Naturaleza humana y libertad
ANDRÉS JIMÉNEZ
En la Ilustración (siglo XVIII) irrumpió el ideal del hombre que se hace a sí mismo, que no se debe a nadie ni es para nadie, que es el ser supremo para el hombre; y con él la negación de la idea metafísica de que en el ser de las cosas se encierra una exigencia ética. Y así, cuando el hombre se obstina en producir su propia creación, incluso en crearse a sí mismo, despreciando la lógica y el significado de la verdadera creación, el progreso se convierte en lo primero y se arroga el lugar de la verdad.
Frente a la falsa adoración del progreso, de la transformación destructora que destruye la creación apartándola de su destino, enmudece la lógica de esta, su ritmo interior y su jerarquía, su belleza y su sentido, se niegan los límites entre el bien y el mal, desaparece la finalidad y el pulso de la historia de amor de Dios con los hombres. De este modo, afirma Joseph Ratzinger, “el hombre se ha alejado de su semejanza con Dios para pisotear el universo”. [Creación y pecado. Ob. cit., pág. 57.]
Nos hallamos ante la exaltación de la libertad como valor absoluto. El nuevo paradigma social y ético proyectado en la modernidad pregonó la autodeterminación absoluta, desdibujando la condición del ser humano como creatura. La naturaleza humana, vulnerable y dependiente, que incorpora el vivir desde los demás y para ellos, es vista como una esclavitud que impide concebirse como se completamente independiente y por ello es rechazada.
El hombre moderno prefiere construirse un nuevo paraíso donde pueda vivir sin la coacción de árboles prohibidos. No sólo pretende apoderarse del árbol de bien y del mal, sino que anhela superar la última de las fronteras: hacerse con el árbol de la vida para crearse a sí mismo, y recrear su naturaleza [Cfr. RATZINGER, J. El hombre entre la reproducción y la creación, en AA. VV.: Bioética, consideraciones filosófico-teológicas sobre un tema actual, Rialp, 1992 pág. 57.]. Alude Ratzinger a las ideas descritas por Huxley en su obra Un Mundo feliz: “El ser humano se ha emancipado definitivamente de su naturaleza: ya no quiere ser un ser natural (...) Y las preguntas que surgen de la profundidad del ser del hombre han sido eliminadas”. (Ibíd.) “Detrás de ese deseo de libertad radical propio de la Edad Moderna se halla claramente la promesa: seréis como Dios... sin depender ni de nada ni de nadie” [Cfr. RATZINGER, J., Fe, verdad y tolerancia. Ed. Sígueme, 2005. Pág. 213.].
Las consecuencias derivadas de este proceso, en el que se priva de finalidad y sentido intrínsecos a la naturaleza humana, son el escepticismo ante el conocimiento de la verdad y el rechazo de absolutos morales que tutelen el comportamiento de las personas. Con otras palabras, “la dictadura del relativismo”.
En un mundo y en una sociedad multicultural y multirreligiosa, los campos de visión ética se han ampliado, proliferando las posibilidades interpretativas sobre la realidad, también sobre la dignidad humana. Y como mandan los cánones de la tolerancia social, todas esas opciones o enfoques éticos gozarían de igual validez y respeto.
En el rampante relativismo todo pasa a depender del azaroso juego de las consecuencias, los resultados y los beneficios procedentes de las acciones concretas. Los sentimientos deciden en muchos casos el juicio moral sobre una acción y se tiende a aceptar que lo más seguro de todo es el consenso o el voto mayoritario, que se convierte así en el principio y raíz del valor moral: la fuente de la verdad y del bien.
Pero “está a la vista de todos los frágiles que son los consensos, y cómo los grupos partidistas, en un determinado grupo intelectual, pueden imponerse como los únicos representantes justificados del progreso y de la responsabilidad.” [Ibídem, pág. 218.] En consecuencia, la vida humana y su dignidad quedan servilmente en manos de una clase dominante que acabaría decidiendo quién ostenta dignidad y quién no, quien debe vivir y quién no. El acuerdo social establecido por una mayoría, en nombre del “interés general”, otorgaría la potestad de decidir acerca de la vida y el reconocimiento de la dignidad de las personas. A su vez, los incapacitados, los vulnerables en general, quedarían expulsados del debate público, de las decisiones políticas y económicas.
Naturaleza humana sexuada
Llamamos naturaleza aquí al modo constitutivo de ser de cada cosa. Y el ser humano posee una naturaleza -expresada en la conocida expresión aristotélica de “animal racional”- que fundamenta su dignidad. La racionalidad es lo específico del ser humano, que le distingue de todo otro ser vivo. Pero su naturaleza es también esencialmente biológica.
