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Enseñar a ser laicos

Alocución a miembros del instituto secular Cruzados de Santa María con motivo del decimoquinto aniversario de la Exhortación postsinodal Christifideles laici. Reflexiones sobre la vocación laical.

Febrero 2004.

Ha sido una suerte a lo largo de mi vida tener una serie de referencias, de encuentros, que me han enriquecido tremendamente.

Agradezco haber pasado en mi juventud y como por casualidad por Barcelona, porque supuso para mí descubrir la devoción al Sagrado Corazón, el misterio de la Iglesia, a través de lo que Schola Cordis Iesu y la revista Cristiandad enseñaban a los pequeños grupos de laicos que aquejan vivir el espíritu del Apostolado de la Oración. Su fundador, el jesuita P. Orlandis, pretendía que los laicos nos adentráramos en el magisterio de la Iglesia para convertirnos en “celadores” del Apostolado de la Oración (el celador de la oración es el que reparte las hojillas del Corazón de Jesús) de tal manera que supiéramos dar razón de nuestra esperanza dondequiera que estuviéramos y con un matiz que para mí ha sido clave: el de saber que no hay separación entre el templo y la ciudad. En mi caso particular, la vivencia de la cotidianidad, no sólo la del templo, como ámbito ordinario y natural de lo religioso.

Cuando entré en la vida laboral, el segundo encuentro –para mi crucial- fue el de los Cruzados de Santa María. (…) Me pareció que lo que estaba haciendo el P. Morales era suscitar personas que dedicasen toda su vida a evangelizar el lado menos conocido de lo que es la Iglesia: la vivencia de lo eclesial en el orden temporal. Si en otras épocas pudieron surgir santos que crearon órdenes militares para combatir en la frontera y asegurar la paz interior de la ciudad cristiana, entendí y me pareció realmente admirable que el P. Morales diera no sólo el paso de formar laicos, sino que estos fueran capaces de vivir y sobre todo de tomar como misión de su vida, la de evangelizar al laicado para suscitar unos laicos santos. Es decir, creyentes que vivan el Reino de Cristo y que ayuden a construirlo en medio de la ciudad terrena y temporal. Talante de vida que la modernidad ha arrojado por la borda.

Única viña

Por doloroso que nos resulte Europa, el Occidente, se ha apartado de esta perspectiva. Ha separado el orden de la fe del orden de la vida. Ha podido llegar a perder con esta desacralización brutal el sentido de Dios. Incluyo también a aquellos cristianos, creyentes que han hecho separación entre la vida privada y la pública y han olvidado que el espacio propio del laico es la vivencia de Dios en la vida cotidiana, haciendo de la cotidianidad el espacio propio de su misión apostólica. Somos parte de la Iglesia. Pertenecemos a la única viña que hay (¡que no hay dos viñas, la viña del templo y la viña de la ciudad!). Que Dios llama a trabajar a todos, a cada uno según su misión y vocación, pero que a todos nos hace trabajar en la misma viña, única, la del Señor. Releed la Christifideles Laici, creo que vale la pena. En la introducción viene a decirnos claramente que la viña del Señor es el mundo entero, que debe ser transformado según el designio divino en vista de la venida definitiva del Reino de Dios.

En consecuencia nadie puede estar ocioso pensando que “esas son cosas de los curas, de los consagrados o de los religiosos”. Todo esto era sabido y vivido por el pueblo cristiano, como podemos constatarlo quienes hemos tenido la suerte de haber nacido en familias muy sencillitas que lo vivían con la mayor naturalidad. A lo mejor no sabrían explicártelo, pero para ellos no había separación entre el orden del vivir ordinario (es decir, el trabajo en el campo bien hecho, el cuidado de la casa) y la atención al perfeccionamiento espiritual como modo de dar gloria a Dios. Esta conciencia se ha perdido. La Iglesia viene recordando a los laicos la responsabilidad que tienen de contribuir a que toda la creación se ordene según los designios de Dios. Bautizarnos es mucho más que inscribir nuestro nombre en una asociación. El bautismo además de hacernos hijos de Dios y herederos del Cielo nos hace partícipes del triple don de Cristo: somos sacerdotes, profetas y reyes.

