Equívocos, alcance y sentido de la libertad
ANDRÉS JIMÉNEZ
FORMAS INSUFICIENTES DE LIBERTAD
Conviene resaltar algunas nociones inadecuadas de la libertad humana que circulan profusamente y que, por insuficientes, es preciso analizar.
1) Libertad como liberación o emancipación. La primera de ellas consiste en concebir la libertad como un resultado, fruto de otra instancia. Según ella el comportamiento humano sería fruto, según ciertas posturas, de determinadas estructuras socioeconómicas o bien de mecanismos biológicos o psicológicos inconscientes, según otras. La libertad es algo que se me otorga: es fruto, por ejemplo, de una revolución política o de la pertenencia a una clase social; no sería yo el protagonista de mi actuar; lo serían ciertas estructuras, económicas pongamos por caso, las que desencadenarían mis decisiones y elecciones (Marx). Lo mismo ocurriría al tomar conciencia de determinados impulsos inconscientes (Freud) o “reflejos condicionados” (Paulov) que desencadenan mis decisiones y gobiernan mi conducta.
Y como mi comportamiento depende de tales instancias, de este modo serían determinadas acciones o situaciones ajenas a mi voluntad las que me liberarían de tal o cual servidumbre (económica, moral, religiosa, cultural, etc.) y las que me darían la libertad. Y solo entonces seríamos libres.
Por eso se habla aquí de un “resultado”, de algo que “nos pasa” (o no). Esta detrás de estas tesis un determinismo de fondo. (El determinismo es la postura que niega que el ser humano sea realmente libre, que la libertad sea algo constitutivo del ser humano y que se pone de manifiesto con nuestra elecciones.) Nos hallamos ante una forma de determiismo disfrazado de “libertad condicionada”. No sería nuestra decisión e iniciativa consciente, en el fondo, el origen de nuestra conducta.
Conviene advertir en esta postura insuficiente y equívoca una confusión entre condición y causa. Es verdad que nuestras decisiones dependen de circunstancias, impulsos inconscientes, modas, de ciertos hechos y de patrones sociales. Sin embargo, aunque sin estos factores o circunstancias no pudiera explicarse una concreta actuación individual, tampoco ellos bastan para explicarla. La libertad está en la raíz original del ser humano, no es fruto de estructuras o de ciertas condiciones históricas, ya sean sociales o políticas, o de impulsos biológicos inconscientes.
Tales factores pueden ser necesarios, quizás, para ejercer nuestra libertad, pero no son suficientes para dar lugar a acciones como perdonar, amar oblativamente -ese amor que signfica darse- o arrepentirse, por ejemplo.
Nuestra libertad emana de nuestra naturaleza de personas racionales y de las decisiones y elecciones que cada sujeto humano realiza tras una deliberación. Un perro, por ejemplo, nunca será verdaderamente libre por más que sea “liberado” de su sometimiento, porque no es un ser radicalmente libre. Pero al ser humano no “se le hace libre”, sino que al “liberarlo” de ciertos impedimentos solo se le posibilita ejercer su libertad constitutiva. Él, cada uno, es el protagonista de su libertad.
Contra el determinismo de fondo que late en esta postura reduccionista pueden aportarse significativos hechos de conciencia; por ejemplo la vivencia de responsabilidad acerca de ciertos actos o determinadas obligaciones morales, la existencia de figuras como el héroe, el rebelde o el santo, y disposiciones como las ya apuntadas del amor como donación, el arrepentimiento o el perdón. No hay un cálculo que agote y comprenda plenamente al hombre: siempre queda un plus, una última aseveración -aunque sea de sometimiento- de la que depende al final toda elección consciente.
2) Otra forma insuficiente de entender la libertad es la que se sitúa, por decirlo así, en el extremo opuesto, el de la independencia o indeterminación pura.Se entiende en este caso como una forma de vida que consiste en no cerrarse jamás posibilidades, en no querer atarse a una decisión que entrañe alguna forma de lazo o vínculo; en sustraerse, en suma, a toda forma de obligación o deber. No atarse a consecuencias, no comprometerse. No atarse a nada ni a nadie. Imponerse a toda costa. Hacer lo que se quiera -“salirse con la suya”- pero sin atenerse a consecuencias indeseadas.
Es el tipo de libertad que identificamos con hacer lo que deseamos o, más vulgarmente, hacer lo que nos da la gana, sin límite u obligación. Es sinónimo de poder y fuerza, o como ahora se dice, de “empoderamiento”. Poder hacer lo que yo quiero, y punto.
Se revela en esta concepción un intento de eludir vínculos, y en particular el creado por la propia autodeterminación, a saber, la responsabilidad. La responsabilidad es el dominio que tenemos de nuestras acciones y de sus consecuencias. Así, una elección que emana de la iniciativa de un sujeto, trae consigo implicaciones y consecuencias que sólo a él pueden atribuirse como mérito o como culpa. Ser responsable es asumirse a sí mismo, ser autor y dueño de las propias decisiones y de las consecuencias que traen consigo.
