Equívocos, alcance y sentido de la libertad
ANDRÉS JIMÉNEZ
VERDAD Y LIBERTAD
En un intento de responder desde la raíz a este planteamiento, nada hipotético por lo demás, hemos de observar primero que, si la plenitud de la libertad consiste en elegir el bien, suscitarlo, promoverlo, compartirlo..., lo primero, lo más determinante, es acertar con el verdadero bien. Es preciso distinguirlo de lo que lo enmascara, lo niega, lo finge o lo destruye. Y eso os trae al viejo y decisivo problema de la relación entre la verdad y la libertad.
Georges Bernanos comparaba la sumisión que propugna el Estado moderno, cimentado esencialmente en el poder, con ciertas formas de anemia profunda que terminaban por matar a los prisioneros de los campos de concentración nazis, meses después de liberados y a pesar de todos los cuidados. En su libro Libertad, ¿para qué?, el autor francés trae a colación aquel fenómeno para hablar de ciertas formas de “anemia espiritual” que aniquilan y asfixian la libertad en su misma raíz bajo la presión de sutiles y contundentes formas de totalitarismo.
Para él la mayor amenaza contra la libertad no está en la opresión directa por parte del poder, sino en la indiferencia, en que no se llegue a estimar la libertad –con su coeficiente de riesgo y de esfuerzo- y se prefiera, por ejemplo, la comodidad, el lujo, el dinero o la tranquilidad.
El síntoma más generalizado de esta anemia espiritual es, apunta Bernanos, la indiferencia ante la verdad y la mentira. Y el instrumento que ha generalizado a su juicio esta indiferencia fundamental es, dice, la propaganda: el control de los medios de información, el poder inmenso de la persuasión publicitaria, el imperio absoluto de la opinión.
Podemos ciertamente meditar en el enorme alcance de estos recursos mediáticos del poder económico o del político, manejados por intenciones sin rostro. Pero Bernanos apunta más bien a otra vertiente, más radical, del problema: la renuncia a los grandes compromisos, y en concreto al compromiso con la verdad.
Y es que antes y más en el fondo que en la libertad de expresión, es preciso reparar en otra libertad más real, la libertad misma de pensar, de pensar verdaderamente. La pasión por la verdad va unida a la pasión por la libertad. Una libertad que no se apoye en la verdad de las cosas y en la verdadera dignidad del ser humano se convierte en una libertad fingida, es decir engañosa y falsa. Ernesto Renan solía decir con sarcasmo que en el siglo XVIII había libertad de pensamiento, pero se pensó tan poco que resultó innecesaria.
Hoy en día puede comprobarse que la publicidad a gran escala, sirviéndose a través de los medios de comunicación y los dispositivos electrónicos, persuade de manera eficaz a amplios sectores de la sociedad que se comportan pasivamente ante ella. La verdad basada en lo real y en el razonamiento es desplazada por la “posverdad” que seduce sentimientos, afectos y emociones. Es una manifestación clara de masificación.
Pero la indiferencia ante la verdad que se da en el seno de este fenómeno oculta un hondo cansancio, incluso -tomando una expresión del propio Bernanos- una especie de “asco por la facultad de juzgar”. Esta última no puede ejercerse sin cierto compromiso interior, porque quien juzga desde la verdad se compromete. Pero el hombre moderno, según sostiene el mismo autor, ya no se compromete porque no tiene nada que comprometer; es como un motor al que ciertamente no falta ninguna pieza, pero que no se alimenta porque no hay gasolina en el depósito. Es el conformismo servil de quien ha renunciado a ejercer su libertad, ya que no tiene un para qué; en el fondo porque le da lo mismo lo verdadero que lo falso. Y quien se inclina lo mismo a lo verdadero que a lo falso, concluye Bernanos, está maduro para caer en cualquier tiranía.
Hoy nos encontramos a menudo con que la idea de libertad se aplica cada vez más a banalidades intrascendentes, mientras que el ejercicio de la verdadera libertad -que es la responsable búsqueda del bien y de la verdad- agoniza. Porque entre el bien y el mal no puede haber equidistancia.
Sin embargo, el único antídoto contra el poder desnudo que no reconoce norma alguna por encima de sí, es la afirmación de la verdad; más precisamente aún, el compromiso vital con ella. Renunciar a una libertad arraigada responsablemente en la verdad, más que un sacrificio es una costumbre que simplifica la vida terriblemente. Y por eso el mayor enemigo de la libertad es el que llevamos en nosotros mismos.
Es responsabilidad de cada hombre, de cada mujer, hacer del ejercicio de su libertad una aportación de más y mejor humanidad -calidad humana- a los demás y a sí mismo: descubrir la verdad y comunicarla (conocimiento, ciencia, saber…), amar el bien y transmitirlo (servicio, amabilidad, convivencia, compromiso y ayuda voluntaria…), aportar belleza al mundo (arte, alegría, amor, generosidad…), aprender a dar y a recibir de los demás, dominar y cultivar responsablemente el mundo creado, caminar hacia metas de sentido, hacer tangible y “abrazable” en lo posible una felicidad que nos impulsa más allá de nosotros mismos… hasta Dios, Creador de nuestra naturaleza y fin último de nuestra vida.
Pero la libertad verdadera no es una simple liberación de ataduras, sino una resuelta voluntad de vivir de acuerdo con la verdad, el bien y la justicia.
La mente herida de aquél iconoclasta de la modernidad, de aquel profeta de la nada que fue Friedrich Nietzsche, vio sin duda una intensa luz cuando escribió: “¿Te crees libre? Háblame de la raíz de tu pensamiento, y no de cómo te libraste del yugo. ¿Te crees capaz de liberarte de él? Muchos han abandonado todos sus valores al rechazar sus servidumbres. ¿Libre de qué? ¿Qué le importa esto a Zaratustra? Mírame a los ojos y contéstame: ¿Libre para qué...?” (Así habló Zaratustra. I, 17).