La libertad en la vida social
Andrés Jiménez
“El Estado es la sociedad organizada, ejerciendo la autoridad y desplegando el poder: La sociedad se extiende más que el Estado, pues si bien ambos están constituidos por el mismo pueblo, la sociedad abarca intereses mucho más extensos.
La unidad de la sociedad es un hombre, la unidad del Estado, un ciudadano. Ahora bien, un hombre es más que un ciudadano. Todo hombre es un ciudadano, pero no es sólo ciudadano. No es el ciudadano quien abraza a su mujer y engendra a sus hijos, sino el hombre. El hombre es quien juega sus juegos y sueña sus sueños, pinta sus cuadros, se reúne todas las noches con sus amigos, mira a la luna y maldice de los mosquitos. El hombre es quien da culto a su Dios y le sirve bien o mal. Shakespeare era un ciudadano, pero ésta no era su mayor grandeza o su mayor utilidad para la sociedad. Por el hecho de que la sociedad y el Estado están constituidos por los mismos individuos, se entrecruzan el orden social y el político. Sin embargo, ambos órdenes no deben confundirse.
En la sociedad el hombre obra según su elección. En el Estado el ciudadano obra según se le dice. Lo que se le dice puede muy bien ser lo que él mismo elegiría en el caso concreto, pero, lo sea o no, debe hacerlo o cargar con las consecuencias. Naturalmente, el Estado no es sólo el órgano de la fuerza, sino también de la autoridad, del orden y del bien común. La fuerza no es más que una necesidad deplorable, pero por muy deplorable que sea, hay que reconocer que existe.”
F.J. SHEED: Sociedad y sensatez. Herder, Barcelona, 1976, pág. 165
La persona humana es sociable por naturaleza, es un ser en relación, pero no es un fragmento de la sociedad, tiene sustantividad, identidad y dignidad propia, sin embargo ha de aprender a vivir en sociedad, a dar y recibir, a socializarse.
La verdadera socialización no ha de entenderse como una absorción de la persona por la sociedad global –que acarrearía situaciones o procedimientos de masificación, despersonalización o manipulación-, sino como una intensificación de las relaciones sociales protagonizadas por las personas. La socialización debe ser al mismo tiempo y sobre todo un proceso de personalización.
A lo largo de este proceso, y a través de los diferentes grupos sociales en los que participan los individuos, éstos deben incrementar su responsabilidad, la conciencia de su identidad y su protagonismo como sujetos en las relaciones a través de las que se vinculan con sus semejantes.
Socialización y personalización no son procesos antagónicos sino integrables y complementarios. La persona necesita de la vida social para desarrollarse plenamente como tal, y la sociedad no es un fin en sí misma sino un clima moral y una estructura de relaciones humanas al servicio del desarrollo personal de sus miembros.
El fruto del proceso de socialización es la integración social de las personas, que no ha de entenderse como la colocación exacta y precisa de unas piezas en un engranaje, es decir como el sometimiento de los individuos al funcionamiento global del sistema, sino como el afianzamiento de la identidad individual y del sentido de corresponsabilidad, como el logro por parte de las personas de una conciencia o percepción de sí mismas como sujetos de responsabilidad y como artífices de la convivencia.
La pertenencia al grupo social, la integración en el mismo, es adecuada si contribuye a afianzar la personalidad de sus miembros, la unidad moral o solidaridad entre sujetos que ponen su iniciativa creadora al servicio del bien común. Esto es sólo viable si existe un tejido social compuesto por grupos de diversa índole –familiar, cultural, laboral, educativa, económica, lúdica, etc.- en los que es significativa la aportación personal de sus miembros, en los que éstos mantienen viva y emprendedora su capacidad de elegir entre el bien y el mal, de responder con iniciativas a sus problemas, de participar según su competencia en las decisiones que les afectan y de comprometerse con estas decisiones.
Las personas y grupos sociales han de poder realizar sus tareas por sí mismas y tomar las decisiones que afecten a su ámbito de competencia mientras no se perjudique al orden pacífico de la sociedad, a los derechos de los demás ni a los otros ámbitos del bien común.
Contra esto atentan a menudo los sistemas económicos o administrativos de fuerte centralización, los centros de decisión que se distancian de la realidad que viven las personas, los procedimientos burocráticos en los que los medios, por su complejidad, entorpecen el logro de los fines y la solución de los problemas, los planteamientos impersonales que por su propia mecánica expulsan fuera del sistema a los individuos que no alcanzan la eficacia apetecida, suscitando así bolsas de marginación social y conductas pasivas e insolidarias entre los ciudadanos, trabajadores o administrados.