La santidad no consiste en cultivar una serie de virtudes. Evidentemente que hay que cultivar todas las virtudes y cualidades, pero no como fin sino como medio. Las virtudes como hábitos buenos nos facilitan el cumplimiento de nuestras obligaciones (cf. Ch.L, nº 58). Tenemos que descubrir lo que Dios quieren de nosotros, conocer nuestra propia vocación. Pero conocer nuestra propia vocación es sólo una parte; la auténtica respuesta la damos cuando no sólo conocemos, sino que hacemos lo que Dios quiere que hagamos. Entre el saber y el hacer hay un paso que nos exige el cultivo de las virtudes pues “para actuar con fidelidad a la voluntad de Dios hay que ser capaz y hacerse cada vez más capaz” (Id.). Evidentemente esta es una tarea de perfeccionamiento del instrumento, pero no es el fin. Tenemos que hacernos cada vez más capaces, desde luego con la gracia del Señor (nadie puede hacer gala de que nada de lo que sea bueno en nosotros es obra nuestra), pues dice san León Magno: “dará la fuerza quien ha concedido ya la dignidad”. Pero hacernos más perfectos ¿para qué? Para que cada vez vivamos mejor nuestra propia vocación, haciendo por lo tanto un trabajo más perfeccionado en todas las horas de nuestra vida. Pero no para el cultivo de virtudes que florezcan en nosotros como adornos de vanidad; sino como medio para poder cumplir con la misión. Y la misión es el Reino de Cristo en el orden de la cotidianidad.

Embellecer la creación

Acostumbro a decir en broma a la gente pero provocativamente, que yo soy de los de “ordeno y mando”. Se suelen sorprender porque la expresión “ordeno y mando” se asocia a personas autoritarias. Se ha interpretado en el sentido de mandar dos veces. Sin embargo, al pie de la letra, lo que significa es que antes de mandar primero hay que poner todo según el orden correspondiente. Es en definitiva lo que debemos hacer en esta vida: No podemos mandar por mandar, sin previamente poner en orden, y no podemos poner en orden si previamente no conocemos lo que a cada cosa le corresponde por naturaleza. Es obligación del laico conocer lo que las cosas son y ordenarlas, para que las cosas se desarrollen y alcancen su plenitud según el orden querido por Dios.

¿Cómo puedo yo “mandar” con autoridad si soy frágil y nada sé de nada? Precisamente porque no estoy haciéndolo sólo por mí y sólo para mí, sino porque mi trabajo lo he recibido como una encomienda. Tendré que preparar y desarrollar todas las cosas para dar cuenta a quien me lo encomendó de tres modos distintos. Los ámbitos de nuestra responsabilidad los debemos abordar como sacerdotes, como profetas y como reyes participando del triple don de Cristo.

Como sacerdotes, ofreciendo nuestras obras, alegrías y tristezas de cada día, poniendo nuestras intenciones y obras en el altar.

