Saber mirar
Comentarios (0)

Antonio Gaudí, el Dante de la arquitectura

1. LA NUEVA CATEDRAL DE LOS TIEMPOS MODERNOS

Don Antonio Gaudí es el Dante católico de la piedra, el artista que transfigura la materia en espíritu. No os quedéis solo con las formas externas. Todo, absolutamente todo, es un símbolo que expresa en el juego de las formas lo que proclamamos en el símbolo de la fe, en el credo de los Apóstoles, en el credo Niceno-Constantinopolitano.

En medio de la ciudad sacudida por una apostasía generalizada, La Sagrada Familia se alza prodigiosamente proclamando a voz en grito que Dios sigue presente en la historia, que Cristo es el alfa y la omega de toda la creación y que su Iglesia, constituida sobre el fundamento de los doce Apóstoles, sigue anunciando la Buena Nueva contenida en los cuatro evangelios y siempre, siempre, bajo la protección de María Reina, Virgen y Madre de Cristo, de la Iglesia y de la Humanidad entera.

No es exageración decir que si desaparecieran todos los escritos, tradiciones, documentos y dogmas que constituyen el acervo doctrinal de nuestra Fe, se podrían recuperar escuchando lo que proclaman las piedras de la Basílica. Podríamos decir que lo que callan las bocas de los hombres lo proclamarían las piedras de este prodigioso templo.

Vista desde lo alto o desde lejos, es un edificio en forma piramidal. 18 torres alzarán su silueta hasta tocar el cielo, cediendo en altura la más alta en unos pocos metros a la montaña de Montjuic por decisión del autor, para reconocer la supremacía del Creador.

En 2026 el templo de Antoni Gaudí será el edificio más alto de Barcelona con los 172,5 metros de la Torre de Jesucristo y lucirá las 18 torres que el arquitecto proyectó, cambiando por completo el panorama urbano, la silueta a contracielo o skyline de la ciudad. Es decir, la Sagrada Familia doblará su altura actual. Tendrá que levantar las cuatro torres de los evangelistas, la torre de la Madre de Dios, que cubrirá el ábside, y la impresionante Torre de Jesucristo, que será coronada por una cruz de cuatro brazos característica del genio gaudiniano. El proyecto actual prevé que la torre central, la de Jesucristo, mida 172,5 metros (23 x 7,5), y quedará justo por debajo de la altura de la montaña de Montjuic (24 x 7,5). La dedicada a la Virgen tendrá 138 metros y las de los cuatro evangelistas se quedarán con 135 metros. El punto más alto de estas cuatro torres llega hasta el centro de la estrella que corona la torre de la Virgen.

El propio Gaudí dudó acerca de si las torres de los evangelistas debían estar por encima o no de la torre de la Virgen. Por fin, la supremacía la tendrá la Madre de Dios. La antigua discusión queda resuelta: María está por debajo de su Hijo; pero como Madre de la Iglesia está en dignidad y grandeza por encima de los cuatro evangelios y de los doce apóstoles. Así lo ha intuido el pueblo de Dios.

Es evidente que la Sagrada Familia hay que contemplarla como una catequesis de nuestra Fe, gozosa pero intelectualmente exigente. Una vez más se cumple el viejo lema: "Para ver no es suficiente mirar. Es necesario saber".

Dos claves más son necesarias para entusiasmarse en la contemplación, sobre todo, del interior de la basílica.

1ª) Se hace visible la Jerusalén anunciada en el Apocalipsis: la Sagrada Familia es una representación del Apocalipsis de la Jerusalén Celeste que se encuentra con la terrena. De ahí que Gaudí juegue con la luz (crea su arquitectura en el interior un efecto de luz que cae del cielo) y lo combina con signos de elevación. Así da a entender que la Sagrada Familia, como templo, es un encuentro de la Jerusalén terrena con la Jerusalén celeste.

2ª) Es el espacio sagrado para que el tiempo de la Palabra se haga visible en el esplendor de la celebración litúrgica. Solo en las celebraciones litúrgicas se manifiestan en plenitud de sentido todos los elementos que configuran el templo, en el interior y en el exterior, en las decoraciones de los cimborrios, en las estilizaciones del bosque de columnas verticales que elevan nuestro espíritu hasta la bóveda celeste, configurada por ramas y hojas y destellos de luz. Porque todo lo visible, está a la escucha de la voz y del rito que hace audible y perceptible lo invisible. Es en la celebración litúrgica cuando las tres mil voces del coro, la voz del celebrante, la participación del pueblo, encuentran resonancia en la belleza de la piedra, y las piedras, esplendorosas de sentido, proclaman la grandeza de nuestro Dios uno y trino en todo el esplendor de su hermosura.