La vitalidad de las asociaciones o grupos “intermedios” preserva la subjetividad –la libertad responsable y la valoración- de las personas. Por eso no han de ser absorbidos o sustituidos en su dinámica propia, sino estimulados en el logro autónomo de sus fines, mientras no atenten de modo insolidario contra el bien común. Esto es lo que se conoce con el nombre de principio de subsidiariedad.
El principio de subsidiariedad consiste en que, en un sistema social, se respeta y se promueve la capacidad de las comunidades pequeñas y aun de las mismas personas para desarrollar sus propias iniciativas y cumplir con sus funciones y responsabilidades específicas; comunidades y personas se sirven de la ayuda –subsidio- de entidades de mayor alcance y complejidad solo como de un instrumento para desarrollar su propia originalidad.
Sólo cuando no puedan o no consigan hacerlo han de intervenir las instancias de nivel más alto, pudiendo incluso suplirlos si llega el caso.
Este principio plantea que los individuos y los grupos intermedios puedan realizar con seguridad y con libertad sus funciones en el marco del bien común, cumplir sus deberes y defender sus derechos. Este es el modo más adecuado de garantizar que el Estado sea para las personas y no las personas para el Estado o las demás estructuras.
El poder político
No se debe identificar autoridad con poder. El poder es la condición que ostenta quien de hecho manda y hace cumplir lo mandado, mientras que la autoridad es la condición de quien, por derecho, puede conducir la actividad social y promover el incremento positivo y recto de la libertad humana y del bien común. Toda autoridad necesita revestirse de poder para cumplir con su misión, pero no todo ejercicio del poder está revestido de autoridad. Cuando el poder se adquiere o se ejerce injustamente, queda “desautorizado” y no puede obligar moralmente.
El poder en cualquiera de sus formas, también el poder político, es un medio al servicio de la autoridad y nunca un fin en sí mismo. De por sí no es bueno ni malo, sino que depende del fin al que sirve y el modo en que es ejercido.
Pero no es menos evidente que las situaciones en que se da un "vacío de poder" son catastróficas para la sociedad. Esta situación de falta de orden y de coordinación en la convivencia, el hundimiento de las normas básicas que cohesionan una sociedad, la crisis total de las instituciones, se denomina anarquía.
El Estado moderno está fundado de forma esencial sobre el poder. Al ostentar el poder social supremo, está en condiciones de imponer el orden en la convivencia. Pero el poder no es de ningún modo un fin en sí mismo, según decíamos -aunque la concepción moderna del Estado y de la vida política lo haya entendido y practicado así en una generalidad de casos- porque hay bienes superiores al Estado y a la política, que entran en el contenido del bien común de la sociedad y que se constituyen en fin para el Estado y sus poderes. Si el Estado no actúa en función de un fin superior a él –el bien común de la sociedad civil y el bien de las personas que lo integran-, del que recibe su adecuado sentido y proporción, corre el riesgo de erigirse en su propia medida, absolutizándose. Es una evidencia histórica que cuando el poder se constituye como fin tiende a ser ilimitado. El resultado de esta situación, que se conoce con el nombre de totalitarismo, es que la sociedad civil es absorbida en su vitalidad por la sociedad política, con evidente peligro para la libertad de los ciudadanos a los que tiene que servir.
En palabras de A. de Tocqueville: “Se diría que los príncipes modernos no se conforman únicamente con dirigir al pueblo, sino que se consideran responsables de las acciones y del destino individual de sus súbditos; que han emprendido la tarea de conducir y aconsejar a cada uno en los actos de su vida y, si llegara el caso, querrían hacerle feliz a pesar suyo; de hecho, sorprende muy a menudo lo insensibles que pueden ser muchos hombres a la disminución de su dignidad como personas, con tal de disfrutar de sus comodidades.”
Una creación literaria, impresionante y sin duda profética, de este tipo de sociedad se encuentra en la conocida obra de A. Huxley Un mundo feliz.
El totalitarismo, como absorción de las instituciones, centros de iniciativa y derechos de individuos y grupos sociales por parte del Estado, no implica necesariamente el ejercicio de la coacción física, sangrienta. Puede darse una violencia real, más sutil y por ello más eficaz, mediante el control de la opinión pública y de otras formas de intervención en la vida social que desplazan las iniciativas de personas y grupos.
La legitimidad del Estado y de los órganos que lo encarnan depende esencialmente de la búsqueda deliberada del bien común social y del servicio efectivo a éste. Pero el Estado moderno tiende al control y a la absorción de la vida social. Aunque a veces el peligro no viene sólo del Estado, sino de las propias asociaciones, que ahogan la vida asociativa y concentran el poder y la iniciativa en órganos burocráticos, de estructura oligárquica, que se encuentran muy lejos de ofrecer la naturaleza de comunidades vivas. Un ejemplo de ello son muchos sindicatos, asociaciones e instituciones de organización muy compleja o rígidamente jerarquizada.