Como profetas, estudiando y conociendo a fondo nuestra profesión. No nos debiera mover el afán vanidoso del prestigio ni la legítima compensación económica, sino haber recibido el don de hablar con autoridad. Eso nos permite comprender que, cuando tengamos que abordar los temas de nuestra profesión, debemos estudiarlos con hondura, sabiendo que aunque nos podemos equivocar, nuestro talante interior es el de saber que tenemos el encargo de conocer para poder enseñar, no sólo sobre los temas de Dios sino del orden de la Creación que nos ha sido encomendado. El mandato de Dios de dominar la tierra tiene que ver con esto: es el de conocer el mundo para poderlo dominar, pero no explotándolo o esquilmándolo, sino precisamente para hacer que el mundo alcance la plenitud que en el designio de Dios está determinado. Es decir, cuando yo estoy hablando de literatura (no sólo cuando hablo de la Christi fideles laici) debo saber que tengo el compromiso de ser profeta. Es decir, de conocer en hondura para dar el ángulo que desde mi fe precisamente ilumina o adquiere aquella realidad que me han encomendado. Eso no quiere decir que sólo tengo que preocuparme por el ángulo de mi reflexión o de mi visión antropológica cristiana, pues existe la realidad (y un soneto, si es cristiano, consta también de catorce versos y normalmente de once sílabas), pero el ángulo, el modelo de hombre, todo lo que subyace, me llevará a ofrecer esas otras claves que, en general, hoy la ciencia ha perdido y sin embargo para su bien está demandando. ¿Por qué es tan grave todo el tema de la ingeniería genética, de los embriones? ¿De qué carece? Le falta la visión antropológica cristiana.

¿Cuestiones urgentes? Las que señala el documento: “No podemos dejar de recordar otro fenómeno que caracteriza a la presente humanidad, quizás como nunca en la historia. La humanidad está siendo cotidiana y profundamente atacada y desquiciada por la conflictividad. Es este un fenómeno pluriforme, que se distingue del legítimo pluralismo de las mentalidades y de las iniciativas, y que se manifiesta en el nefasto enfrentamiento entre personas, grupos, categorías, naciones y bloques de naciones. Es un antagonismo que asume formas de violencia, de terrorismo, de guerra. Una vez más, pero en proporciones mucho más amplias, diversos sectores de la humanidad contemporánea, queriendo demostrar su omnipotencia, renuevan la necia experiencia de la construcción de la torre de Babel, que sin embargo hace proliferar la confusión, la lucha, la disgregación y la opresión. La familia humana se encuentra así dramáticamente turbada y desgarrada en sí misma” (Ch. Laici, 6).

Ante esta realidad, una de las tareas más apasionantes será la de velar por el concepto y la visión del hombre como persona. Aspecto absolutamente sabido, pero que exige aplicarlo en todo momento: en la reflexión y en el obrar. ¿Qué pedagogía tiene que seguir un maestro católico? La que contempla en todo momento al educando como una persona, es decir, como ser único e irrepetible.

Todo laico debe ser en primer lugar un buen profesional. A ser posible, el mejor. La profesionalidad no puede compensarse con la condición de ser buena persona y piadosa.

Por ejemplo, cuando un profesor de literatura se enfrenta a una obra heterodoxa o inmoral no deberá confundir el estudio técnico con la valoración ideológica o moral que le merezca la obra. No deberá confundir, pero tampoco callar. Existen modos para despertar el espíritu crítico y valorar adecuadamente el desorden moral o el planteamiento doctrinal desviado. A veces con sólo hacer caer en la cuenta a un alumno que el autor presenta el estado concreto de un hombre y además enfermo, y no la condición universal del ser humano, ayuda a discernir.

Cuando leemos El árbol de la ciencia, o Cien años de soledad, deberé ponderar la habilidad narrativa, el dominio técnico, el realismo barojiano o el realismo mágico, pero también comentaré que se trata de una narración de un mundo que va perdiendo cada vez su visión de lo trascendente y se va quedando en un mundo mágico y supersticioso, y resaltaré que presentan una carencia fundamental, y es la de que nadie se siente comprendido ni amado.

Mi condición de profeta me obliga a hacer preguntas, a entrar en diálogo, a transmitir toda una serie de reflexiones que desde mi fe tengo la obligación de plantear, sin imponer nada.