El cuerpo humano, constitutivo y expresión de la persona, manifiesta además, y hace patente un decisivo modo de ser: es masculino y femenino. Se manifiesta en su constitución sexuada y sexual desde la raíz de su configuración cromosómica y genética. Pero al mismo tiempo sirve de cauce a una diferente modalización que, pasando por el dimorfismo morfológico -anatomía y fisiología propias y correlativas en el varón y en la mujer-, modula también el modo de sentir, querer y pensar. Y por eso la persona es masculina o femenina. Esta dualidad en el modo de ser persona se ve ahondada significativamente en la generación humana de índole sexual, a la que sirve la diferenciación corporal masculina y femenina.
La dualidad varón-mujer afecta a la persona entera: cuerpo, afectividad, racionalidad, conducta; y por lo tanto también a la cultura y a la vida social, reflejo y objetivación en buena medida de la subjetividad personal. La persona humana es varón o mujer, en referencia recíproca y complementariedad radical. La persona en cuanto varón es para la mujer, y en cuanto mujer es para el varón. Ser en el cuerpo varón o mujer significa que la persona humana se ofrece en reciprocidad adecuada a una forma de vida en complementariedad, en convivencia íntima, mediada por la mutua referencia corporal, basada en la libre donación mutua y en la comunión de las personas.
Intentar vivir sin contar con nuestra dimensión físico-biológica es intentar romper la unidad constitutiva del ser humano. La ruptura con lo biológico no libera de ataduras, antes bien conduce a lo patológico. A este respecto Benedicto XVI ha prevenido acerca del uso del término “género” (gender): “Lo que a menudo se expresa y se entiende con el término gender se resume en definitiva en la emancipación del hombre respecto a la creación y al Creador. El hombre quiere hacerse por su cuenta y disponer siempre y por sí solo sobre lo que le afecta… Pero de este modo, vive contra la verdad, vive contra el Creador”. [Discurso a la Curia romana, 22-12-2008.] Y contra sí mismo, cabe añadir.
El ser humano se va “construyendo a sí mismo”, en cierto modo, pero siempre a partir de su naturaleza, de su modo constitutivo de ser: tiene que contar con ella. No puede “crecer” como pájaro ni como encina… ni como “superhombre”. No es esa su naturaleza. Sólo puede crecer como ser humano, y tiene que hacerlo además, ya que su naturaleza, aunque le da unas pautas importantes, deja un espacio libre a la autodeterminación, a la relación con los demás, a la educación, a las experiencias de la vida…
Alguien ha dicho que el hombre y la mujer ‘no nacen, se hacen’… Pero el ser humano no puede hacerse a sí mismo de la nada. Entre otras cosas porque “de la nada, nada sale”. Aunque su naturaleza es libre y abierta, es la naturaleza de un ser humano, y este tiene que contar con ella, apoyarse en ella, desarrollarla. La naturaleza humana es un don originario, pero es también una tarea y una caja de sorpresas. Marca a cada uno un criterio de crecimiento adecuado: el ser humano es “más plenamente humano” cuando, a partir de su naturaleza inacabada pero llena de potencialidades, desarrolla sus capacidades, cuando ejerce su libertad de manera constructiva, cuando es capaz de aportar al mundo su sello personal, su pensamiento y su sensibilidad, embelleciéndolo y perfeccionándolo, entrando en relación de amistad, de amor, de servicio y de colaboración con otros seres humanos…
Pero el éxito en esta aventura no está garantizado de antemano. Por eso para el ser humano vivir es siempre un riesgo, una aventura moral. Ya que por el uso que haga de su libertad es capaz de lo mejor y de lo peor. Es la cara y la cruz de su libertad.
Es responsabilidad de cada hombre, de cada mujer, hacer del ejercicio de su libertad una aportación de más y mejor humanidad -calidad humana- a los demás y a sí mismo: descubrir la verdad y comunicarla (conocimiento, ciencia, saber…), amar el bien y transmitirlo (servicio, amabilidad, convivencia, compromiso y ayuda voluntaria…), aportar belleza al mundo (arte, alegría, amor, generosidad…), aprender a dar y a recibir de los demás, dominar y cultivar responsablemente el mundo creado, caminar hacia metas de sentido, hacer tangible y “abrazable” en lo posible una felicidad que nos impulsa más allá de nosotros mismos… hasta Dios, Creador de nuestra naturaleza y fin último de nuestra vida.