Por este motivo, uno de los grandes problemas de la democracia moderna es el de la concentración de todos los poderes en el Estado y en la Administración pública, así como en las grandes decisiones macroempresariales y mediáticas, que asfixian la vitalidad del tejido social y de las asociaciones e instituciones que brotan de la libre iniciativa de las personas.
Este panorama se agudiza ante las perspectivas del sistema global de organización. Determinados núcleos y centros de poder acaparan de manera creciente el poder de decisión económica y política para configurar un “nuevo orden mundial” férreamente estructurado. Precisamente este es uno de los aspectos que hacen más grave la actual crisis económica y moral, avalada por un “pensamiento único” que reduce a la nada la libertad efectiva de las personas.
La vitalidad social depende en última instancia de la responsabilidad de las personas concretas. De que puedan ejercerla y de que, de hecho, la ejerzan. Pero a menudo la pasividad de la sociedad y de sus miembros constituye uno de los grandes obstáculos para la verdadera socialización en los Estados modernos.
La persona y el Estado moderno. La “subjetividad social”.
La primacía de la persona se ve garantizada cuando puede disponer de medios suficientes para la resolución de sus problemas, la satisfacción de sus necesidades, el ejercicio de la responsabilidad en sus decisiones y la elevación de sus posibilidades creativas. La doctrina social de la Iglesia, en concreto, viene insistiendo en la primacía del trabajo sobre el capital, y en la subjetividad del hombre en la vida social, especialmente en los procesos económicos. La subjetividad social -expresión acuñada por S. Juan Pablo II en sus escritos sociales-es lo contrario de la masificación y el anonimato, de la despersonalización y de la disolución de la responsabilidad personal en el entramado de las relaciones sociales y económicas.
El aseguramiento de la subjetividad de la sociedad implica que toda persona pueda considerarse responsable en el ámbito de su trabajo y de sus decisiones personales, familiares, sociales, etc. Cada persona es significativa en sí misma, y necesita mostrar un rostro identificable, su sello y aportación personal, en los ámbitos de convivencia de los que participa. La consecución del bien común debe conducir necesariamente a un mayor grado de personalización porque la persona es el principio, el sujeto y el fin de la vida social.
Un modo de conseguirlo es dar vida a una sociedad civil viva, es decir, aquella rica gama de grupos sociales intermedios entre la persona y el Estado a los que ya nos hemos referido, con finalidades económicas, familiares, sociales, culturales, educativas, lúdicas, profesionales, etc., que gocen de autonomía efectiva respecto de los poderes públicos, que persigan sus objetivos específicos manteniendo relaciones de colaboración recíproca, subordinados al bien común, comunidades vivas cuyos miembros sean considerados y tratados como personas, y sean estimulados a tomar parte activa en la vida de dichas comunidades.
La sociedad, realmente, no es un aglomerado de individuos sino una ‘sociedad de sociedades’, una unidad de orden compuesta por realidades sociales que se vinculan de forma subsidiaria y solidaria. Entre ellas es prioritaria la familia.
De este modo, la vida social se desarrolla natural y escalonadamente, de forma que las organizaciones sociales más complejas y poderosas complementan y apoyan a las más elementales y básicas para que éstas cumplan sus fines. Estos grupos sociales intermedios–núcleos vitales de la sociedad civil: familia, asociaciones, instituciones, empresas, municipios...- constituyen una defensa natural de la libertad de las personas ante el Estado.
Benedicto XVI, entre otras voces significadas, señala la incapacidad del Estado para suplir el amor que brota de la libertad responsable de cada persona: “No hay orden estatal, por justo que sea, que haga superfluo el servicio del amor. Quien intenta desentenderse del amor se dispone a desentenderse del hombre en cuanto hombre. Siempre habrá sufrimiento que necesite consuelo y ayuda. Siempre habrá soledad. Siempre se darán también situaciones de necesidad material en las que es indispensable una ayuda que muestre un amor concreto al prójimo. El Estado que quiere proveer a todo, que absorbe todo en sí mismo, se convierte... en una instancia burocrática que no puede asegurar lo más esencial que el hombre afligido –cualquier ser humano- necesita: una entrañable atención personal.” (Deus caritas est, n. 28)
El Estado de Derecho. División de poderes y Estado subsidiario.
Frente a la absolutización a la que tiende el Estado moderno se ha despertado la necesidad de limitar de alguna forma su poder y salvaguardar la libertad de las personas. Una figura institucional surgida con este propósito es el llamado Estado de Derecho, que consiste en que el poder estatal, sin dejar de serlo, se vea sometido a la norma legal. Ello debería implicar entre otras cosas que el Estado no posea el monopolio del Derecho.