A pesar del gran espectáculo que entrañan, las visitas turísticas reducen en cierto modo la contemplación de la Sagrada Familia a algo parecido a contemplar en un museo de la ciencia un asombroso dinosaurio disecado, es decir, detenido en el tiempo, sin vida. Al menos el peligro de que esto se produzca parece difícil de evitar.

Porque el monumento en su total grandeza sólo se puede vivir en el gozo de una celebración religiosa. Gaudí era un apasionado estudioso y admirador del canto gregoriano. El maestro acudía frecuentemente a San Felipe Neri, famosa ya por su dedicación a la música sacra y donde estaba su director espiritual, el padre Agustí Mas Folch (mártir en 1936). Todos ellos seguidores fervientes de las reformas litúrgicas del liturgista benedictino Dom Gueranguer.

2. EL DON DE LA BELLEZA

Gaudí estaba dotado de las habilidades humanas que permiten dar forma en las cosas a las aspiraciones más sublimes del espíritu. No es casual que de su padre, calderero de oficio, aprendiera a dominar la materia hasta darle la forma deseada. Pero la belleza no es solo forma perfecta. Una forma sin alma, por armónica que parezca, se quedará en juego formalista. Esto explica la poca afinidad de Antoni Gaudí con estilos como el neogótico que imperaba en su época de estudiante en la Escuela de Arquitectura, por ejemplo, y en esa Barcelona de edificios civiles góticos admirables por su forma, pero artificiosos en su alma. Una catedral de los tiempos modernos tiene que ser otra cosa.

Gaudí, en efecto, frente a la opinión dominante entre los arquitectos prestigiosos de la Renaixensa catalana, rechaza el gótico como el estilo arquitectónico que corresponde a los tiempos en que vive. Decía: “Ha pasado aquel tiempo en que la fe y el entusiasmo religioso levantaron el infinito número de catedrales… Ahora el carácter religioso anda indeciso”. No es el momento de imitar la forma de otras edades. El arte tiene que afrontar las inquietudes del tiempo presente, para desde la belleza encontrar el camino que interpele al hombre contemporáneo.

Una iglesia no debe construirse sin que sus piedras proclamen los misterios que el cristianismo ha recibido de la Revelación y que están presentes en la naturaleza de toda la creación. Una iglesia ha de proclamar el amor de Dios manifestado en la muerte y resurrección de su Hijo, Jesucristo. Una iglesia, formalmente armónica lo mismo sea original que imitación de otras épocas pasadas, no podrá alcanzar el grado sublime de la belleza. Si así fuera, el arte estaría por encima de la Religión; tendría el esplendor de la forma, pero carecería del esplendor de la Verdad. Se quedaría en una pieza arqueológica pero no en un organismo vivo que sigue, en el respeto absoluto a las leyes inscritas en la Creación por Dios, cantando las alabanzas de su inconmensurable grandeza.

Sin forma no hay belleza, es evidente. Más aún, la forma es fruto del esfuerzo creador del ser humano. Gaudí reconocía que la inspiración era don del cielo; pero la plasmación en la materia era fruto del estudio, de la comprobación experimental. Por ejemplo, descubrir que la geometría es el lenguaje que descifra la estructura de una palmera o de un ciprés, posibilita elevar las columnas que sustentan la techumbre de la Sagrada Familia o dar estabilidad a las gigantescas torres. Pero experimentadas en sus ingeniosas redes colgantes y en sus innumerables maquetas.

El proyecto inicial iba a ser un templo neogótico, como se puede comprobar aún hoy en la cripta. Gaudí lo convirtió en algo original y propio, pero no por partir de la nada, sino por haber vuelto, en la historia de la construcción, a sus orígenes. En la Sagrada Familia está Atenas, Roma, el arte bizantino, las claves espirituales del gótico, y tantos elementos ornamentales de la modernidad. Sin duda. Pero la maravilla surge de su convicción de que la Belleza es el esplendor de la Verdad.

