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Inteligencia y afecto

Notas para una paideia

Cardenal Paul Poupard,
Presidente del Consejo Pontificio de la Cultura,
Murcia, 22 Noviembre 2001.

I. LA VOCACIÓN DE LA UNIVERSIDAD

Decía Chesterton que uno de los males de nuestro tiempo consiste precisamente en el hecho de que cuando las cosas van mal, recurrimos al experto. El experto es la persona que sabe cómo funcionan las cosas y es capaz, por tanto, de mejorar su eficiencia y rendimiento. Pero en una situación grave, lo que necesitamos no es preguntar el cómo, sino el porqué y tener el coraje de plantear grandes preguntas que afectan a los fines y no a los medios. En una situación excepcional, lo que hace falta es el hombre poco práctico, el contemplativo, aquel que se ha dedicado a considerar el porqué y el para qué de las cosas. Haber olvidado esta regla fundamental, invirtiendo la relación entre medios y fines es lo que denuncia con vigor Paul Ricoeur cuando habla de la hipertrofia de los medios y la atrofia de los fines que caracteriza nuestra sociedad. Nadie se pregunta por qué o para qué existen las cosas, mientras que los medios para satisfacer las necesidades inmediatas o remotas crecen exponencialmente en cantidad y calidad.

En el momento presente, una Universidad que quiera ser fiel a su vocación no ha de preguntarse sólo cómo ha de hacer para mejorar el rendimiento, aumentar su cuota de mercado, captar nuevos alumnos y conseguir mejores resultados en la incorporación al mercado de trabajo. Este es el trabajo del experto, del hombre de los medios. La vocación de la Universidad, sin embargo, contempla los fines. Y es sobre estos acerca de lo que quisiera hablaros hoy.

el Pontífice colocaba en el centro de la educación a la persona humana, dotada de capacidad racional y de voluntad libre, que es quien experimenta el gozo por la verdad, y el inagotable deseo humano de encontrar el esplendor de la belleza, la perfección y gloria de la obra y de su artífice.

Quisiera evocar a este propósito unas palabras iluminadoras de las que fui testigo de excepción. Se trata de uno de los momentos más significativos de mi experiencia en el mundo de la cultura y de las instituciones de investigación y de enseñanza. Era el uno de junio de 1980. Como Rector del Instituto Católico de París, me correspondió el singular honor de acoger a Juan Pablo II, el primer Papa que visitaba esa institución, heredera de la tradición espiritual del Colegio fundado por Jean Sorbonne, cuyo centenario celebramos este año, en donde enseñaron santo Tomás de Aquino, san Buenaventura, el beato Federico Ozanam, y tantos otros. No corrían tiempos fáciles para la Universidad católica, acosada por la hostilidad de los gobiernos y por la contestación interna. Muchos católicos comprometidos, acaso de buena fe, pensaban que la Iglesia debía renunciar a sus instituciones educativas, buscando una mayor inserción en la cultura contemporánea:

“Por su vocación la Universitas magistrorum et scholarium se consagra a la investigación, a la enseñanza y a la formación de los estudiantes, libremente reunidos con sus maestros animados todos por el mismo amor del saber. Ella comparte con todas las demás Universidades aquel gaudium de veritate, tan caro a San Agustín, esto es, el gozo de buscar la verdad, de descubrirla y de comunicarla en todos los campos del conocimiento. Su tarea privilegiada es la de “unificar existencialmente en el trabajo intelectual dos órdenes de realidades que muy a menudo se tiende a oponer como si fuesen antitéticas: la búsqueda de la verdad y la certeza de conocer ya la fuente de la verdad”.

En realidad, el Papa Juan Pablo II estaba glosando la idea de Universidad que ya vuestro rey sabio, Alfonso X, había recogido en la ley de Las partidas con una preciosa definición: «ayuntamiento de profesores y alumnos por el saber». En efecto, aquellas palabras me reafirmaron en una convicción: la Universidad no puede perder su vocación originaria para adaptarse servilmente a las exigencias del mercado y transformarse en una escuela profesional de alto nivel.

La Universidad no es una fábrica de titulados, no ha de regirse sólo por criterios de eficiencia y rendimiento económico, por muy necesarios que estos sean. Sus alumnos no son «jóvenes profesionales», como pomposamente proclama la publicidad de alguna universidad, buscando arrancar clientes a la competencia. Quienes en ella enseñan no son funcionarios, sino profesores, es decir, aquellos que han hecho profesión de consagrarse al estudio de la verdad. El objetivo de la Universidad no es únicamente conseguir la inserción en el mercado de trabajo, sino antes y sobre todo, la búsqueda de la verdad, en esa relación única que se establece entre el maestro y el alumno, verdadera comunión de vida, «ayuntamiento», en las palabras del rey sabio. Decir Universidad es decir universalidad en el saber, la pasión por el conocimiento en toda su extensión, de la que participan todas las facultades, para superar la fragmentación de saberes en que tiende a encerrarse el conocimiento. La Universidad, y más aún la Universidad Católica, puede aplicarse con justo título las palabras del comediógrafo latino, hombre soy, nada de lo humano me es ajeno.

Nada de lo humano puede ser ajeno a la Universidad, comenzando por la persona humana. ¿Qué clase de Universidad sería aquella que ignora al hombre como objeto de estudio, aquélla que, por aumentar su rendimiento con vistas a satisfacer la demanda de puestos de trabajo en el mercado, elimina como superfluas las grandes cuestiones de la existencia humana, Dios, el sentido de la vida, la muerte, la justicia, la paz tal y como se nos presentan en la literatura, la historia, la reflexión ética y la búsqueda del fundamento de las cosas? ¿Qué médicos, informáticos, fisioterapeutas, periodistas, ingenieros, publicistas serán aquellos que saben cómo funcionan las cosas, pero no para qué? ¿De qué sirve construir puentes, proyectar complejos industriales, diseñar sofisticados programas informáticos o conocer las más avanzadas técnicas de cultivo celular, si no sabemos para qué los queremos?

Una sociedad que olvida los fines y se vuelca en los medios, corre el riesgo de convertirse en alguna de las peores pesadillas diseñadas por la novela de anticipación: un mundo hiperespecializado en el que se ha perdido de vista el horizonte del sentido último de la existencia. «Nos habéis dado relojes, pero nos habéis quitado el tiempo», se quejaba el jefe de una tribu remota de África ante el colonizador europeo. También acaso un día tengamos que lamentarnos nosotros diciendo: «nos habéis dado computadores y teléfonos celulares, pero nos habéis quitado el alma».

En realidad, detrás de cada modelo educativo y universitario se esconde un modelo de hombre. La escuela y la universidad serán lo que sea el modelo de hombre que está en su base. Serán, pues, el homo oeconomicus, el homo faber, o el hombre corpore et anima unus, el hombre creado a imagen y semejanza de Dios, quienes determinen qué tipo de Universidad tendremos.

Aquellas palabras del Papa que he citado antes estaban apuntando a un modelo de hombre concreto. Al señalar la búsqueda de la verdad como expresión del quehacer universitario y educativo, el Pontífice colocaba en el centro de la educación a la persona humana, dotada de capacidad racional y de voluntad libre, que es quien experimenta el gozo por la verdad, y el inagotable deseo humano de encontrar el esplendor de la belleza, la perfección y gloria de la obra y de su artífice. Una visión que conlleva al mismo tiempo el horror a la mentira y a la impostura, el vivo deseo de evitar todo sofisma y de aprisionar la verdad en la injusticia.

Se trata de una comunidad articulada enteramente al servicio de la verdad.


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