Sacerdotes, profetas y reyes

Esto es ejercer el sacerdocio sin caer en ese peligro que corremos los laicos y que denuncia la Christifideles: “…la tentación de reservar un interés tan marcado por los servicios y las tareas eclesiales, de tal modo que frecuentemente se ha llegado a una práctica dejación de sus responsabilidades específicas en el mundo profesional, social, económico, cultural y político” (cf. nº2). Es decir: si porque salimos a leer el Evangelio en la misa o porque últimamente nos llama el cura para ayudarle a dar la comunión nos consideramos comprometidos, estamos listos. Porque lo constitutivo nuestro no es suplir al sacerdote en las actividades de la iglesia (esto es actuar de apagafuegos en momentos en que lógicamente la crisis vocacional nos obliga a suplir, pero eso no es un bien deseado).

Específico nuestro es el orden temporal, y por eso es muy grave que por estar en las cosas eclesiales hayamos llegado al abandono de nuestras responsabilidades específicas en el mundo profesional, social, económico, cultural y político. La Gaudium et spes dice claramente que el laico “que falta a sus obligaciones temporales, falta a sus deberes con el prójimo; falta, sobre todo a sus obligaciones para con Dios y pone en peligro su eterna salvación” (nº 43). ¿Por qué? Porque el mundo está padeciendo dolores de parto mientras no llegue a su plenitud. Y la plenitud la ha encomendado Dios a cada hombre, en el ámbito de sus responsabilidades: Hacer bien a las cosas para ofrecérselas al Señor. Nuestro sacerdocio no consiste en otra cosa.

Claro que hay que participar (¡ojalá todos los días!) en el sacrificio eucarístico, donde pides tener un corazón redentor, ofreces tus trabajos, tus alegrías, tristezas de cada día y lo pones con el pan y el vino para que sea parte del ofrecimiento de Cristo al Padre. Ese es nuestro sacerdocio: Participar en la alabanza del Señor, haciendo de nuestra vida cotidiana una oración en el obrar, en el hacer, en el trabajar. Y desde esa clave, haremos las cosas de tal manera que nuestra recompensa ya no sea el complemento de sueldo que nos van a subir porque las hacemos mucho mejor que el de al lado, sino porque el Señor ve que tenemos una buena intención, y que por Él hacemos absolutamente lo que Él nos ha mandado. Eso mismo nos lleva, como digo, a ejercer como reyes (esto sólo se puede decir en la intimidad, pero evidentemente hemos de tener el “orgullo” de ser reyes): No podemos hacer las cosas de cualquier manera, y cuando después de haberlas estudiado y de haber visto desde el ángulo de la prudencia, la oportunidad de hacer el bien, se hace aunque muchas veces genere sufrimientos, cruces, adversidades. Sin talante de orgullo, sino de servicio, pero con autoridad.

Formación sistemática

Por eso, tenemos todos la obligación de formarnos sistemáticamente para poder profundizar y ejercer este triple don de Cristo concedido a los laicos. Lo que supone que cada cosa que tengamos que realizar como profesionales, la estudiemos con la hondura que sea necesaria, precisamente porque no la hacemos para nosotros sin más, sino que Dios no ha puesto al frente de una responsabilidad, aunque sea la más mínima y sencilla. Y ahí tenemos que cumplir nuestra misión.

Christifideles laici ofrece otra clave que nos deja muy claro que, siendo nosotros hombres del mundo, tenemos que estar sin embargo en el corazón de la Iglesia. Es decir, todo lo que Dios nos encomienda lo haremos mal si no contamos con la ayuda de los sacramentos. La de la gracia es vida para servicio, para el perfeccionamiento. No es posible el dominio de la Tierra, sin curar y corregir el corazón desordenado y la mente confusa de cada uno de nosotros. La rebeldía del hombre hizo que se fracturara la posibilidad de lograrlo sin ayuda de la gracia. Y esto sólo lo restaura Cristo Redentor.

