El despertar de la señorita Prim

Natalia Sanmartín Fenollera

NORCIA

Prudencia Prim apuró los escalones de salida de la cripta de la basílica de San Benedetto y, tras retirar el cordón carmesí que separaba la entrada del resto del edificio, salió al exterior. El frescor de la mañana le dio en el rostro mientras bajaba los escalones y se adentraba en la plaza principal de Norcia. Los puestos del mercadillo todavía estaban cerrados o empezaban poco a poco a desperezarse, a la espera de ofrecer a los primeros viandantes pequeños recuerdos de artesanía local. En las tiendas de norcineria, abarrotadas de toda clase de embutidos, prosciutti, mortadelas, salchichones y otros productos como lentejas, pastas de todas las formas y colores, arroces y las más deliciosas trufas, los comerciantes levantaban rejas, descorrían cerrojos, abrían puertas y adornaban el exterior de sus negocios con cestas y atractivas muestras de sus géneros. El Consistorio, con la bandera de Italia ondeando al viento, y, frente a éste, el recio edificio que albergaba el Museo Eclesiástico de Castelluccio, eran lugares deliciosamente familiares para ella. Y sin embargo, sólo llevaba dieciséis semanas viviendo allí. Era una mañana de viernes, y la señorita Prim, como tenía por costumbre, dobló la esquina de la basílica, bajó la calle y se dirigió a la pequeña terraza del bar Venecia a desayunar. Animada por la perspectiva de disfrutar de un refrigerio abundante, se sentó a una mesa, cogió la carta y acarició con la mirada las ofertas de prosciutto y cabeza de jabalí. Cuando el camarero salió a tomar nota de su pedido con la sonrisa afable con que la recibía todas las mañanas, la bibliotecaria suspiró satisfecha.

—Buongiorno, signorina. —Buongiorno, Giovanni. —Cappuccino? —Cappuccino —asintió—. Y algo de ese prosciutto excelente que siempre tiene. El hombre la contempló con gesto de duda. —Prosciutto? No lo creo, debe de estar usted equivocada. La señorita Prim le miró con sorpresa. Abrió la boca dispuesta a replicar, pero en lugar de eso esbozó una sonrisa azorada. —Por supuesto que no, Giovanni, qué despistada soy. —¿Unas tostadas con queso fresco y mermelada? —Eso estará bien. La bibliotecaria se acomodó en su silla y entrecerró ligeramente los ojos. Había llegado a principios de mayo, justo a tiempo para disfrutar del esplendor de la primavera. Aquella primavera que cada año inundaba de flores el Piano Grande de los Montes Sibilinos, una enorme llanura encerrada entre montañas que se extendía como un lago silencioso a escasos kilómetros de Norcia. Aconsejada por la propietaria de su hotel, la bibliotecaria había subido una mañana el altiplano y contemplado la grandiosa belleza de aquella inacabable alfombra tejida por millares de amapolas, pequeñas margaritas, tréboles y violetas, dientes de león, ranúnculos de color amarillo, rosa y rojo, gentianellas azuladas, campanillas y muchas otras especies silvestres. Aquella

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