad con imparcialidad), es decir, apertura y comu­nionalidad, como la variable más potente que permite discriminar el logro de sentido de la vida”.

La felicidad de los hijos

Sin embargo, no conviene olvidar que, como enseña A. Maslow, solamente cuando se ha satisfecho hasta un determinado umbral de exigencia una necesidad de un rango inferior, aparece la urgencia de las necesidades superiores. La postración de quien vive por debajo de lo estrictamente necesario para mantener su vitalidad corporal, no le permite el cultivo de las necesidades afectivas. A lo sumo, utilizará lo afectivo como medio para cubrir aquellas necesidades desvirtuando la verdadera naturaleza de éstas. Y a quien no tiene satisfechas hasta un cierto umbral las necesidades afectivas, le resultará igualmente difícil abrirse a las tendencias de autotrascendencia. Ese vacío del yo opera con un efecto succionador que impide la apertura a lo que está más allá.

La disconformidad del niño o del adolescente (y del adulto) consigo mismo, además de hacerlo un ser infeliz, producirá una serie de conductas reactivas, como puede ser el establecimiento de barreras de protección (engreimiento, búsqueda de la atención de los otros, agresividad, desplazamientos, compensaciones, etc.), o conductas de sumisión autodestructiva (“yo sé que no valgo para nada...”), o retracciones (refugio en el mundo de la fantasía, inhibición, retraimiento, etc.). En último análisis, incapacidad para salir creativamente de sí mismos.

Pero también Maslow nos enseñó que "gratificar las necesidades neuróticas no alimenta la salud como lo hace la gratificación de las necesidades básicas inherentes. Dar a quienes persiguen el poder neurótico todo el poder que quieren, no les hace menos neuróticos ni tampoco es posible saciar su necesidad neurótica de poder”. En efecto: si se sobreatisfacen las necesidades básicas, si se pasa de un umbral, se las llega a neurotizar. Todos tenemos necesidad de consumir para sobrevivir, pero si se sobrealimenta esa necesidad, podremos convertir al sujeto en un consumista compulsivo incapacitado para abrirse a la afectividad creativa y al sentido.

Todos tenemos necesidad de autoafirmar nuestro yo a través de la estima de los demás, pero si se sobrepasa un umbral de satisfacción de dicha necesidad, podemos convertir al sujeto en un ególatra neurotizado. Su necesidad neurótica de estima no se saciará nunca y le impedirá abrirse a las dimensiones transitivas de la vida. Por eso concluye Maslow, “pero ahora se nos plantea la posibilidad de una nueva patología: la abundancia psicológica; o sea la de sufrir las consecuencias (aparentemente) de ser amados y cuidados con devoción, de ser adorados, admirados, aplaudidos y escuchados sin darnos cuenta de ser el centro del escenario, de tener sirvientes leales, de tener garantizado cualquier deseo aquí y ahora, incluso de ser los objetos del propio sacrificio y de la propia abnegación".

Mas, por otra parte, hemos de señalar que, la plenitud del logro de la vida, en virtud de la satisfacción de la tendencia al sentido por la conexión con un bien suficientemente trascendente, permite al sujeto hacer renuncias a bienes de rango inferior. Es una suerte de sublimación. Puede producir perplejidad constatar que, personas con carencias aparentemente insoportables para el común de los mortales, se mantengan en un estado de “contento”, de armonía, de plenitud de vida. En esos casos, siempre estamos ante sujetos que han encontrado un anclaje altamente trascendente en su vida. Han encontrado algo que les “merece la pena”, algo o alguien, tan suficientemente grande, que se merece la factura de penas que para otros serían absurdas e incomprensibles. “Me podréis quitar las libertades y hasta la vida, viene a decir V. Frankl a sus verdugos del campo de concentración, pero nunca me podréis quitar la capacidad de dar sentido a la privación de libertades y a la privación de la vida.”

Esto nos lleva a pensar que la mejor aportación de la educación a la felicidad de las personas y, por lo tanto, la mejor terapia ante el vacío consiste en abrir caminos por los que aprendan a salir de sí mismos. “Derreflexión” llamó a esto Frankl y lo definió como “olvidarse de sí mismos. Pero no pueden olvidarse de sí mismos salvo que se den a otro”. Mensaje contra corriente en una época y en una sociedad instalada en la “cultura del yo”, en la autocontemplación narcisista. Sin embargo no parece haber otro camino para la felicidad. Por eso hemos de preconizar la presencia de los grandes ideales humanistas, éticos y religiosos en el horizonte de la educación.


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