Educación verdadera
Carta a su hijo, de Juan Rufo
Apuntes de Hª de la Literatura. 3.1.2.
Juan Rufo Gutiérrez (Córdoba, 1547-ibídem, 1620). Fue cronista de Don Juan de Austria, al que acompañó en la campaña de Granada contra los moriscos sublevados (1568). En la batalla de Lepanto estuvo en su misma galera, y sobre dicha experiencia compuso su poema épico la Austríada (1584).
Aconsejo leer el texto completo de la carta que le dirige Juan Rufo a su hijo, exponente de un hermoso tratado de educación humana y católica. Son cerca de cuatrocientas redondillas. En ellas va trasmitiendo a su hijo su visión de la vida y los valores que desea que su hijo incorpore a su ser personal cuando sea mayor. Juan Rufo, alejado de su familia por razón de su cargo, secretario de don Juan de Austria, le escribe esta carta a su hijo cuando está a punto de cumplir tres años. La primera parte se ha convertido en un documento en el que recoge todos los juegos infantiles. El poema se cierra con ese epílogo genial en el que resume en cuatro versos la visión de la vida de un español verdadero, presagio del barroco pero ya en torno a 1570:
La vida es largo morir,
y el morir, fin de la muerte:
procura morir de suerte,
que comiences a vivir.
La segunda parte es la más larga y enjundiosa. En la primera nos conmueve la actitud del padre jugando con el niño, al que genialmente contempla como un anciano y haciendo niñerías que sólo se justifican por estar con su hijo. Es toda una lección de arte de enseñar. Pero más, si cabe, en la segunda, pues, consciente de lo frágil de la naturaleza humana, decide ejercer su obligación de transmitirle lo mejor de su experiencia. Como decían los antiguos, en letras de oro copiaría nada más que estas tres redondillas en el zaguán de nuestros hogares y en la puerta de los departamentos didácticos:
Mas cuando sufra tu edad
tratar de mayores cosas,
con palabras amorosas,
te enseñaré la verdad,
no con rigor que te ofenda,
ni blandura que te dañe,
ni aspereza que te extrañe,
ni temor que te suspenda,
antes con sana dotrina
y término compasado,
conforme soy obligado
por ley humana y divina.
Es perniciosa para la educación cualquier actitud que induzca a los jóvenes a la indiferencia o al escepticismo. El padre sabe que tiene que enseñarle la verdad. Despertarle el amor a la verdad, ese rigor interior por el que no es lo mismo decir ni expresar de una manera o de otra las ideas ni renunciar a buscar el nombre que requiere cada cosa; esa finura cultivada que nos obliga a utilizar la palabra precisa y a organizar
lógicamente el pensamiento. Todo ello nos prepara para estar dispuestos a encontrarnos con el maravilloso hallazgo de la verdad. Y sólo la verdad nos hace libres.
Para este objetivo ni sirven rigores que exasperan y cansan, ni blanduras que terminan haciendo daño. En cuatro palabras, Juan Rufo nos ofrece todo un tratado de pedagogía, porque ni la aspereza ni el temor ayudan a la educación de nuestros hijos y alumnos. Dos son los requisitos indispensables: primero, palabras amorosas (ni el hijo ni el alumno aprende si no se siente querido en su interioridad); segundo, con término acompasados, es decir, con palabras adecuadas a la edad. Uno, el contenido: sana doctrina. Y, finalmente, conciencia de que se está cumpliendo un deber doble: ley humana (esa es nuestra condición) y divina (esa es nuestra grandeza).
El resto de la poesía es un elenco de virtudes humanas que le sugiere para que viva con dignidad. Y un desprecio de los vicios: no a la mentira, a la envidia, a divulgar rumores dudosos, a la avaricia. Sí a la mesura en todo, siempre conciencia del tiempo.
Y contino se te acuerde
de que el tiempo bien gastado,
aunque parezca pasado,
no se pasa ni se pierde.
Como hombre de nuestro grandioso siglo XVI, no le resta más que recordar sus compromisos con Dios, la familia y el prójimo. Y tras esto ya puede uno entrar al ruedo de la vida:
Oye misa cada día,
y serás de Dios oído;
témele, y serás temido,
como un rey decir solía.
Ama su bondad, y en Él
amarás sus criaturas,
y serán tus obras puras
en este mundo y aquél.
Téngate Dios de su mano;
y, para que el bien te cuadre,
sirve a tu hermosa madre,
ama a Juan tu dulce hermano,
y no me olvides. Tu padre.
Tener un hijo es asumir un compromiso existencial. Nos exige transmitirle una visión de la vida; no cualquiera, sino nuestra propia razón de vivir. A veces nos entra la tentación de creer que no sabemos ni podemos hablar con certeza de nada o de casi nada. Y no es verdad. La vida nos ha ido mostrando verdades como puños que no nos es lícito acallar. Hoy parece pertenecer a la cumbre de la inteligencia ser escéptico y relativista. Sin embargo, desde la duda es muy difícil y quizás imposible enseñar y aprender algo. Claro que existen asuntos de los que sabemos muy poco, pero nuestros hijos tienen derecho a iniciar su camino desde la transmisión de nuestras certezas que han de llegar hasta el borde de nuestras incertidumbres; pero, como confiesa Valverde, “ya no podré callar ni guardar silencio”, aunque todavía saltemos por encima de las palabras. Tampoco podemos esperar o pararnos confiando en ocasiones más propicias. Nacer es tener “imperiosamente abierto un hueco entre los días”. Y sabemos que cada día trae su afán.
