Jean Valjean o la conciencia en clave de ser
La conciencia, el espacio de Dios
Santiago Arellano
(En el libro: Aprender a mirar para aprender a vivir. 2ª ed. Págs. 176-183)
Cuando ya iban a levantarse de la mesa, golpearon a la puerta. –Adelante –dijo el obispo.
Se abrió con violencia la puerta. Un extraño grupo apareció en el umbral. Tres hombres traían a otro cogido del cuello. Los tres hombres eran gendarmes. El cuarto era Jean Valjean. Un cabo que parecía dirigir el grupo se dirigió al obispo haciendo el saludo militar.
–Monseñor... –dijo.
Al oír esta palabra Jean Valjean, que estaba silencioso y parecía abatido, levantó estupefacto la cabeza.
–¡Monseñor! –murmuró –. ¡No es el cura!
–Silencio –dijo un gendarme –. Es Su Ilustrísima el señor obispo.
Mientras tanto monseñor Bienvenido se había acercado a ellos.
–¡Ah, habéis regresado! –dijo mirando a Jean Valjean–. Me alegro de veros. Os había dado también los candeleros, que son de plata, y os pueden valer también doscientos francos. ¿Por qué no los habéis llevado con vuestros cubiertos?
Jean Valjean abrió los ojos y miró al venerable obispo con una expresión que no podría pintar ninguna lengua humana.
–Monseñor –dijo el cabo–. ¿Es verdad entonces lo que decía este hombre? Lo encontramos como si fuera huyendo, y lo hemos detenido. Tenía esos cubiertos...
–¿Y os ha dicho –interrumpió sonriendo el obispo– que se los había dado un hombre, un sacerdote anciano en cuya casa había pasado la noche? Ya lo veo. Y lo habéis traído acá.
–Entonces –dijo el gendarme–, ¿podemos dejarlo libre?
–Sin duda –dijo el obispo.
Los gendarmes soltaron a Jean Valjean, que retrocedió.
–¿Es verdad que me dejáis? –dijo con voz casi inarticulada, y como si hablase en sueños.
–Sí; te dejamos, ¿no lo oyes? –dijo el gendarme.
–Amigo mío dijo el obispo, tomad vuestros candeleros antes de iros.
Y fue a la chimenea, cogió los dos candelabros de plata, y se los dio. Las dos mujeres lo miraban sin hablar una palabra, sin hacer un gesto, sin dirigir una mirada que pudiese distraer al obispo.
Jean Valjean, temblando de pies a cabeza, tomó los candelabros con aire distraído.
–Ahora –dijo el obispo–, id en paz. Y a propósito, cuando volváis, amigo mío, es inútil que paséis por el jardín. Podéis entrar y salir siempre por la puerta de la calle. Está cerrada sólo con el picaporte noche y día.
Después volviéndose a los gendarmes, les dijo:
–Señores, podéis retiraros. Los gendarmes abandonaron la casa. Parecía que Jean Valjean iba a desmayarse. El obispo se aproximó a él, y le dijo en voz baja:
–No olvidéis nunca que me habéis prometido emplear este dinero en haceros hombre honrado.
Jean Valjean, que no recordaba haber prometido nada, lo miró alelado. El obispo continuó con solemnidad:
–Jean Valjean, hermano mío, vos no pertenecéis al mal, sino al bien. Yo compro vuestra alma; yo la libro de las negras ideas y del espíritu de perdición, y la consagro a Dios.
Acabo de releer la ya casi olvidada novela de Víctor Hugo Los Miserables. No recordaba el anclaje histórico tan preciso de la Francia de las Revoluciones.
La narración recuerda el año 1796, en que Jean Valjean es condenado a trabajos forzados por haber robado unos panes para saciar la hambruna de hermanos y padres. La Revolución Francesa está en el ardor inicial de los grandes principios y de las crueles represiones. Sin embargo poco ha cambiado en lo que al ejercicio de la justicia toca. Es una revolución burguesa y, por tanto, crimen de lesa patria atentar contra los bienes de un buen ciudadano burgués. A través del mundo social reflejado se alza una legalidad sin alma. Una ley implacable, por encima de la justicia.
Escrita en claves estéticas románticas, ofrece momentos del realismo, y aun del naturalismo posterior, no por el determinismo del que carece, sino por las crudas situaciones que no desdeña describir. La novela se publica en 1862, en plena madurez del artista y escrita desde el exilio decretado por Napoleón III, odioso personaje objeto de sátiras y críticas amargas. Víctor Hugo, que fue bonapartista y aun monárquico en su juventud, se convirtió con los años en un republicano ferviente.
La aventura de Valjean se sitúa en un tiempo real en el que los acontecimientos históricos convierten a los personajes de ficción, si no en reales, en verosímiles. Algo sabía Cervantes y algo aprendió de todo esto nuestro Don Benito Pérez Galdós.
