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Equívocos, alcance y sentido de la libertad

ANDRÉS JIMÉNEZ

FUNDAMENTO Y DIMENSIONES DE LA LIBERTAD

Se trata ahora de esclarecer el fundamento y las dimensiones de la libertad, en respuesta al pro­blema de saber dónde empieza la libertad de cada ser humano. El filósofo español Antonio Millán Puelles distinguía tres dimensiones en la libertad humana: fundamental o libertad como apertura constitutiva, la libertad psicológica, que es el libre albedría, y la libertad moral, que pueden servir a nuestro propósito de responder al problema.

1) La libertad fundamental es la apertura constitutiva del hombre a la realidad como tal. Hablábamos al principio de la fecundidad cultural e histórica del ser humano frente al comportamiento estereotipado de los animales. Y es que, a diferencia de estos, la naturaleza humana no está sujeta a esquemas fijos de captación y de reacción ante los estímulos que le llegan de su entorno -los instintos-, sino que, comprendiendo lo que las cosas son mediante su conocimiento intelectual, puede reflexionar y juzgar sobre ellas, puede advertir y conferirles virtualidades insospechadas, servirse de ellas para fines muy diversos, proyectando y decidiendo su propia actuación, incluso por encima de sus apetencias o inclinaciones biológicas. Es la libertad humana como apertura a la realidad en cuanto tal. Paradójicamente cabe afirmar que la raíz de nuestra libertad no es un acto de libertad.

La libertad, así pues, “empieza” en la naturaleza racional -abierta y espiritual- de cada ser humano; en su condición de persona. Por eso es expresión de su dignidad.

En la racionalidad humana, capaz de conocer más allá de los estímulos, y en su capacidad de autodeterminación, es donde empieza y encuentra su fundamento la libertad del ser humano, y por eso éste es constitutivamentelibre, en su raíz. Esto es lo que significa también el ser imagen de un Dios que es Alguien y no simplemente “algo”.

2) Ahora bien, sobre esta positiva indeterminación que constituye al ser humano se levanta una segunda dimensión, la libertad psicológica o capacidad de elegir. Es el libre albedrío.

Dentro de este es preciso además distinguir, por una parte, la ausencia de coacción o de impedimentos, que constituye lo que ha dado en llamarse la libertad de. Es un aspecto indispensable, pero insuficiente aún, para comprender en toda su hondura lo que es la libertad. Para elegir no basta con la falta de ataduras; se requiere elegir de hecho, es decir determinarse.

Así pues, más allá de la “libertad de”, es preciso advertir también una libertad para, que constituye el núcleo mismo de la libertad psicológica; es la capacidad de autodeterminación que se orienta a “un” bien, esa fuerza psicológica gracias a la cual el sujeto, sin coacción previa o frente a ella, se determina a sí mismo a elegir buscando “un” bien. La decisión tomada es responsabilidad de la persona. Y en esto consiste propiamente el libre albedrío del hombre, en ser dueño de su propia determinación. Mis acciones, libremente elegidas y decididas son mías.

Pero demos otro paso. A través de las dos dimensiones anteriores, la libertad como apertura y el libre albedrío, cabe advertir que la vida humana presenta un claro componente de riesgo: El obrar libre no es siempre fácil ni es siempre satisfactorio; no está, por decirlo así, “garantizado en su éxito”. Puede ocurrir que en determinados casos la decisión libre se vuelva contra sí misma, como cuando se viene a caer enuna adicción o una dependencia, reduciendo así su propia capacidad de decidir. No se trata solo de elegir, sino de “elegir el bien”, de ser más dueño de mí mismo. Porque puedo elegir (el) mal, puedo dejarme llevar por ciertas seducciones, por la comodidad o por mis propias inclinaciones y pasiones, y que mi propia elección se vuelva contra mí. Decía san Agustín que el pecado, aunque es prueba de nuestra libertad, no es libertad.

Puede no ser fácil en ocasio­nes lograr una libertad de ataduras, ciertamente. Pero puede ser aún más difícil dar a nuestra elección un contenido y un sentido -un para qué- que nos hagan ser dueños de nosotros mismos. No se trata solo de poder elegir, sino de saber elegir, de saber qué hacer con nuestra libertad y de acertar cuando tomamos una decisión. Porque la libertad más plena es aquélla por la que el hombre se hace más plenamente humano, es decir más dueño de sí mismo.

3) Esta observación nos conduce a una nueva dimensión de la libertad, aquella según la cual el hombre se instala en el máximo posi­ble de plenitud y su capacidad de obrar es más plena y más valiosa. Es la dimensión moral de la libertad, la libre elección del bien.

El obrar libre es aquí cauce para el incremento de lo humano, para su perfeccio­namiento; no sólo en términos de bienestar, sino también en términos de bien ser. Mediante el uso perfectivo de la libertad el hombre reafirma su condición radical y su dignidad originaria forjando una segunda naturaleza —la per­sonalidad moral— por medio de la adquisición de hábitos, de disposiciones estables que el pensamiento clásico ha llamado siempre virtudes.

Ello entraña el buen uso del libre albedrío, el compromiso moral. Este com­promiso supone el empeño responsable de la persona en la configuración del bien, la plena pose­sión de sí misma con vistas a la donación de sí, que expresa el alto valor de una decisión que no se desvanece con las circunstancias cambiantes.

San Agustín distinguía con nitidez entre el libre albedrío, que es hacer lo que se quiere, y la verdadera libertad, la “libertas”, que consiste en saber querer y que él traducía en hacer coincidir nuestro querer con la voluntad de Dios.

Así entendida esta dimensión, puede verse con claridad que no es real y verdaderamente libre quien, por no ser dueño de sí mismo se resigna a un actuar empobrecido; no puede disponer de lo mejor de sí mismo, ya que en rigor no lo posee, y por ello ama poco. Nadie da lo que no tiene, y quien no se posee a sí mismo y se encuentra a merced de sus necesidades, encadenadas a estímulos más fuertes difícilmente puede disponer realmente de sí, es decir, no puede darse. El más alto grado de libertad estriba en poder disponer de sí mismo para el bien, en aportar perfección al mundo. Y eso es la verdadera creatividad.

Nadie, en consecuencia, es más libre que aquel hombre o aquella mujer que sabe hacer de su libertad un don —y en esto consiste precisamente el amor—, creando un vínculo avalado por la fidelidad a otro ser, el ser amado, al que se considera merecedor del mayor bien del que pueda disponerse: el bien que es uno mis­mo.

Amar a una persona es querer el bien para ella, el mayor bien posible; es poner la propia vida a disposición del ser amado. El más alto grado de libertad consiste en amar de manera efectiva, en entregarse a sí mismo. Y aquel ser merecedor de ser amado así, no puede ser simplemente algo, tiene que ser alguien. Es una persona.

Vista con profundidad, la libertad no es un fin, una meta en sí misma, sino un camino; no existe por sí misma, sino para hacer posible el amor, es decir, el don libre de sí mismo con el que el ser humano enriquece su humanidad moralmente. La libertad se potencia cuando es resultado efusivo de la riqueza interior de la persona, y de lo mejor que hay en ella. Y sobre todo, cuando toda esta creatividad culmina en el encuentro interpersonal, en la comunión de vida.


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