¿Y qué tenemos que aportar ante un mundo tan incrédulo? La Redención. Algo que los hombres no entienden ni ven: La Providencia como guía de la historia. El cariño de Dios por cada uno de nosotros. La divinidad rica en misericordia. La vida como don maravilloso y sagrado. El tiempo como opción de libertad. El trabajo como medio para hacer un mundo mejor y un modo de colaborar con Dios Creador. La apertura a la esperanza, siempre. El gozo de encontrar nuestra vida en darla sin reserva. El triunfo de Cristo y de su Iglesia en la historia. El valor de lo cotidiano mirado desde la eternidad. No perdamos nunca la mirada sobrenatural en todo y para todo.

Cada uno en su esfera y su compromiso; en su misión, por pequeñita e intrascendente que parezca; en salud o en enfermedad; en el trabajo, o en el paro; soltero o casado; en su relación familiar; entre los compañeros y amigos. Allí donde uno se encuentre, dando razón de nuestra esperanza.

En el obrar se perfecciona y se manifiesta nuestro ser. La jerarquía de valores es imprescindible para acertar en la elección. No siempre lo que hay que hacer es lo apetecible. Os confieso que muchos días mi gran tentación es la de no ir a trabajar, cuando sé con quién tengo que pelear. Mi consuelo sería pasarme la mañana ante el sagrario, rezando por los que tengo que recibir. Pero no puedo hacerlo. ¿Por qué? Porque no sería alabanza a Dios. Sería huir de lo que el Señor espera de mí en el orden temporal: que haga las cosas según su voluntad. ¿Y eso qué significa? Sacar fuerzas de flaqueza y hacer de tripas corazón. Contemplar antes de actuar. Dedicar tiempo a estudiar, y muchas horas a la formación.

La primera vez que llegué a la Dirección General, les pedí a los juristas que nos reuniéramos para reflexionar sobre una serie de decretos que debíamos elaborar. Uno de ellos me dijo: “¡qué tonterías estás diciendo. Tú dime lo que quieres, que yo ya te lo haré!”. Me negué, pues no se trataba de hacer mi voluntad. Estuvimos un mes discurriendo sobre qué era lo más conveniente hasta que al final se adoptó una decisión que trajo la paz a los sectores implicados… Existe un orden humano, querido por Dios. Las cosas no se pueden hacer de cualquier manera porque todas las cosas tienen un modo y un ser, y ese es el que debemos procurarles. La realidad exige reverencia. Es conveniente recordar que el esfuerzo ya es un bien aunque no lleguemos a conseguir la perfección total porque nada en el orden temporal lo haremos con perfección absoluta.

Enseñar a ser laicos

Alguien nos tiene que enseñar esto. Y a mi parecer el don maravilloso que habéis recibido (…) es nada menos que el ser apóstoles de la laicidad, para hacer que los laicos entiendan estas cosas. Ese es vuestro compromiso apostólico. ¿Por qué? Porque vosotros tenéis un carisma que yo no lo he visto en ningún otro sitio: os consagrasteis exclusivamente para poder vivir la laicalidad, pero con el compromiso de hacerla extensible vitalmente a los demás. Es decir, vuestra peculiar evangelización tiene que ser enseñar a ser laicos. Y eso es un don. Yo tendré como obligación el compromiso de ser laico lo más fiel posible al Señor pero no como consagración. Vosotros habéis recibido la llamada para una misión. Y es que siendo profesores, maestros, médicos, ingenieros, militares, tenéis la obligación en el ámbito que os rodea de ser sacerdotes, profetas y reyes, enseñando a los demás a serlo.

Esto es un carisma, algo que se necesita más que nunca. ¡Claro que necesitamos templos y sacerdotes! Pero necesitamos también familias que realmente tengan un sentido de la vida. Y cuando surjan estas nuevas familias vendrán los sacerdotes y renacerá la vida consagrada.

