La Cartuja de Miraflores
(Cfr. http://www.cartuja.org/)
La Cartuja de Miraflores es un monasterio de típico estilo isabelino. Ostenta altos muros con contrafuertes y ventanas ojivales propias del gótico avanzado y alberga una gran riqueza artística. La Iglesia y la Capilla pertenecen al monasterio fundado por Juan II de Castilla, que cedió en 1442 a los monjes el palacio de la quinta de recreo que había ordenado construir Enrique II hacia el año 1400.

La construcción de la iglesia comenzó en 1454 por Juan de Colonia; la continuó Garci-Fernández Matienzo y la concluyó en 1488 Simón de Colonia, convirtiéndose en uno de los conjuntos más destacados del arte gótico de finales del s. XV.
Al mirar la fábrica de la iglesia desde la explanada abierta ante la entrada, alguien recordará la factura del gótico isabelino, otro animará quizás a los visitantes a que la comparemos con un joyero o con un relicario y un tercero, experto en historia, nos recordará que hubo un edificio anterior, un palacete o alcázar que se había destinado a pabellón de caza en tiempos de Enrique III, 1401, pero que ya desde entonces se pensó que debía ser un centro de oración, un monasterio para la orden contemplativa de los cartujos. Fue en 1542 cuando cumpliendo con la voluntad testamentaria de su padre, Don Juan II de Castilla lo cedió como cartuja. Un incendio, diez años más tarde, 1552, arrasó la obra. Y hubo que pensar en un nuevo edificio. Juan II se lo encomendó al arquitecto Juan de Colonia y lo terminó su hijo Simón.
La reina Isabel la católica, años más tarde, fue la impulsora de esta maravilla: Terminó el edificio, mandó realizar los sepulcros para su hermano Alfonso y para sus padres Juan II de Castilla e Isabel de Portugal a Juan de Siloé y a su hijo Diego y el fascinante retablo que preside el altar mayor. La iglesia es de una sola nave, clara y esbelta, y cuenta con un ábside poligonal con bóvedas estrelladas. Destaca la puerta de ingreso desde el atrio, con los escudos del fundador, y la del claustro; pero sobre todo el retablo mayor y el sepulcro de planta de estrella de Juan II e Isabel de Portugal, obras ambas de Gil de Siloé.
El retablo de la Iglesia

Este retablo de madera policromada fue realizado por Gil de Siloé entre 1486 y 1499, es sin duda la obra maestra de este escultor, que sorprende por la riqueza ornamental y sobre todo por la complejidad de formas y símbolos que la componen.
En su estructura general se aparta de los modelos ortogonales habituales en los que el sentido narrativo lleva un orden secuencial establecido en torno al registro de la calle central. En este, aunque también se inscribe en un gran rectángulo, la disposición de los motivos en enmarques circulares alcanza una singular originalidad.
El tema central es una Piedad en donde la figura de Cristo crucificado se inscribe en un gran círculo (alusión a la Eucaristía) y es sostenido a un lado por el Padre de los cielos y al otro por el Espíritu Santo en sorprendente figura humana. A los pies de la cruz se hallan las figuras verticales de la Virgen y San Juan; en el interior de este círculo otros cuatro más pequeños representan escenas de la Pasión, y en el exterior, también inscritos en círculos, los evangelistas. El resto de las figuras varían de tamaño en función de su emplazamiento e importancia.
En la parte inferior se representa la Anunciación y el Nacimiento, también en círculos, y en los laterales se encuentran las estatuas orantes y los escudos de armas de los reyes.
El sepulcro de Juan II e Isabel de Portugal
Es espectacular el mausoleo del rey Juan II y su esposa Isabel. Esculpido sobre alabastro es de un romanticismo sobrecogedor. Ambos cónyuges aparecen muertos sobre un mismo lecho con las manos entrelazadas.
Un aficionado a la poesía exclamará: “¡Este es el rey Don Juan que aparece en las Coplas que Jorge Manrique dedicó a su padre Don Rodrigo Manrique, precisamente en torno a 1476, en los años en que Isabel la Católica decidía convertir la iglesia de la Cartuja de Miraflores en el panteón de sus padres!”
“Es asombroso, continuará un literato: ante la tumba del Rey de Castilla, vamos a escuchar la respuesta a la pregunta que se hacía Jorge Manrique: ¿Qué se hizo el Rey Don Juan? ¿Qué se hicieron sus disputas con los poderosos Infantes de Aragón, sus galas, fiestas, torneos, bailes, con damas de vestidos chapeados y jóvenes galantes con sus mil invenciones?"
El Sepulcro está labrado en alabastro. Tiene planta octogonal en estrella de ocho puntas, formada a partir de la superposición de un cuadrado y un rombo. Su altura es de 1,60 m., por lo cual las figuras de las estatuas yacentes sólo pueden ser vistas adecuadamente desde el altar mayor de la iglesia, como si los reyes estuvieran precisamente ante las figuras del retablo. Los vértices de la estrella están adornados con figuras alegóricas, imágenes de santos, apóstoles y, en las esquinas mayores, los evangelistas; también hay decoración arquitectónica, heráldica, vegetal y zoomórfica.