La primera tarea es inculcar “el respeto que se debe a todas las cosas”. Sí, a las cosas. Qué importante descubrir que los utensilios más humildes, absolutamente todo lo que está a nuestro servicio, por vulgar que nos parezca, está contribuyendo a nuestra liberación y a nuestro desarrollo personal más digno; desde mi tenedor a mi lápiz, desde mi zapato a mi camiseta, y no sólo mi lujosa bicicleta o mi ordenador de última generación.
Deberemos descubrirle la dignidad de toda la comunidad humana, cualquiera que sea su oficio o menester: “La majestad de la vida misma en la sonámbula repetición del empleado”. Le iniciaremos en el gozo de la poesía y de la música.
Le mostraremos la configuración política que en conciencia consideremos la mejor; le enseñaremos nuestra historia, aunque sea amarga, pero siempre “para llegar más libre a la esperanza”, esperanza tras esperanza.
Un día podrá descubrir el amor. Y finalmente habrá que hablar de Dios, (..,) La mayor y más íntima responsabilidad: “La leyenda verdadera del Dios que tanto quiso a los hombres que nació con ellos; porque no sé si mi palabra puede algo más que enseñarte a rezar y retirarse”.
Dice Salinas en “Perdóname por ir así buscándote” [Pedro Salinas, La voz a ti debida (Madrid: Castalia, 2010).]:
Perdóname por ir así buscándote
tan torpemente, dentro
de ti.
Perdóname el dolor alguna vez.
Es que quiero sacar
de ti tu mejor tú.
Ese que no te viste y que yo veo,
nadador por tu fondo, preciosísimo.
Y cogerlo
y tenerlo yo en lo alto como tiene
el árbol la luz última
que le ha encontrado al sol.
Y entonces tú
en su busca vendrías, a lo alto.
Para llegar a él
subida sobre ti, como te quiero,
tocando ya tan sólo a tu pasado
con las puntas rosadas de tus pies,
en tensión todo el cuerpo, ya ascendiendo
de ti a ti misma.
Y que a mi amor entonces le conteste
la nueva criatura que tú eras.
Ningún ser humano nace hecho, acabado o perfecto. La vida se nos da como un camino de perfección, un tiempo o una sucesión de días para lograr que el que en germen
estaba previsto que fuera no se quede tronchado o destruido en las alternativas del vivir de cada día. El punto de partida de todo educador —de padres, amigos, esposos, y no sólo de los profesores— es que tenemos delante una persona que, como los aviones, lleva su caja negra o, si se quiere, posee un proyecto de ser único e irrepetible, pero que hay que ayudar a aflorar, que hay que cultivar y que hay que alimentar. No otra cosa significa la palabra “alumno”. Los antiguos decían: “Quien bien te quiere, te hará llorar”. Educar es una tarea exigente y ardua. Exige paciencia, observación y creatividad, pero sobre todo amor, es decir, saber que el otro tiene un bien que tú tienes que ayudar a descubrir y a hacer crecer.
En educación, lo que no se cultiva se atrofia. Si los hijos fuesen sólo una combinación biológica de los padres, el conocimiento de los genes nos permitiría predecir cualquier vida desde su concepción. Quizás podamos conocer sus tendencias y sus fragilidades corporales, pero nunca, aunque conociéramos circunstancias de espacio y de tiempo, podríamos, sin atrofiarlo previamente, ni definir ni determinar el futuro ni el comportamiento de nadie. Esto es ser persona, un proyecto en libertad, único e irrepetible, que alcanza su sazón cuando armoniza proyecto, naturaleza y vida. De lo contrario, padece sensación de vacío, se encuentra desazonado e insatisfecho.
Maravillosamente lo entendió y lo expresó Pedro Salinas. Amar no es recrearse en las delicias aparentes y efímeras del amado y de la amada. Es ayudarse recíprocamente a la mutua perfección. Ello no es fácil ni está exento de errores e incluso de sufrimiento. Perdóname, suplica el poeta, por ir a veces con tanta torpeza, por ocasionar a veces dolor. El que ama no pretende ni lo uno ni lo otro. El amor le obliga de manera inexcusable a buscar, a bucear en el fondo y a propiciar ese “tú” verdadero ignorado por el otro, pero en el que se encuentra el auténtico y mejor modo de ser de cada persona.
Es una tarea de crecimiento, de elevarse hacia lo alto, de buscar nuestra propia perfección, como cuando el árbol parece que se alza al encuentro de la última luz del sol. “Ascendiendo de ti a ti misma”, como tan nítidamente lo describe Salinas. Es entonces cuando el amor verdadero encuentra su respuesta proporcional. El ser que en germen estaba en mi hijo o en mi hija, en mis alumnos, en mi amigo o amiga, en mi novia o en mi esposa, aquel a quien verdaderamente amo, corresponde con su verdad esencial esa criatura que, siendo desde siempre, “que eras”, se ha transformado en nueva. Entonces le puede “contestar” de igual a igual, de ser a ser, de verdad a verdad.