Saber mirar
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La palabra es la encarnación del alma

La historia de la literatura española no constituye una sucesión de movimientos estéticos y culturales estancos o inconexos entre sí, como cajas adjuntas en un museo donde se acumulan materiales valiosos. Si la palabra es la encarnación del alma, la literatura nos permite contemplar el alma de los pueblos y de sus individuos. No es algo muerto ni sólo material de estudio para los eruditos y expertos. Superadas las barreras del lenguaje, cada obra del pasado sigue proyectando su luz hacia el futuro. Nos sigue dando claves de sentido para que podamos comprender mejor nuestro presente. Nunca el arte es ajeno al momento en que aparece. Es testigo excepcional de su tiempo, tanto en lo accidental y efímero del ser humano, como en lo esencial y eterno.

Metodológicamente es una fuente de luz poner en relación obras del pasado con las del presente. Nos ayuda a comprender mejor el pasado y el presente. Las obras literarias no son productos inertes. Poseen el resorte de acomodar su complejidad a la mirada de quien las contempla o lee. Reflejan su tiempo y nos ayudan a comprender el nuestro.

En la historia literaria se constata el proceso que lleva a los pueblos a descubrir y crecer en su identidad o a destruirla impíamente. Estoy convencido de que la historia literaria forma en España un todo como el curso de un río, con aguas claras que tienen su porqué y con aguas turbias que también lo tienen; con aguas caudalosas y con aguas cenagosas y estancadas, unas y otras siempre como consecuencia.

La literatura como arte es, ante todo, belleza

Todo profesor debe pretender propiciar el asombro, no solo la comprensión, ante la belleza de la obra contemplada, como ante un monumento o una pintura expuesta en un museo. El catálogo informativo previo te ayuda, pero el fin es el deleite que te ha de proporcionar la contemplación de la obra. Hay que cultivar la sensibilidad estética, también el buen gusto. No todo vale en arte. Ni todo vale en literatura. El arte ha de ayudar al crecimiento interior. La auténtica belleza saca de cada uno de nosotros nuestro mejor yo, nos ayuda a soltarnos de los lazos de las pasiones y nos permite crecer en libertad hacia ideales que ennoblecen nuestra humanidad y la Humanidad.

Desearía resaltar que lo peculiar y distintivo del ser humano frente a otras especies —aunque siempre se ha dicho que es la razón, pero esto no lo contradice— es la capacidad de deleite y asombro ante esa compleja realidad que llamamos belleza, cuya primera cualidad es la de ser inútil para lo que solemos entender por vida práctica. La belleza nos distingue de los demás seres que la perciben de manera interesada.

Lo normal es que todos los seres, al relacionarse con la naturaleza, busquen sacar un provecho, un beneficio. Ningún otro, sino el ser humano, contempla una rosa para asombrarse y llenarse de una emoción interior que le trasciende y que le hace sentir ante los demás como un ser diferente, porque es capaz de sentirse emocionado ante lo que no le da ni energía, ni un sabor, ni una capacidad nutritiva. Pero en cambio le llena de “un no sé qué, que quedan balbuciendo”, como decía San Juan de la Cruz, interiormente.

Este es el misterio del ser humano, ese ser que puede comprender la perfección del mundo por la inteligencia. A mí me asombra que seamos capaces de llegar a comprender la naturaleza que nos rodea. ¿Cómo sería el mundo si estuviera construido en un lenguaje no verbal, por ejemplo el de la física y no hubiera un entendimiento capaz de comprender el lenguaje físico, y escribir de él, para explicar todo lo que el universo encierra? Y lo mismo diría del lenguaje matemático y de cualquiera de los demás lenguajes maravillosos que en el potencial humano existen. La belleza es una realidad semejante. Está ante nosotros. La podemos percibir, crear y recrear; podemos incluso equivocarnos en la delimitación de su naturaleza. Pero lo que sería lamentable es pasar de ella como si no tuviera que ver con nuestras necesidades más importantes, para crecer en dignidad y plenitud humana. Estudiar la belleza no es como estudiar la historia de la literatura. Es detenerse en el gozo de una obra concreta donde aparece agazapada, a la espera de saltar a nuestro encuentro. La historia será siempre un instrumento auxiliar pero no es la belleza literaria.