La historia comienza en 1815, cuando abandona sus prisiones nuestro protagonista. Lo anterior es una vuelta atrás. Realmente no sale. Ha sido arrojado al mar de la vida, como cuando en medio de la tormenta se oye el impotente y despiadado «hombre al agua». Su liberación coincide con la derrota en Waterloo de Napoleón. Hugo narra y comenta la batalla. La victoria era de Napoleón, pero el barrizal que ocasionó la lluvia torrencial inesperada durante la noche impidió la movilidad de la artillería, dando tiempo a que llegaran los aliados y la victoria quedara en el honor de Wellington. Detrás vendrá el Congreso de Viena, el imperio de la Ley, la aparente restauración de la Iglesia, una Santa Alianza, que sólo mira por sus intereses y anuncia sus luchas internas y su debilidad (porque de santa no tiene más que el nombre). La caracterización del inspector Javert, el antagonista, coincide con los criterios e ideales éticos de la época. El imperio de la ley, el rigor de una Ley que termina aplastando a los débiles, a los miserables.
El segundo anclaje histórico es la revolución de 1830, la que destrona al rey Carlos X y anuncia el renacimiento de la comuna aunque falte tiempo para el triunfo republicano. Entre esas fechas históricas se mueve la trama de la novela, el mundo social de miserables como la desgraciada Fantina y su hija Cosette, el embrutecido matrimonio Tesnadier, el implacable inspector Javert, y Mario, el aristócrata revolucionario futuro marido de Cosette.
Como admirable contrapunto, recorre la narración un ideal inesperado: sólo la vuelta a Dios, sólo la recuperación en la vida social y política del amor misericordioso de Cristo, impregnando la realidad no de nombre, sino vitalmente, traerá la paz y la plenitud a los pueblos. Valjean, el presidiario embrutecido y deshumanizado, se va a transformar en motor, incluso económico, de una ciudad y de una comarca cuando descubre que el fin de la vida es hacer el bien siempre, por amor de Dios. Frente a un mundo sórdido, recorre un viento fresco de caridad que acompaña al protagonista, que, como Cristo, pasó haciendo el bien. Toda la novela es un soplo de esperanza. El bien, guiado por la caridad, es el único remedio para nuestro tiempo.
Todo comenzó con la acción de monseñor Myriel. El obispo, anciano bondadoso y encantador, con una pequeña y sagaz obra de caridad y de misericordia, desencadena la conversión de un bribón en un hombre bueno; y desde ese momento un torrente de bien brota por donde camina. En la última frase del fragmento elegido se encuentra el germen de toda la novela. «Jean Valjean, hermano mío, vos no pertenecéis al mal, sino al bien.» Y la clave de uno de los pasajes sublimes de la novela.
Otro breve fragmento de la novela de Vítor Hugo Los miserables nos describe la conciencia en pleno funcionamiento. No la capacidad humana de reflexionar, no el diálogo callado que se debate en nuestro interior, calibrando pros y contras. La conciencia, es decir, ese «espacio» interior donde se hace presente Dios y resuena su voz. Veámoslo:
Volvió a su cuarto y se concentró en sus pensamientos. Examinó su situación y le pareció inaudita. Sintió un temor casi inexplicable, y echó cerrojo a la puerta, como si temiera que entrara algo. Después apagó la luz. Le estorbaba; creía que podrían verlo. Pero lo que quería que no entrara, ya había entrado; lo que quería cegar, lo miraba fijamente: su conciencia. Su conciencia, es decir, Dios.
Su mente había perdido la fuerza necesaria para retener las ideas, y pasaban por ella como las olas. Así transcurrió la primera hora. [...] Le parecía que acababa de despertar de un sueño; veía en la sombra a un desconocido a quien el destino confundía con él y lo empujaba hacia el precipicio en lugar suyo. Era preciso para que se cerrara el abismo que cayera alguien, o él o el otro. Sólo tenía que dejar que las cosas sucedieran. [...] Encendió la luz.
–¿Y de qué tengo miedo? [...] La Providencia lo ha querido. ¿Tengo derecho a desordenar lo que ella ordena? ¿Y qué me pasa? ¡No estoy contento! ¿Qué más quiero? El fin a que aspiro hace tantos años, el objeto de mis oraciones, es la seguridad. Y ahora la tengo, Dios así lo quiere. Y lo quiere para que yo continúe lo que he empezado, para que haga el bien, para que dé buen ejemplo, para que se diga que hubo algo de felicidad en esta penitencia que sufro. Está decidido: dejemos obrar a Dios.
Se levantó de la silla y se puso a pasear por la habitación.
–No pensemos más –dijo–. ¡Ya tomé mi decisión!