En esta línea hay una propuesta que he dejado para el final, conscientemente. Estoy encantado con la revista Estar [ https://revistaestar.es ]. No es bueno que las cosas que hagamos sólo sirvan para que se queden dentro de casa y entre nosotros. El P. Tomás Morales quería que nos metiéramos en el combate de la vida ordinaria, cualquiera que fuera el campo que a uno le toca. Estoy intuyendo que la revista puede cumplir con este objetivo porque está dando criterios de actualidad sobre la vida cristiana en la ciudad, ofreciendo determinados temas culturales, artículos de ocasión, que van proponiendo lo que el católico debe saber. Si la revista se atreve a abordar no sólo temas de espiritualidad —que también debe hacerlo— sino que se abre a la temática de la actualidad, pasará a ser un instrumento de esta evangelización, de esto que os decía que es específico vuestro: enseñar a los laicos a ser verdaderos laicos.

Me parece que, aunque esté todavía naciente, debierais trabajar para que pueda llegar a cualquier rincón de la vida de la ciudad, para que las cosas de fuera del templo tengan una mirada y una interpretación cristianas. Creo que Estar puede ser un ejemplo de lo que en la Christifideles son los laicos cristianos y su vocación y misión.

*  *  *

Después de presentaros hace unos días estas reflexiones, alguno de vosotros me planteasteis estas dos preguntas que pueden servir de colofón a mis palabras

1ª.- Da la impresión de que no se llega a descubrir la verdad del hombre hasta que no hay una conversión a la fe cristiana. Entonces, ¿no podrá existir un orden temporal cristiano, en sus costumbres y en sus leyes, hasta que las personas se hayan convertido a la fe? ¿Puede ser aceptado un “orden cristiano” —sin especificar campos— más o menos universalmente por todos aunque no participen de esa fe? Si es así, siempre existirá un motivo de conflicto, por parte de los no creyentes que se sentirán sometidos a unas leyes que parten de una fe que no comparten.

La realidad en la que estamos no es la de los hombres convertidos sino la de los hombres que esperamos que se conviertan. Eso significa que hay un sustrato, un humus básico sobre el que la gracia actúa. Es decir, la gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona. Pero el pecado sí destruye la naturaleza (el pecado puede llegar a destruir la estructura social, a dinamitar la convivencia entre los pueblos). Siempre hay un humus sobre el que poder reconstruir el orden humano.

El cultivo de las virtudes humanas se convierte pues en este momento en tarea de todo educador. Es el humus básico sobre el que nos tenemos que mover hoy para que no se nos derrumbe la humanidad definitivamente. Existe, pues, esta tarea previa que fue consigna paulina a aquellos cristianos rodeados de paganos a los que un día la gracia y el ímpetu de los Apóstoles convertiría: “aprovechad todo lo honesto, bueno, honrado” que hay en vuestro entorno. En definitiva el humus básico que en el orden de la naturaleza podemos encontrar en todos los pueblos y civilizaciones desde los cuales se construirá luego la plenitud.

Tenemos pues una misión muy urgente: recuperar la conciencia de la dignidad humana. El hombre hoy no vale nada. ¡Es mentira que la humanidad exalte al hombre! Por eso es clave en nuestra evangelización hablar de la dignidad humana. ¡Claro que nuestro corazón tiene que suplicar la conversión de los hombres! Pero es desde una naturaleza que la gracia eleva, que no destruye. Porque la naturaleza puede llegar a degradarse por el pecado, y una madre dejar a su niño recién nacido en la basura. Sólo en Cristo la humanidad alcanzará su plenitud, es decir, no entenderemos nada del hombre si no conocemos a Cristo. Sólo en Cristo se recapitula todo. Pero lo que Dios nos pide es que nos apliquemos a la tarea urgente de que no se nos descomponga el orden humano sobre el que la gracia actuará.

2ª.- Nuestra vocación descansa sobre dos polos que deben estar siempre equilibrados: consagración y secularidad. Ha comentado la excelencia de la vocación de unos hombres que en la primera línea de combate enseñan al laico a ser laico porque han consagrado su vida a Dios para esto. ¿Cómo compaginar ambos extremos, consagración y secularidad?