La historia literaria y el conocimiento del lenguaje y de los recursos que le son propios son requisito previo, si no imprescindible; son un auxiliar privilegiado. A mí me admira que el Dios que hizo posible la creación le haya dado al ser humano una capacidad y un lenguaje para llegar a ella. Cualquiera de los lenguajes —el físico, el matemático o cualquier otro de los lenguajes de las ciencias— nos dice que Dios ha querido crear, además del universo, la inteligencia humana que lo pudiera comprender. En el orden de la belleza pasa lo mismo. La maravilla del ser humano es la capacidad que tiene de asombrase ante esa realidad no exenta de misterio.

Cuando no cultivamos la contemplación y la capacidad para el asombro en nuestros alumnos, les privamos de la capacidad de captar la realidad hondamente. Al contemplar la belleza de la realidad, le ayudamos a sentir un chispazo interior que le deslumbra, que le provoca una emoción no explicable desde las necesidades que el ser humano tiene en principio como prioritarias. Se nos ha olvidado que el ser humano necesita la contemplación de la belleza para sentirse pleno.

Lo suelo explicar siempre con aquel ejemplo de El hombre en busca de sentido que narra como experiencia vivida Víctor Frankl. Al atardecer en el campo de concentración, los condenados a convertirse en ceniza y nada, antes de que el día cayera, iban a contemplar las puestas de sol. Y eso les daba energía para seguir esperando, a pesar de todo el horror que padecían. Hablamos de la capacidad de contemplar en toda realidad la belleza.

Os lo voy a exponer con un poema de Juan Ramón Jiménez, que es la máxima expresión de la poesía lírica española en el siglo XX. Para algunos lo sería Machado, pero no todo en Machado es maravilloso por ser de Machado; ni en Caderón ni en ningún otro todo es bueno por ser suyo. Por eso me permito anteponer a Juan Ramón, que buscaba en todo lo que le rodeaba el impacto de la belleza. Encontré en él este poema, que dice así:

Arriba canta el pájaro,
y abajo canta el agua.
Arriba y abajo se me abre el alma.
Mece a la estrella el pájaro,
a la flor mece el agua,
arriba y abajo me tiembla el alma.

La belleza no es conceptual, la belleza nos tiene que hacer “temblar el alma”. ¿Qué es lo que pasa cuando contemplamos una obra de Gaudí, o de cualquier otra obra de arte, que sirve a la verdad? No es un esquema racional: “¡Ya he entendido a Gaudí!”. A Gaudí podemos esforzarnos en comprenderle, y adquirir información, pero cuando lo miremos de verdad será cuando sintamos un chispazo que nos dejará como si estuviéramos en el cielo. Cuando vayamos al cielo viviremos emociones sobrecogedoras que nos dejarán sin habla. Eso es lo que pasa al entrar en la Sagrada Familia, o al contemplar cualquier rincón de ella. La información nos ayuda y es necesario tenerla, porque nuestra inteligencia es limitada. Así podemos captar la complejidad y la cohesión que posibilitará no la comprensión, sino la emoción. Lo que aprendimos en los museos, lo que nos conmovió al ver una catedral gótica o el Taj Majal, el bien que en tantos momentos nos emocionó, el encuentro con la verdad que con tanta precisión nos descubrieron los raciocinios de santo Tomás nos encenderán en el entusiasmo y en el asombro cuando contemplemos la Belleza, Verdad y Bien del cielo.