Uno de sus recursos es la división de sus poderes en instancias autónomas: legislativo, judicial y ejecutivo.
El poder legislativo –constituido generalmente por el Parlamento- establece y sanciona las normas jurídicas de la sociedad. El ejecutivo -constituido por el Gobierno y la Administración pública- vela para que se cumplan, y el judicial – formado por magistrados profesionales de alta cualificación- dirime si lo legislado y lo ejecutado son conformes.
Pero para que tengan una cierta eficacia, es preciso que estos ámbitos de poder posean una real y mutua independencia, y sobre todo que se reconozca una fuente de legitimidad superior a las disposiciones del Estado, el orden moral objetivo. De lo contrario, se carecería de una referencia real para discernir lo que es legítimo y lo que no lo es; y entonces el criterio se reduciría a una lucha por el control de los poderes del Estado.
Otro de los recursos para un Estado de Derecho, complementario del anterior, es el respeto del mencionado principio de subsidiaridad, según el cual los grupos sociales e instituciones privadas pueden plantearse y alcanzar sus respectivos fines sociales, con la ayuda del Estado si es preciso, pero sin que éste los anule ni los minimice, mientras no atenten contra el bien común. Dicho de otro modo, se trataría de garantizar que la sociedad política no absorba las energías de la sociedad civil.
La sociedad global es fruto de relaciones vitales y espirituales que vinculan a los hombres en distintos niveles: familiar, profesional, religioso, cultural, etc., lo cual impide considerarla como una realidad contrapuesta a los individuos ni como un mecanismo anónimo de elementos individuales cuya conexión haya de planificarse desde el poder.
Los Estados totalitarios eliminan esas instancias intermedias o anulan económica y jurídicamente su vitalidad, asumiendo sus funciones, uniformando la vida social y dejando al hombre indefenso y solo en la determinación y búsqueda de sus fines sociales, por carecer de apoyo de las instituciones y grupos donde precisamente los realiza. El hombre o la mujer que no tiene a nadie a quien entregar por amor su libertad, son en realidad un hombre o una mujer solos. Todo poder absoluto, en cualquiera de sus formas, con el fin de autoafirmarse y precisamente porque puede más, se sirve de una sociedad de hombres solos y de grandes máquinas burocráticas que los administran.
El Estado por sí mismo no puede conferir vitalidad, puesto que la única vitalidad que él tiene proviene de las energías espirituales y físicas de los seres a los que debe organizar. Por este motivo la función subsidiaria del Estado parte del reconocimiento de la libertad responsable de las personas, y a la vez necesita el ejercicio de la responsabilidad de los ciudadanos y grupos, puesto que el cauce de las instituciones públicas ha de servir con eficacia a la coordinación de las iniciativas, los derechos y los deberes de los ciudadanos. Pero si esta vitalidad responsable por parte de los ciudadanos no tiene lugar, el Estado debe intervenir por exigencias del bien común, y suplir en caso de necesidad la falta de iniciativas particulares.
Una concepción social basada no en el poder sino en la persona exige que el Estado y los centros de decisión tengan en cuenta a las comunidades primarias e intermedias entre el individuo y el sistema; que les doten de recursos, que ayuden a las personas a asociarse, a crear organizaciones diversas, en las que sean capaces de promover iniciativas, y en las que puedan participar con un radio de auténtica responsabilidad, de forma que sean éstas las que vengan a responder a las necesidades singulares -de las personas concretas- en el campo educativo, asistencial, laboral, político, familiar, económico.
Dichos grupos, así concebidos, no son ya células teledirigidas desde los órganos de poder político o macroeconómico, sino núcleos vivos que respetan y promueven la subjetividad responsable de sus miembros, en los que se puede vivir humanamente, sin ser absorbido por la propia función, porque la persona es mucho más que el ciudadano. El papel del Estado consiste en fomentar dichos núcleos, estimularlos, ordenarlos, completarlos y, también, suplirlos cuando sea preciso, como ya se dijo.
En este marco, la libertad nace de la creatividad inteligente y de la responsabilidad moral constitutivas de todo ser personal, y es suscitada en ámbitos de colaboración y de convivencia que no borran sino que fomentan el perfil inédito –la personalidad responsable e irrepetible- de cada individuo que participa en ellos; no es en ningún caso una concesión dispensada desde instancias extrañas de poder.
La consecución del bien común debe conducir necesariamente a un mayor grado de personalización porque la persona, como ya se ha dicho, es el principio, el sujeto y el fin de la vida social.