Gaudí no era un filósofo ni un teólogo. ¿De dónde le viene esta concepción del arte en disonancia con gran parte de lo creado por sus contemporáneos? Gaudí había frecuentado el círculo artístico de Sant Lluc, que acogía a los artistas católicos en Barcelona. Las sesiones inaugurales, fueron dictadas por Mosén Torras y Bages que era el consiliario. En una de ellas Torras y Bages decía:

“El principio del Arte consiste en un movimiento de ascensión en búsqueda de lo infinito”... “Lo esencial de la belleza, la transparencia del infinito en las cosas naturales consiste indudablemente en un cierto resplandor. Sin él no hay objeto bello. La armonía o proporción, la concordancia de los elementos, siguiendo el finísimo análisis de Santo Tomás, constituye el sujeto, pero no la esencia de la cosa bella, o bien, como él dice, la razón de lo bello; y, en efecto, todos vosotros, a la composición pictórica de mayor regularidad y armonía no le concederéis la palma de la belleza si le faltaba el resplandor de la vida. La luz o resplandor, en su más amplio sentido, es como la forma del Infinito; por eso los pintores dan tanta importancia a la luz y al color, y más que en todas las otras artes, en la vuestra puede demostrarse la exactitud de aquella idea madre del (doctor) Angélico cuando afirma que si bien la proporción o concordancia constituye el sujeto, no obstante, el resplandor es la esencia de la razón de lo bello.”

También Gaudí aspiró a hacer de la luz, en el interior del templo, el presagio del Dios escondido, imagen visible del Dios invisible.

Nos han quedado estas frases de Gaudí: «La arquitectura es el primer arte plástico. Toda su excelencia viene de la luz. La arquitectura es la ordenación de la luz». Y la luz es lo que permite que resplandezca la belleza y a su vez -repetía Gaudí- "la Belleza es el resplandor de la Verdad" y “la gloria es la luz, la luz es la alegría y la alegría es el placer del espíritu”.

Y sobre todo nos ha dejado su obra arquitectónica, su arte, prodigio y síntesis de luz natural y sobrenatural, de Belleza y esplendor.

3. APRENDER A MIRAR

Para que algo sea bello ha de estar constituido por un conjunto de elementos sometidos al principio de la proporcionalidad. El canon griego de la figura humana prescribía que el cuerpo debía medir 7 u 8 veces el tamaño de la cabeza. Armand Puig, discípulo y estudioso de Gaudí, en su magnífico ensayo sobre la Sagrada Familia defiende que la relación de proporcionalidad elegido por Gaudí es precisamente 7'5, la media entre los referentes del canon griego. La proporcionalidad es el fundamento de la armonía, cualidad inexcusable de la belleza clásica. Pues bien, todas las obras de nuestro arquitecto manifiestan su perfección en la cuidadosa organización que dispone todos los elementos al servicio de la unidad.

Gaudí, que no desdeña nada de lo aportado por el pasado, tiene su punto de arranque en el mundo griego, como aprovechará elementos góticos o bizantinos, al mismo tiempo que sus obras tienen la huella del esteticismo contemporáneo, aunque a él no le gustó que lo incluyeran en el movimiento modernista por las connotaciones doctrinales que había condenado la Iglesia. Todas las casas construidas en Barcelona –Milá, Batlló, o el palacio Güell, por ejemplo- son un modelo de la elegancia que da la proporcionalidad y la armonía, cada una con su reto de creatividad y originalidad. Sin embargo, aun siendo admirables, carecen del sello de la obra sublime. Son una maravilla de perfección. Es asombroso cómo integra lo arquitectónico y lo decorativo, lo funcional práctico con la elegancia aristocrática de la mansión de un burgués adinerado.