El poema dice: “Arriba y abajo se me abre el alma”. La belleza está en todos los lados, arriba y abajo. Pero añade: “Mece”. ¡Mece!”. La belleza en literatura está en la palabra. “Mece” transforma el canto en canción de cuna. Mecer es mecer, no es bambolear. Se mece a un niño en la cuna. “Mece a la estrella el pájaro”. ¿Pero no nos ha dicho que cantaba? Ah, pero le cantaba meciendo, adormilando, reconociendo la grandeza de la estrella. Mece a la estrella el pájaro. Y añade: “A la flor mece el agua”. Claro que canta el agua. Y que decimos “el agua cantarina”. Pero no es por azar ni sin sentido, ni sin finalidad. “Mece a la estrella el pájaro. A la flor mece el agua.” Y entonces el poeta no puede menos —como me pasa a mí cuando veo las grandes obras maravillosas— que exclamar: “Arriba y abajo me tiembla el alma”. Esta es la belleza, no una concepción racional. Es la gran emoción que nos deslumbra, que nos rompe: “Me tiembla el alma”. Es lo que me pasa cuando contemplo la belleza. Cuando me llega algo de esta naturaleza, me tiembla el alma.

Ante la belleza no hay que buscar raciocinio sino emociones. La belleza es cielo. Anuncia el cielo. Y allá no va a haber sermones ni esquemas que nos expliquen no sé qué. Vamos a tener un gozo infinito, variado, de cada rincón, de cada cosa creada por Dios y de Dios mismo. Me tiembla el alma. Por eso la belleza es el privilegio del hombre para recordarle que debe dominar la tierra, no explotarla. Pero que debe dominarla y amarla; y sobre todo descubrir toda la hermosura en cada rincón. La escuela del cielo es la belleza de la tierra. Si aprendemos a mirar la tierra en su belleza nos estaremos preparando para que no nos asombre ni nos deje ciego ni inútil la contemplación del cielo. El cielo empieza aprendiendo a ver en todas las artes y en la naturaleza la belleza. La belleza nos rodea, está por todos los rincones. “Arriba y abajo me tiembla el alma”.

La literatura, una escuela para aprender a mirar y a vivir

La literatura es un instrumento de conocimiento principalmente al servicio de lo que llamamos “lo humano permanente”. El arte en general es un ventanal privilegiado desde el cual personas especialmente dotadas saben ver lo que los demás no vieron y poseen el don de transmitirlo como vivencia compartida a los demás. Es verdad que puede reducirse a evasión si se limita a un ejercicio puramente lúdico, a simple entretenimiento o a un juego de dominio formal —simple esteticismo—, que pierde la grandeza del arte al servicio de una humanidad en constante perfección. Puede parecernos hermosísima. Toda la forma está hábilmente trabajada. Los sonidos compiten con la música, las palabras con la realidad. Es “pérdida de tiempo” si todo es materia sin forma, un vacío de asombros que no dicen nada. Peor aún, puede utilizarse como instrumento de manipulación al servicio de las ideologías dominantes o, directamente, al servicio del poderoso. En ello está en juego nada menos que la libertad. “Aprender a leer es negocio de particular juicio”, como decía Fray Luis de León del escribir. Exige preparar a nuestros alumnos como tarea principal a aprender a leer, no solo enterándose de lo que la obra transmite sino cultivando un espíritu de discernimiento y juicio crítico, contrastando siempre con la experiencia propia y relacionándola con otras fuentes de conocimiento. Siempre en defensa del valor supremo de la libertad.

El misterio del ser humano siempre tiene que ver con la necesidad de conocernos para crecer con dignidad en el breve tiempo de la existencia; para poder mejorar y facilitar una vida más armónica y hasta feliz. En ese sentido, el arte, y para mí de una manera muy especial la literatura, ha sido un instrumento para llegar a experimentar en ficción aquello que podemos vivir en nuestra vida. Algo que desde la razón percibimos como una idea, como realidad ontológica, desde la literatura nos llega como un ser vivo y vivencial. Es decir, el ser abstracto se concreta en una vida semejante a la nuestra, en unas emociones semejantes a las nuestras que, aunque son ficticias, podemos contemplar como verdaderas o verosímiles por el poder de la palabra.