Esta es una concepción propia, por ejemplo, de un pasotismo a ultranza -“lo que quiero es no querer”-, de ciertas formas de escepticismo o de algunas corrientes nihilistas (pragmatismo/utilitarismo, hedonismo, existencialismo, postmodernidad, ideología de género…) El ser humano “se hace” sin una naturaleza previa y esencial.
Entender la libertad como independencia y autodeterminación total, como autosuficiencia y carencia de vínculos es una forma insuficiente y en el fondo falsa de libertad.
Esta concepción supone una absolutización de la libertad que choca con la evidencia más palmaria: nuestra libertad no se implanta en el vacío, sino en una realidad con la que es preciso contar y que impone límites a nuestros deseos. Como escribe Frank Sheed, “uno puede comer todo lo que le dé la gana y obtener como resultado aquella limitación de la libertad que llamamos indigestión”. Y supone también una concepción del hombre como un ser desarraigado, sin referencias, un supuesto creador de valores que, sin embargo, no poseen fuerza moral, ya que no generan vínculos. Frente a esta concepción equivocada de la libertad, Chesterton escribía: “Nunca podría concebir ni tolerar ninguna utopía que no me dejara la libertad a la que más me siento apegado: la libertad de atarme”.
El nihilista, que entiende la libertad como realización sin límites del propio deseo y autodeterminación, es un hombre o una mujer sin vínculos, no quiere agotar posibilidades de elección, pero acaba por paralizar en sí mismo toda posibilidad de enriquecimiento ético. Esta es una vía segura al desarraigo y la soledad. Es, en rigor, el hombre (o la mujer) solo, éticamente vacío. Como no se atiene a compromiso verdadero alguno, no es de fiar.
Hay que advertir, sin embargo, que el compromiso moral, no sólo no atenta contra la libertad, sino que la supone, la enaltece y la llena de valor. Nietzsche, un autor que dijo bastantes insensateceses, afirmó con acierto que “ningún animal es capaz de prometer”. Comprometerse es la plenitud del valor de una decisión. Y así, una decisión que se abandona ante la menor dificultad, es expresión de un carácter voluble, pusilánime o inconstante; y en realidad es una decisión sin valor. Una decisión que no se mantiene no es una decisión valiosa. Un acto libre es valioso, es más plenamente libre, cuando se sostiene a pesar de las dificultades. Cuando va en serio. Más aún, llegará a escribir Soren Kierkegaard, “el acto supremo de libertad es aceptar compromisos que puedan vincular para siempre”.
Es claro, finalmente, que entender la libertad como falta de vinculación, como poder a ultranza, presenta un riesgo demasiado grave: dejada a su dinámica propia se convierte en una amenaza contra los más débiles (“el hombre, lobo para el hombre”). Es en el fondo una libertad destructiva, de imposición. Este es el tipo de voluntad, por cierto, que sostiene la idea del Estado moderno (basada en el interés -concurrencia de intereses- y el poder -soberanía, dominio y señorío absolutos- como instancias humanas supremas). Se impone por ello acudir a un límite y nace así una tercera forma –insuficiente también- de concebir la libertad.
3) Es esta la noción formalista,para la cual la libertad consistiría en poder realizar todo tipo de acciones con tal de que no se perjudique a terceros.
Esta concepción, a primera vista muy plausible, encierra sin embargo un serio vacío conceptual: Que la libertad consista en “poder hacer todo aquello que no perjudica a los otros” -según afirma textualmente la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 (RF) en su artículo 4º-, sólo es posible si mi libertad, la de cada uno, termina donde empieza la de los demás; afirmación no menos plausible seguramente que la anterior, pero no menos ambigua tampoco. Porque -y esta es la verdadera cuestión- no está claro dónde empieza la libertad de los demás.
Responder que empieza donde acaba la mía no deja de ser un círculo vicioso que no explica nada. Si previamente no se ha esclarecido este problema, el perjuicio a terceros de una decisión queda a la oportunista discreción del momento, podrá depender de la astucia o incluso de la posible arbitrariedad de las leyes impuestas. Como dice la misma Declaración de Derechos de la Revolución Francesa, es la ley la que establece la frontera entre mi libertad y la de los demás. Pero la ley, a su vez, es establecida por la voluntad del legislador... Podría decirse que la libertad de los ciudadanos termina donde empieza la voluntad del legislador. La libertad de cada uno llega hasta donde llega su poder para imponerse sobre la de los demás. Sigue siendo una libertad destructiva, una libertad “contra” la libertad de los demás. La fuerza ha sido sustituida por el poder político y por la astucia.