La figura de Juan II se presenta coronada sobre dos almohadones, luce un elegante manto adornado con joyas; en la mano derecha, sostendría un cetro real, y con la mano izquierda recoge el manto regio; el calzado son unos chapines. Recuerda al elegante caballero y rey de las fiestas cortesanas. La figura se apoya en una peana bajo la cual aparecen dos leones luchando.
Coronada se muestra también la figura de Isabel de Portugal y apoyada la cabeza sobre dos almohadones. Viste ropa larga hasta los pies con sobretúnica y manto adornado con aljófares y pedrería; en las manos lleva guantes y anillo, y sostiene un devocionario abierto; a los pies hay un niño, un león y un perro. Las estatuas de los reyes están cubiertas con doseles y separadas por una crestería, ambos de estilo gótico.

El Sepulcro del infante Alfonso (1489-1493) es de tipo arcosolio. El infante aparece en actitud orante, orientada su figura hacia el altar. El arco que acoge el sepulcro es conopial; la decoración es vegetal, con ángeles que sostienen el escudo de Castilla y León y la figura del arcángel Miguel rematando el conjunto.
El sepulcro está enmarcado por dos pilastras que parten del suelo de la iglesia; las pilastras están adornadas con imágenes de apóstoles y santos, y están rematadas por un relieve que representa la Anunciación. El arca sepulcral descansa sobre un zócalo adornado con motivos vegetales y cuatro leones y se divide en tres paneles, en el central dos ángeles sostienen el escudo de Castilla y León y en los laterales aparecen los pajes del infante Alfonso.
La voluntad de Isabel la Católica de que la Cartuja fuese una iglesia sepulcral para acoger dignamente los restos de su hermano y de sus padres sigue en pie. Las obras de arte en la Cartuja no se pueden contemplar como obras aisladas sino como obras interrelacionas, que en su conjunto adquieren una mayor significación. El retablo habla a los sepulcros con un aliento de esperanza, lo mismo que las vidrieras o la piedad que vemos en el tímpano de la puerta de entrada. Y todo cobra una fuerza fecundadora cuando sabes que se sigue rezando por los vivos y los muertos. Que Dios está aquí. La belleza, toda la belleza, recuerda la dignidad del ser humano aún en el desvalimiento de la muerte y sobre todo la omnipotencia y la misericordia de Dios.
Curiosamente no sólo fue voluntad de la Reina. El mismo Gil de Siloé así concebía el arte. Dicen de él los expertos que tuvo una concepción global de la obra de arte, que debía integrar el programa iconográfico en armonía con el marco arquitectónico. Y, en efecto, en sus conjuntos escultóricos prevalece un orden geométrico estricto y una jerarquía en los mensajes a trasmitir al espectador. La armónica perfección de su gubia y su cincel hacen hablar a la madera y al alabastro de una Belleza, con mayúscula, que trasciende toda la belleza de este mundo, pero que ya aquí ha sido sembrada.
El museo de la Cartuja
Cuenta también la Cartuja de Miraflores con un pequeño pero muy interesante museo, en el que pueden admirarse auténticas joyas como La Anunciación de Berruguete o La elevación de la cruz, una impresionante grisalla de Sorolla.
La Anunciación es un cuadro pintado por Pedro de Berruguete, extraordinario pintor de la corte de Isabel la Católica, nacido como Jorge Manrique en la ciudad palentina de Paredes de Nava. Se trata de un óleo sobre tabla de 1 m. x 139 cm pintado entre 1490 y 1496; sin duda una obra maestra. Una pintura aleccionadora pero no pensada para figurar en un retablo sino para mover a devoción.