Aquí está la cuestión. Este es el misterio de la vida —sí, por el pecado original—. Con el arte podemos seducir, o sea, “dar gato por liebre”. Pero también podemos hacer de él instrumento de verdad. Una de las frases más bonitas que he oído es que la palabra es el “significante del alma”. Hay quien dice que una imagen vale por mil palabras, pero no estoy de acuerdo. La imagen vale solo si nos sabemos las mil palabras, porque el ser más íntimo nuestro se configura y se manifiesta a través de la palabra. Para mí, la palabra es siempre encuentro con lo humano permanente: amor, vida, muerte, pasiones, decepciones, engaños, bien, mal, verdad. Todo esto constituye el armazón de cualquier novela, de cualquier poema lírico. Pero no mediante el silogismo socrático, pleno de entidad y de verdad, sino emocionalmente vivido. Por eso es seductora, y por eso hay que tener un discernimiento muy especial, porque no hay belleza en literatura, ni en el arte, ni en un cuadro, si no hay verdad.

Rob Gonsalves.
Los paraguas.

La verdad no es solo la verdad con mayúsculas, la de Dios, sino también la de conocernos a nosotros mismos en nuestra realidad, en nuestras necesidades profundas, y a las pequeñas cosas de la vida que también tienen su ser. La literatura y el arte en general tienen que tener un referente de verdad, pero con un esplendor. Y ese esplendor es la forma. No se puede leer literatura sin leer con lupa la palabra. La palabra, el modo de decirlo; el esplendor está en la palabra. La palabra nos dice si es artificio o si es instrumento de verdad. Esto lo notamos en que la verdad, cuando llega a nuestro interior, nos ilumina. Y, en cambio, cuando es manipulación, nos seduce. Voy a poner un ejemplo muy torpe. Un corcho puede elevarse a la superficie de las aguas o, por el contrario, si hay un torbellino interior, nos arrastra y nos mete aún más dentro de nosotros, nos seduce y nos arrastra a hondones extraños. Ahí no hay verdad ni belleza: hay seducción, manipulación. Pero cuando nos eleva y nos trasciende, nos hace entender, desde lo reflexivo y lo emocional, alternativas ilusionantes por ser posibles y verdaderas.

A mí la literatura me ha enseñado a vivir, porque me ha enseñado a discernir. Se me ha convertido en un don de iluminación, que me muestra hacia dónde tengo que aspirar y por dónde madurar. Por eso he hecho de la literatura una escuela de aprender a mirar para aprender a vivir.

Es requisito imprescindible tener muy claro lo que entendemos por ser humano, qué es ser hombre. Toda la tradición europea, desde los griegos a nosotros, la cultura que llamamos occidental partía de la noción de qué es ser hombre. El hombre es o humus, solo tierra, o antropos, el ser capaz de mirar a lo alto. Los griegos lo denominaron antropos; los romanos humus, tierra. El cristianismo dio un paso más y habló de “persona”, ser individual de naturaleza racional, ser único e irrepetible.

Falta una pieza clave. ¿Soy pájaro de paso o he venido con una vocación? ¿Estoy aquí para pasar o estoy para ser o para aprender a ser? Esta antropología, la del aprender a ser, es la que constituyó la clave, el concepto más importante de nuestra cultura, fundamento de toda educación.

La Biblia reveló la creación del hombre por obra de Dios. Lo hizo imagen de Dios y su semejante y le dio el mandato de perfeccionarse él, su entorno, la tierra; es decir, “creced, multiplicaos, y dominad la tierra”. Frente a esta antropología, hoy casi olvidada, la concepción dominante reduce al ser humano a un simple animal evolucionado, autónomo, sin depender de nadie o sólo de la ley que establezca la sociedad. La sociedad deja de ser comunidad. Vivimos dentro de un relativismo radical y de un individualismo feroz.


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