Saber mirar
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Santiago Arellano y la educación

Andrés Jiménez

Formado en la Universidad de Barcelona, donde se vinculó a Schola Cordis Iesu, Santiago Arellano comprendió pronto que su vocación y misión eclesial era la enseñanza, más aún, la educación. Gran profesor y mejor maestro de vida, ejerció en la Escuela de Magisterio de Pamplona hasta que en 1974 aprueba oposiciones y comienza a dar clase en institutos de Enseñanza Media, en los que ejerce asimismo como director durante 15 años.

Fue también inspector de educación, y en 1991 fue nombrado Director General de Educación del Gobierno de Navarra, cargo que ejerció durante doce años, donde hubo de implantar la LOGSE, ley socialista. Pero supo interpretarla y “matizarla” con sentido crítico, sensatez y fruto: “Nuestra aplicación, a contracorriente, se tuvo como referencia en toda España y situó a la educación navarra a la cabeza en las evaluaciones nacionales e internacionales. Especialmente llamativa fue la propuesta administrativa para atender la diversidad, tanto la significativa como la no significativa, adoptando medidas curriculares y organizativas buscando llevar a cabo una educación lo más personalizada posible.” Amigos y adversarios coinciden en que ha sido el mejor Director General de Educación que ha tenido Navarra.

Durante el curso 2003/4, en Madrid, asumió la responsabilidad de Director del Instituto Nacional de Evaluación y Calidad del Sistema Educativo (INECSE), “donde constaté que en España no sabemos leer, en la plenitud de sus posibilidades y que sigue siendo la tarea más urgente de una política educativa realista y eficaz.”

Ya en los años 80 había promovido la fundación del Movimiento de Renovación Pedagógica "Amado Alonso" en Navarra, donde se volcó en la formación del profesorado. Desde finales de los 90 colaboró intensamente en los Foruniver hasta un mes antes de su fallecimiento.

Colaboró en la Comisión de Educación de la Conferencia Episcopal Española en tareas de formación del profesorado. Durante 20 años lo hizo en la revista La Verdad, de la diócesis de Pamplona y Tudela, así como en la revista Estar, particularmente a través de la sección “Saber mirar”. Ha publicado más de mil quinientos artículos, por no hablar de innumerables conferencias y cursos impartidos. El 3 de diciembre de 2010 se le concedió La Cruz de Alfonso X El Sabio.

Pero ¿cómo entendía Santiago Arellano, maestro de vida, la tarea de educar? Vivir, repetía a menudo, es una “opción de libertad”. “Al ser humano, escribe, nada se le da hecho. Solo la educación suple todo lo que al resto de las criaturas les ha dado Dios en las leyes de la propia naturaleza. El ser humano es un proyecto de ser que necesita de los demás para alcanzar su plenitud. Redúcelo a biología y su comportamiento será el de un animal. Redúcelo a espíritu y será un ser fantasmal, sin materia y ajeno a este mundo. El hombre es un espíritu encarnado que necesita tener muy claro el principio y fundamento de su existencia. Armonizar el cuerpo y el alma hasta alcanzar la armonía y el equilibrio que permite brotar la libertad. Puedes organizar tu vida para tener y acumular. O puedes organizarla para servir por amor. Vivir es una opción de libertad. Pero no indiferente. Se cosecha lo que se siembra.”

Ningún ser humano nace hecho, acabado o perfecto: “La vida se nos da como un camino de perfección, un tiempo para lograr que quien yo estaba previsto en germen que fuera no se quede tronchado o destruido en las alternativas del vivir de cada día. El punto de partida de todo educador, es decir, de padres, amigos, esposos, y no sólo de los profesores, es que tenemos delante una persona, que como los aviones, lleva su caja negra o, si se quiere, posee un proyecto de ser único e irrepetible, pero que hay que ayudar a aflorar, que hay que cultivar y que hay que alimentar. No otra cosa significa la palabra alumno. Educar es una tarea exigente y ardua. Exige paciencia, observación y creatividad; pero sobre todo amor, es decir, saber que el otro tiene un bien que tú tienes que ayudar a descubrir y a hacer crecer. La misión de la escuela, colaborando con la familia, que es la primera responsable de la educación, es posibilitar en grado de excelencia lo que está subyacente en cada educando.”

Añadía también: “En educación lo que no se cultiva se atrofia. Si los hijos fuesen sólo una combinación biológica de los padres, el conocimiento de los genes nos permitiría predecir cualquier vida desde su concepción. Quizás podamos conocer sus tendencias y sus fragilidades corporales: pero nunca podríamos, sin atrofiarlo previamente, ni definir ni determinar el futuro ni el comportamiento de nadie. Esto es ser persona: don y tarea, un proyecto en libertad, único e irrepetible, que alcanza su sazón cuando armoniza proyecto, naturaleza y vida; de lo contrario padece sensación de vacío, se encuentra desazonado e insatisfecho.

Es un error pensar que prepararse solo para participar eficazmente en el mundo laboral nos posibilita ser felices. No es verdad. El ser humano necesita conocer para qué ha venido a este mundo. Cuál es el sentido de la existencia, porque, por más barullo y aturdimiento que nos asalte, sigue resonando en nuestros corazones que no solo de pan vive el hombre sino de toda palabra que sale de la boca de Dios. Necesitamos rumbo; necesitamos dirección, conocer a qué Ítaca y meta final conduce este viaje nuestro.”

Santiago recalcaba también la importancia del pecado original y sus efectos, que arrastran nuestra naturaleza hacia el desorden de operaciones. Por eso, con gran realismo, insistía en que la educación ha de estar abierta siempre a la acción de la gracia, a la vez que requiere un esfuerzo que ha de consolidarse en hábitos, en virtudes: “La educación ha de conocer y cultivar las potencialidades que presenta lo humano permanente, nuestra naturaleza constitutiva que, a pesar del pecado original, es capaz de bien, de verdad y de belleza. Ha de acercarse con amor a cada persona para buscar, para bucear en el fondo de su alma y fomentar en ella la virtud, propiciando su “mejor tú”, ese “tú” verdadero, ignorado a menudo por la propia persona, pero en el que se encuentra su auténtico y mejor modo de ser.”

“He pretendido ser un buen profesor, un discreto padre”, escribía en una ocasión con humildad. Sus convicciones arraigaban en una fe consciente de su triple oficio de bautizado: “Estoy comprometido en conciencia para ser profeta, rey y sacerdote, por el bautismo: como profeta debo conocer con rigor y exactitud el ámbito de mi profesión, en cuanto profesor de Lengua y Literatura española; como rey debo ejercer el ámbito de mi potestad siempre desde la auctoritas; y como sacerdote, el fin de mi vocación es perfeccionar la creación sirviendo a mis alumnos para alabar y ofrecérselo todo a mi Señor.”


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