Mas no sintió alegría alguna. [...] Al cabo de pocos instantes, por más que hizo por evitarlo, continuó aquel sombrío diálogo consigo mismo. Se interrogó sobre esta «decisión irrevocable», y se confesó que el arreglo que había hecho en su espíritu era monstruoso, porque su «dejar obrar a Dios» era simplemente una idea horrible. Dejar pasar ese error del destino y de los hombres, no impedirlo, ayudarlo con el silencio, era una imperdonable injusticia. [...] Todo esto lo rechazó asqueado. Y siguió dándole vueltas al tema. Reconoció que su vida tenía un objetivo, pero ¿cuál? ¿Ocultar su nombre? ¿Engañar a la policía? ¿No tenía otro objetivo su vida, el objetivo verdadero, el de salvar no su persona sino su alma, ser bueno y honrado, ser justo? ¿No era esto lo que él había querido y lo que el obispo le había mandado? Sintió que el obispo estaba ahí con él, que lo miraba fijamente, y que si no cumplía su deber, el alcalde Magdalena con todas sus virtudes sería odioso a sus ojos, y en cambio el presidiario Jean Valjean sería un ser admirable y puro. Los hombres veían su máscara, pero el obispo veía su conciencia. Debía, por lo tanto, ir a Arras, salvar al falso Jean Valjean y denunciar al verdadero.
Entre la galería de personajes, destaca la del protagonista Jean Valjean. La novela va a desvelarnos el proceso interior al que los mil influjos adversos parecían destinarlo a convertirlo en una alimaña violenta y cruel. ¡Que se lo pregunten al inspector de policía Javert! Quien ha nacido miserable y ha crecido en presidios entre criminales y violencias, no tiene redención posible. Es carne de cárcel y a la cárcel, tarde o temprano, volverá.
Pocos años más tarde de la publicación de esta novela, en 1862, Émile Zola defenderá, dentro del naturalismo determinista, estas doctrinas. Víctor Hugo propone una solución radicalmente opuesta. Cree en la libertad. Cree que las inclinaciones genéticas, favorecidas, incluso, por una biografía y unas circunstancias propicias al mal, no imposibilitan que pueda llegar a convertirse en un hombre de bien. Solo se necesita que viva una experiencia fecundante que le derrumbe sus barreras y le abra la mirada a una nueva realidad.
Entre los numerosos estratos temáticos de la novela, uno de los más valiosos es la descripción del camino interior que convertirá al presidiario Jean Valjean en una buena persona. Un encuentro fortuito con el Obispo Bienvenido, hombre de Dios, lo marcará para siempre. No sólo no le acusó del robo de sus cubiertos de plata, sino que, encima, le regaló dos candelabros, nada menos que los últimos vestigios de la herencia familiar, arruinada en los años crueles de la Revolución Francesa. Pero hubo algo más importante, el compromiso adquirido de transformarse en un hombre nuevo, surgido de su alma.
El alma, sí, ese componente de toda persona, que es más que la capacidad asentada en nuestro cerebro de entender, reflexionar, comprender y decidir por encima de impulsos y apetencias. Somos muchos los que creemos que, si sólo somos materia evolucionada, no es posible educar, sólo poner barnices brillantes a nuestros hábitos. Si no existe el espíritu, podremos instruir, pero no conseguir una vida virtuosa, fuerte, prudente, justa y templada, ni en nosotros ni en nuestros hijos. El alma, creada directamente por Dios, arguye de nuestra dignidad y exige algo más que la materia para explicar nuestros misterios, como el deseo de ser mejores.
No sin esfuerzo, Jean Valjean se ha convertido en un hombre nuevo. Ha cambiado hasta de nombre. No por casualidad se hace llamar señor Magdalena, el de aquella mujer, nueva tras el encuentro con Cristo. Ser fiel a Dios y ocultar su antigua identidad ha sido su preocupación en los últimos ocho años. Todo le iba bien. Pero era necesario superar la prueba que le convertirá en una persona buena, no sólo ante los ojos de los hombres, sino ante Dios.
En Arras, a cierta distancia de donde es alcalde y vive el señor Magdalena, han detenido e identificado como Jean Valjean, el presidiario, a un pobre desgraciado. No existe la menor duda. La noticia le ha llegado al señor Magdalena. Él sabe perfectamente quién es Valjean. ¿Qué debe hacer? Si confiesa la verdad volverá al horroroso presidio, convertirá al aclamado y reconocido alcalde en un malhechor. Si calla, podrá seguir haciendo posible el bien a menesterosos y dar prosperidad a sus ciudadanos y trabajadores. Este es el fragmento seleccionado. La razón arguye con habilidad y lucidez. Pero sirven de poco a la conciencia despierta. Menos cerrar puertas o quedarse a oscuras. La voz interior sigue apelando.
En este fragmento estamos contemplando la radiografía del alma. Todo el capítulo es una joya. En ese momento admiramos la grandeza de un hombre de verdad, que no se mide por las apariencias, sino por su rectitud. En ese espacio íntimo y sublime se escucha la voz de Dios, se contempla el prodigio de la conciencia.