Sin duda la burguesía había alcanzado el esplendor del lujo como signo externo de su poderío social y político. El arquitecto lo deja plasmado en sus obras. Son muestra de un individualismo egocéntrico que hace oídos sordos a la amenaza violenta que tanto poderío y riqueza despierta. Son monumentos sociológicos, que carecen de ejemplaridad y del valor de la intemporalidad. Las tres mansiones mencionadas carecen de valor simbólico y aun alegórico. Son sociología y afirmación de un estatus de privilegio, huellas arqueológicas de algo que aconteció en el tiempo, más adecuadas hoy para las visitas turísticas como piezas de un museo, que para ser habitadas

Toda esa proporcionalidad y armonía la encontraremos en el prodigio de la Sagrada Familia. Pero lo que la hace sublime es que cada elemento se transforma en un símbolo al servicio de una idea, en una metáfora continuada que pretende hacer visible y comprensible la intangible presencia de un Dios que ha entrado desde el principio en relación con todo lo creado y con el hombre y que ha hablado en el curso de la historia por los profetas y que, en la plenitud de los tiempos, envió a su propio hijo, y el Verbo de Dios se hizo carne.

Para Gaudí no es suficiente que el templo posea una forma grata pero puramente plástica; es necesario que todo ponga de manifiesto los misterios cristianos que celebramos. El templo ha de ser el espacio sagrado adecuado para que Dios se haga perceptible a los creyentes, y que estos puedan, podamos, contemplar lo que anhelamos en nuestro corazón. Este es el prodigio de La Sagrada Familia.

Ponemos un ejemplo que pueda servirnos de analogía y que nos puede enseñar a mirar. San Agustín en el libro de Las confesiones (X. 6.9) nos ofrece este sabroso coloquio:

“Pregunté a la tierra y me dijo: "No soy yo"; y todas las cosas que hay en ella me confesaron lo mismo. Pregunté al mar y a los abismos y a los reptiles de alma viva, y me respondieron: "No somos tu Dios; búscale sobre nosotros". Interrogué a las auras que respiramos, y el aire todo, con sus moradores, me dijo: "Engáñase Anaxímenes, yo no soy tu Dios". Pregunté al cielo, al sol, a la luna y a las estrellas. "Tampoco somos nosotros el Dios que buscas", me respondieron.

Dije entonces a todas las cosas que están fuera de las puertas de mi carne: "Decidme algo de mi Dios, ya que vosotras no lo sois; decidme algo de él". Y exclamaron todas con grande voz: "Él nos ha hecho". Mi pregunta era mi mirada, y su respuesta, su belleza.

Entonces me dirigí a mí mismo y me dije: "¿Tú quién eres?", y respondí: "Un hombre". He aquí, pues, que tengo en mí prestos un cuerpo y un alma; la una, interior, el otro, exterior. ¿Por cuál de éstos es por donde debí yo buscar a mi Dios, a quien ya había buscado por los cuerpos desde la tierra al cielo, hasta donde puede enviar los mensajeros rayos de mis ojos? Mejor, sin duda, es el elemento interior, porque a él es a quien comunican sus noticias todos los mensajeros corporales, como a presidente y juez, de las respuestas del cielo, de la tierra y de todas las cosas que en ellos se encierran, cuando dicen: "No somos Dios" y "Él nos ha hecho". El hombre interior es quien conoce estas cosas por ministerio del exterior; yo, interior, conozco estas cosas; yo, yo alma, por medio del sentido de mi cuerpo. Interrogué, finalmente, a la mole del mundo acerca de mi Dios, y ella me respondió: "No lo soy yo, sólo soy simple hechura suya".

4. RINCÓN DE LA PINTURA

Os presentamos un cuadro del pintor catalán Ernest Descals Pujol, nacido en Manresa el 13 de enero de 1956, reconocido como uno de los importantes pintores de la actualidad.

Y ante él, dos interpretaciones, que dejamos a la consideración de los oyentes.

Vamos con la primera interpretación. Se trata de una vista de la fachada de la Pasión de la Sagrada Familia. No pretende el pintor penetrar en el misterio de la prodigiosa Basílica ni descender a los detalles de la fachada. Se trata más bien de pintar un rincón agradable, en el que el señorío de las altas torres y la estructura que cobija la vía de la pasión, contrasta con el cielo nublado, el verde del arbolado de la plaza de la Hispanidad y los escasos paseantes que consumen su tiempo mirando, sin duda en un entorno de hermosura y placidez, ajenos al ajetreo urbano que a muy poca distancia ensordece la ciudad. Es un remanso de paz, hermoso para decorar nuestro salón, pero ajeno al misterio que el templo encierra.