Tendréis el peligro del desequilibrio a lo largo de toda la vida, pero voy a contestar de una manera audaz: teóricamente, la vocación del laico sería el matrimonio como tendencia natural. ¿Cómo es posible que siendo vosotros lo que tenéis que enseñar la laicidad no tengáis la condición de casados? Este es un misterio profundo ¿Por qué? Hay un amor de benevolencia y otro de concupiscencia. Lo que está predominando en las relaciones humanas hoy es precisamente el amor de concupiscencia, con lo cual la fragilidad de las relaciones humanas es grande. ¿Cómo vivir los laicos el amor de benevolencia? Pues es tarea de alguien que nos haga ver cómo. Y ahí aparece el misterio de vuestra consagración como pertenencia total y exclusiva a Dios. ¡Ojalá os vieran como os estoy viendo yo! ¡Ojalá tuvieran muchos la oportunidad de veros por dentro, aunque sólo fuera en la cotidianidad de la vida! Tenéis un modo de estar que no es cortesía. Es un código de finura y de humanidad (por ejemplo: de pronto falta una cosa, y sin que nadie la pida, uno la trae; o la puerta ha quedado abierta y si va a haber ruido, otro se levanta y la cierra… y todo eso se hace con la mayor naturalidad, en la vida cotidiana). Eso es una oración clamorosa al Señor. En esa cotidianidad y en esos pequeños detalles, cada cual con su cultura y con su modo de ser, muestra el amor de benevolencia. No hay rangos ni anillos ni dignidades. Todos viven el uno para el otro. Esto es lo que hoy no se da. Esa vertiente de evangelización es vuestra. Es necesario que alguien cultive este amor de amistad sin el de concupiscencia, para que se vea con qué desinterés puede llegar una persona o estar en disposición de entrega hacia el otro.

Y comunicar esa actitud de amor de amistad (aun con toda su fragilidad) es una misión nobilísima. Es recuperar para las parejas que están en vuestro entorno esa delicadeza en la cual se aprende el autodominio de sí mismo, que la alegría está en darse, no en buscarse siempre en el otro. Todo esto es una antropología que se va transformando en costumbre. Os rodeáis de matrimonios a los que les podéis enseñar a amar —y esto es algo muy difícil—. Por eso las convivencias que tenéis con ellos me parecen geniales, porque es allí donde os ven, es allí donde ven esa finura y ese modo de ser.

Es un gozo el cultivo que tenéis de las pequeñas cosicas, como encomienda expresa de vuestro fundador. Esto, que lo habíamos podido aprender en nuestras familias cuando eran santas, se ha perdido. Nosotros insistimos mucho en el grupo Ágora en la importancia de la cotidianidad, de hacer bien todo lo cotidiano. Y elegimos como emblema el cuadro de Zurbarán titulado El bodegón. ¿Es bello porque lo pintó Zurbarán? O nos está diciendo que los objetos más simples, tratados con delicadeza, están descubriendo su hermosura. Eso es la vida cotidiana. Enseñar a vivir el gozo de cada instante. Claro, el gozo se hace pesadumbre si no tienes conciencia de eternidad. Sólo la perspectiva de la vida eterna hace que cada momento sea bello porque todo es moneda de eternidad. Es que la laicidad es dar alegría y estar alegres cuando hay que estar, y en la seriedad, en el detalle y en la finura, siempre dispuestos… “El que pierde su vida la encontrará”. Nuestra vida así es verdadera. No hay que esperar a la vida eterna para gozar de Dios.

Una viña, sólo hay una viña. Todos formamos el pueblo de Dios en una viña. Cuando voy a la oficina, no salgo de mi viña y entro en la del vecino. Es la misma viña del Señor, adonde Él me llama para ser sacerdote, profeta y rey, sintiéndome hijo de Dios, llamado a perfeccionarme para perfeccionarla…


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