Berruguete conocía perfectamente el arte que se estaba desarrollando en la corte italiana, pero prefirió imitar el estilo flamenco de Roger van der Weyden o de Jan van Eyck, de mayor hondura teológica y detallismo realista en la confección de sus pinturas.
Lo primero que destaca en esta Anunciación es la profundidad espacial conseguida. Tras la primera estancia en que tiene lugar el encuentro del Ángel Gabriel con María, vemos a continuación, una segunda, que prolonga el espacio hacia un paisaje luminoso, a través del ventanal gótico abierto en la pared del fondo.
En segundo lugar llama nuestra atención la minuciosidad de los detalles: los muebles, los libros, la trasparencia del jarrón con los lirios, la sensación táctil de la alfombra, y de manera especial, las telas, sin olvidar las tonalidades brillantes empleadas. No estamos en la ciudad de Nazaret ni en la humilde casita de María. La estancia es más propia de las que imaginamos utilizaría la reina Isabel, señorial, piadosa, culta, distinguida, sobria, pero elegante; como diría la Reina, con buen gusto. Es el anacronismo que pretende situar en el hoy un acontecimiento pasado cuyas consecuencias siguen fecundando el presente.
Su gran maestría se manifiesta en la representación de la figura humana. Además de la elegancia de los ropajes, tanto del ángel como de la Virgen, destaca la belleza candorosa de los dos rostros. Sublime es sin duda el recato y asombro de la doncellita que está escuchando sobrecogida el anuncio de Gabriel. La figura se muestra en una posición de muy difícil representación. Parece que estaba de rodillas en su reclinatorio, leyendo la biblia, aún abierta. Al oír el saludo, gira su cuerpo, y sin levantarse, escucha y medita el anuncio maravilloso del Arcángel Gabriel. El gesto y la posición de sus manos, hablan del asombro y del recato y de la humildad de María.

La elevación de la Cruz, por su parte, es una impresionante grisalla de Joaquín Sorolla en 1910, pintada con gama de gris, blanco y negro, imitando el efecto del bajorrelieve, sobre el momento en que se está alzando la cruz con Cristo crucificado, horrorizada la Virgen y San Juan mirándola fijamente sobrecogido.
Cristo clavado en la cruz apoya su cuerpo blanco sobre el madero a medio levantar, rostro sereno, ojos entornados, como ratificando el hágase tu voluntad y no la mía. Amarrado al extremo derecho del crucero surge una soga que permite imaginar que se apoya en un madero elevado a modo de polea rústica, pero que no nos presenta a quienes están estirando para levantarla. La escena se organiza en una diagonal marcada por Cristo y el madero de la cruz. Dos elementos llaman la atención, una gruesa soga viene de lo alto, no se ve que se apoye en el otro extremo del travesaño. Solo unas manos y sus brazos en claro signo de esfuerzo, están a la altura del espectador.

En la parte baja, en un dibujo de increíble perfección, se alzan las manos y se contempla el rostro de la Virgen implorante y transido de dolor mientras san Juan, espantado, toma mentalmente nota de todo.
Un escalofrío nos recorre el alma al contemplar la escena. Pero sobre todo cuando caes en la cuenta de que la soga que baja ante tus ojos y sujetan unas manos anónimas en primer plano, en un escorzo genial, es la que nosotros empuñamos; porque somos tú y yo los que cruelmente ayudamos a poner en vertical la cruz y provocamos a Cristo el más cruel de los tormentos. La mirada del pintor nos sobrecoge por su profundísimo mensaje.
“¡Cuánta utilidad y gozo divino traen consigo
la soledad y el silencio del desierto a quien los ama!
Sólo la conocen quienes lo han experimentado.
¿Existe algún otro Bien fuera de Dios?”
SAN BRUNO.

"Mirad.
Noche y día mi alabanza es incienso que sube hacia el cielo. Silencio y desierto rodean mi vida, trabajo y plegaria la llenan... Donde mi espíritu reposa lleno de renovada alegría.
Mirad, no tengo ni esposa ni hijos, muros encierran mi celda; mas abre en mí la puerta del Paraíso. No doy testimonio con palabras, pero mis voces aturden al mundo. Dialogar no es mi ocupación:
Dios me encadena a su silencio. Para nada más sirves ya, en la Cartuja hoy, si Él te da la vocación."
Un monje