Pero también podría verse el cuadro de otro modo. No es dudable, como ya hemos dicho, su calidad pictórica. Hay oficio y expresividad. Más aún, el expresionismo es patente. El trazo es rápido, anguloso, esquemático. Y el color se reconcentra en los claroscuros: hay algo de dramático. A la paz del jardín parece amenazarle algo. Tal vez el cielo tormentoso, la atmósfera creada en el cuadro, las sombras que como golpes parecen azotar y como ahogar la escena. Se intuye un mensaje amenazador, que ciertamente sintoniza al fondo con la fachada en la que el escultor Subirats reinterpreta a su modo a Gaudí.

Como es sabido, Subirats, agnóstico, opta por el patetismo, en lo que se acerca a Gaudí, que pretendía incluso que la portada infundiera miedo; y aporta sugerencias de interés y hasta profundas. El conjunto es meritorio e imponente, sin duda, y el cuadro de Descals lo muestra con el contundente claroscuro. Pero la tenebrosa, dura y esquemática interpretación de Subirats muestra sólo en Cristo paciente al hombre roto. No se hallan aquí la simbología y las claves diseñadas por Gaudí, que pretendía que hubiera tres puertas dedicadas a las tres virtudes teologales, al igual que en la fachada del Nacimiento. No negamos que la obra de Subirats sea digna de respeto y admiración. Puede que haya teología incluso en la fachada (impresiona, por ejemplo, la lanzada de Longinos que penetra en la fachada del templo, que es la Iglesia, cuerpo de Cristo), pero lo que no aparece en ella es la divinidad: estamos ante la tortura de un hombre justo, sin más; se echa de menos la presencia del amor divino redentor. Falta la oración esperanzada en medio del dolor, propia de Gaudí, que nos habla del Amor de Dios manifestado en Cristo.

De esta mirada sombría parecería haberse contagiado el cuadro de Descals que comentamos.

Antonio Gaudí, el Dante de la arquitectura
5. MOMENTO PARA LA POESÍA

Entro, Señor, en tus Iglesias...

Entro, Señor, en tus iglesias. Dime,
si tienes voz, ¿por qué siempre vacías?’
Te lo pregunto por si no sabías
que ya a muy pocos tu pasión redime.

Respóndeme, Señor, si te deprime
decirme lo que a nadie le dirías:
si entre las sombras de esas naves frías
tu corazón anonadado gime.

Confiésalo, Señor. Sólo tus fieles
hoy son esos anónimos tropeles
que en todo ven una lección de arte.

Miran acá, miran allá, asombrados:
ángeles, puertas, cúpulas, dorados...
y no te encuentran por ninguna parte.

Rafael Alberti

Hace ya algún tiempo de lo que voy a contaros. Y desde entonces mi cambio fue radical. Por mucho que os sorprenda debo agradecer al poeta gaditano Rafael Alberti una nueva actitud religiosa cuando entraba en los templos, con ocasión de una visita, no diré turística, pero si motivada por mi curiosidad hacia el arte en general y el religioso en especial; algunos, es verdad, estaban abandonados y en ruinas, pero otros muchos abiertos a la fe católica y con, al menos, la capillita en la que la lámpara encendida me advertía de manera específica que “Dios está aquí”. La lectura del soneto que os ofrezco me produjo tal revulsión que desde entonces siempre que entro en un templo manifiesto mi convicción de encontrarme en un lugar sagrado con una señal de la cruz, por ejemplo, y busco el signo de su presencia sacramentada en la lucecita encendida para ponerme de rodillas o al menos hacer una genuflexión. ¿Si Dios está de una manera u otra aquí, por qué he de ocultar mi fe?

Quien más quien menos, ha de tener la ocasión de realizar una excursión y visitar un monumento sagrado. Por ello os propongo que leáis con atención este soneto. Me voy a olvidar del deje de sorna y hasta de posible irreverencia que deja entrever el poeta. No quiero saber nada de sus posibles intenciones y me voy a dejar llevar por los sentimientos que en mí despierta. Ya veis que el primero es un examen de conciencia. ¿Cuándo entro en un templo formo parte como uno más de esos anónimos tropeles que todo lo ven como una lección de arte?

