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Sólo se ve bien con el corazón

Leyendo El Principito de
A. SAINT-EXUPÈRY

Andrés Jiménez Abad

ABSURDA VANIDAD...

Contrasta la dirección que toma la grandeza de Dios en su amor hacia el ser humano, que es la de abajarse, con la de nuestro pobre orgullo de criaturas limitadas, que es, tantas veces, la de envanecernos. Queriendo emular la estatura de Dios, nos inflamos a veces como el sapo aquél que reventó de tanto que quiso hincharse.

En el Capitulo XI de El principito asistimos precisamente a la visita al planeta de un pobre vanidoso. Vanidoso viene de vano, vacío, hueco, falto de solidez. La vanidad, el engreimiento y la presunción son muchas veces una pobre careta, un escaparate que se engalana hasta el ridículo de tanto querer aparentar lo que no se es.

Por eso, ya desde el principio, llama la atención ese personaje que, nada más ver al principito desde lejos, exclamó: “-¡Ah, ah! ¡He aquí la visita de un admirador!”

Ocurre que, como el rey del planeta anterior, que pensaba que todos los hombres eran sus súbditos, para los vanidosos, los demás son admiradores. Su mirada está deformada por sus prejuicios o por su soberbia. Hay, en efecto, “personas mayores” –según la simbología del libro- que no ven en los otros a la persona, sino lo que de ella les puede ser útil. Por eso, entre otras cosas, no es posible la amistad con los soberbios y los presuntuosos, porque no son capaces de amar y respetar.

Y este vanidoso, además, cae de lleno en el más tonto de los ridículos. Como se cree superior, único, el mejor…, y la realidad suele ser testaruda…, al final se ve humillado y solo. En su vida, en su planeta, no cabe nadie más... y nadie más desea estar tras unos primeros minutos, en los que se hace palpable el engreimiento y la vaciedad del personaje. Suele ocurrir que, además, para sentirse superiores, este tipo de personas a menudo se recrean humillando o denigrando a los demás, como si le hiciera perfecto a uno el que los demás no lo fueran.

Llevaba puesto nuestro vanidoso un extravagante sombrero, como si fuera una cresta que le hiciera superior a los demás, y que le hacía creerse por ello superior: “-Es para saludar. Es para saludar cuando me aclaman. Pero desgraciadamente, nunca pasa nadie por aquí.” El sombrero se podría llamar fama, titulaciones, cualidades, belleza externa, popularidad, imagen, apariencia, moda… Es la fatua grandeza –la vanagloria- de los fuegos de artificio, de las máscaras de carnaval, de pensar que esta vida y sus limitados horizontes lo son todo.

Por eso, cuando el principito le sugiere la posibilidad de volver a la realidad y reconocerse como todos, haciendo que el sombrero caiga, el vanidoso no le oye. “Los vanidosos no oyen sino las alabanzas”…

La vacuidad, la torpeza existencial de quien adopta la vanidad y la presunción como manera de asomarse a la vida y de relacionarse y compararse con los demás, se pone manifiesto en la parte final del diálogo:

—¿Tú me admiras mucho, verdad? —preguntó el vanidoso al principito.

—¿Qué significa admirar?

—Admirar significa reconocer que yo soy el hombre más bello, el mejor vestido, el más rico y el más inteligente del planeta.

—¡Si tú estás solo en tu planeta!—¡Hazme ese favor, admírame de todas maneras! —¡Bueno! Te admiro —dijo el principito encogiéndose de hombros—, pero ¿para qué te sirve? Y el principito se marchó.

"Decididamente, las personas mayores son muy extrañas", se decía para sí el principito durante su viaje.

"BEBO PARA OLVIDAR QUE BEBO..."

Los capítulos XII y XIII de El principito son de notable interés. El primero de ellos es muy breve, pero de una tristeza inmensa. Es la llegada del principito al planeta habitado por un bebedor. Representa a esas “personas mayores” que viven encadenadas a algún tipo de adicción, ya sea por la dependencia hacia una sustancia, o a un trabajo, al juego, al sexo o a cualquier otra actividad que ha perdido su sentido y absorbe de tal modo a la persona que le quita todo poder de decisión. Encerrada en sí misma, carece de todo horizonte. Melancolía y amargura lo llenan todo.

—¿Qué haces ahí? —preguntó al bebedor que estaba sentado en silencio ante un sinnúmero de botellas vacías y otras tantas botellas llenas.

—¡Bebo! —respondió el bebedor con tono lúgubre.

—¿Por qué bebes? —volvió a preguntar el principito.

—Para olvidar.

—¿Para olvidar qué? —inquirió el principito ya compadecido.

—Para olvidar que siento vergüenza —confesó el bebedor bajando la cabeza.

—¿Vergüenza de qué? —se informó el principito deseoso de ayudarle.

—¡Vergüenza de beber! —concluyó el bebedor, que se encerró nueva y definitivamente en el silencio.

Y el principito, perplejo, se marchó.

"No hay la menor duda de que las personas mayores son muy extrañas", seguía diciéndose para sí el principito durante su viaje.”


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