El poeta sabe que entrar en las iglesias significa adentrarse en algo más que acogerse a unas formas o contemplar unas composiciones materiales. Entrar en una iglesia es sobrepasar la barrera de lo que se encuentra fuera para adentrarnos en la presencia del misterio. Moisés se quitó el calzado ante la zarza encendida que no se consumía porque sabía que era un lugar sagrado, de ahí también que algunas tradiciones religiosas obliguen a descalzarse a los creyentes o que en la tradición católica los varones siempre descubran sus cabezas y las mujeres puedan cubrirlas, como rescoldo de la antigua costumbre de que las cubrieran con mantillas o velos. Y porque el poeta lo sabe, entra en coloquio con el Dios que lo habita. Bien conoce que tiene voz, por eso le habla aunque no le va a dejar que le responda. Acumula las preguntas que se van convirtiendo en una acusación y en todo caso en el parecer u opinión del propio poeta, pero deja muy claro que no es Dios el que ha abandonado los templos, sino los hombres.

La pregunta es contundente; ¿Qué ha ocurrido para que en una civilización que levantaba templos en todos los pueblos y ciudades por pequeños que fueran, hoy sus descendientes no se sientan apelados ni urgidos por la evidencia de Dios? –“¿Por qué siempre vacías?”-. El poeta pone el dedo en la llaga. No ignora el cambio ideológico acontecido. Tras la fractura de la cristiandad, a los inicios del siglo XVI, ha irrumpido un movimiento que ha querido apartar a Dios como explicación del hombre y ha querido poner al hombre como explicación del hombre y del universo. El hombre no tiene otra ley que su voluntad; no existe otra ley moral que la que el mismo hombre determina. Pretende convertirse en la medida de todas las cosas.

En el curso de esta ya larga pretensión parece que nos hemos negado a sacar la lección. Poco importa que el individualismo brutal haya puesto en primer plano la soledad del mundo moderno y que los poderosos se hayan atrevido a todo, no sólo los Napoleón, Hitler o Stalin, sino el Estado moderno, en general, y, como en las plagas de Egipto, hayan recorrido la tierra el hambre, la miseria, el odio y la muerte. La Iglesia constantemente denuncia la actual cultura de la muerte

Algo más hondo nos ha ocurrido. Ya no sabemos explicarnos el misterio de los hombres. Hemos renunciado a la cruz de Cristo. Dice el poeta “Te lo pregunto por si no sabías que ya a muy pocos tu pasión redime”. Renunciar a la pasión y a la redención no ha logrado hacer desaparecer el sufrimiento, pero le ha privado a él y a la vida del sentido. Es tremendo el sufrimiento cuando careces de explicación y de esperanza. El poeta señala con certeza: recordar la redención es comprender que el verdadero fundamento de nuestra grandeza se apoya en sentirnos necesitados de Dios. El orgullo del viejo Paraíso.

Cuántas veces pienso que Dios gime en nuestros templos abandonados y vacíos. Pero por el sufrimiento que nuestro olvido e ignorancia de su grandeza acarrea a los seres humanos. Suprimir a Dios no ha supuesto su muerte, sino que su silencio ha acarreado la muerte y el sinsentido del hombre.

Sorprende el final del poema: “Tropel”, “mirar acá y allá, asombrados”. Masas sin alma y rebaños sin pastor. Algo es algo: se asombran. ¿Se asombran? ¡Claro, toda belleza suscita admiración y asombro! Pero el poeta sospecha con razón que detrás de tanto elemento están buscando a un Dios al que no encuentran. ¿Cómo lo van a encontrar en unas formas que surgen del misterio, pero no son el misterio? ¿Cómo encontrarlo en todo lo que es evocación de su magnificencia pero no su magnificencia, y más si se ha desechado su existencia?

La divinidad de Dios se manifiesta en su ocultamiento. Latens déitas sub his figuris. Pero no al oído, pero no al corazón: “tibi se cor meum totum subjicit”. Por ello agradezco al poeta Rafael Alberti que me hiciera caer en el fenómeno sociológico contemporáneo y, directa o indirectamente, confesar que el logro de tanta hermosura es porque pretendieron que su canon hiciera visible la hermosura del Dios escondido.


En el Equipo Pedagógico Ágora trabajamos de manera altruista, pero necesitamos de tu ayuda para llevar adelante este proyecto


¿Por qué hacernos un donativo?


Esta web utiliza cookies. Para más información vea nuestra Política de Privacidad y Cookies. Si continúa navegando consideramos que acepta su uso.
Política de cookies