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Henri Nouwen: El regreso del hijo pródigo

5. EL HIJO MAYOR SE MARCHA


De pie con las manos cogidas

De pie con las manos cogidas

En las horas que pasé en el Hermitage mirando el cuadro de Rembrandt, me quedé fascinado por la figura del hijo mayor. Recuerdo que me quedaba observándola durante largo tiempo preguntándome qué sería lo que pasaba por su mente y por su corazón. Es, sin duda alguna, el testigo principal de la vuelta a casa del hijo menor. Cuando lo único que conocía del cuadro era el detalle donde el padre abraza al hijo recién llegado, era bastante fácil percibirlo como un cuadro atractivo, conmovedor y tranquilizador. Pero cuando vi todo el cuadro, enseguida me di cuenta de la complejidad de aquella reunión. El testigo principal, mirando cómo el padre abraza a su hijo, está como apartado. Mira al padre sin alegría. No se acerca, no sonríe, no expresa acogida. Simplemente está de pie allí a un lado de la plataforma —sin deseo aparente de acercarse.

Es cierto que el es el acontecimiento central del cuadro; sin emargo, no está situado en el centro del lienzo, sino en el lado izquierdo, mientras gue el hijo mayor, alto y arrogante, domina el lado derecho. Hay un gran espacio abierto que separa al padre y al hijo mayor, un espacio que genera una tensión que está esperando ser resuelta.

Viendo al hijo mayor, no puedo sentirme implicado sentimentalmente en el El testigo principal mantiene la distancia, sin aparentemente tener intención alguna de participar del recibimiento del padre. ¿Qué ocurre en el interior de este hombre? ¿Qué hará? ¿Se acercará y abrazará a su hermano como lo hace su padre, o se dará media vuelta y se marchará enfadado y disgustado?

Desde que mi amigo Bart me dijo que yo me parecía más al hermano mayor que al menor, he observado a este con más atención, y he descubierto cosas nuevas y muy dolorosas. Según los pintó Rembrandt, padre e hijo se parecen mucho. Los dos tienen barba y lucen largas túnicas rojas sobre sus hombros. Estos detalles externos revelan que padre e hijo tienen mucho en común, lo que queda subrayado por la luz dibujada sobre el hijo mayor, que conecta muy directamente con la cara iluminada del padre.

¡Pero qué diferencia! El padre se inclina sobre su hijo recién llegado. El hijo mayor se queda de pie, rígido, postura que se acentúa por el largo bastón que sujeta con las manos y que llega hasta el suelo. El manto del padre es ancho y acogedor; el del hijo es pesado. Las manos del padre están extendidas y tocan al recién llegado en un gesto de bendición; las del hijo están cogidas, casi a la altura del pecho. Hay luz en ambos rostros, pero la luz de la cara del padre recorre todo su cuerpo —especialmente las manos— y envuelve al hijo menor en un halo de cálida luminosidad, mientras que la luz en el rostro del hijo mayor es fría y estrecha. Su figura permanece en la oscuridad, sus manos en la sombra.

La parábola que Rembrandt retrató podría muy bien haberse llamado “La Parábola de los hijos Perdidos”. No sólo se perdió el hijo menor, que se marchó de casa en busca de libertad y felicidad, sino que también el que se quedó en casa se perdió. Aparentemente, hizo todo lo que un buen hijo debe hacer, pero interiormente, se fue lejos de su padre. Trabajaba muy duro todos los días y cumplía con sus obligaciones, pero cada vez era más desgraciado y menos libre.

Perdido en el resentimiento

Me es muy duro reconocer que este hombre amargado, resentido y enfadado pudiera estar, en sentido espiritual, más cerca de mí que su joven y lujurioso hermano. Sin embargo, cuanto más pienso en el hijo mayor, más me reconozco en él. Como hijo mayor de mi propia familia, conozco muy bien lo que se siente al tener que ser un hijo modelo.

Con frecuencia me pregunto si no son especialmente los hijos mayores los que quieren cumplir con las expectativas de sus padres y desean que se les considere obedientes y cumplidores del deber. Siempre quieren agradar, y temen desilusionar a sus padres. Pero también experimentan, desde muy temprano, cierta envidia hacia sus hermanos y hermanas más pequeños, que parecen estar menos preocupados por agradar y parecen ser más libres para Este es mi caso, y siempre me he sentido atraído de forma extraña a vivir una vida desobediente que nunca me he atrevido a llevar, pero que he visto llevar a muchos a mi alrededor. Siempre he hecho cosas adecuadas, cumpliendo los planes que organizaban las distintas figuras paternales con las que me he encontrado a lo largo de mi vida —profesores, directores espirituales, obispos y papas—; al mismo tiempo, me preguntaba a menudo por qué nunca he tenido el coraje de como hizo el hijo menor.

Resulta extraño decir esto, pero en el fondo he tenido envidia del hijo desobediente. Éste es el sentimiento que me viene cuando veo a mis amigos disfrutar haciendo el tipo de cosas que yo repruebo. Decía que su comportamiento era reprensible, incluso inmoral, pero al mismo tiempo me pregunta por qué no tenía el valor de hacer todas esas cosas o, al menos, alguna de ellas.

La vida obediente y servicial de la que me siento orgulloso, la veo a veces como una carga que se me ha puesto sobre los hombros y que sigue oprimiéndome a pesar de haberla aceptado hasta el punto de ser incapaz de desprenderme de ella. No me cuesta identificarme con el hijo mayor de la parábola que se quejaba: “Hace ya muchos años que te sirvo sin desobedecer jamás tus órdenes, y nunca me has dado ni un cabrito para celebrar una fiesta on mis amigos.” En esta queja, obediencia y deber se han convertido en una carga, y el servicio en esclavitud.

Todo esto se me presentó de forma muy clara cuando un amigo, que recientemente se ha convertido al cristianismo, me criticó por no hacer demasiada oración. Esta crítica me enojó mucho. Me dije: “¡Cómo se atreverá éste a darme lecciones de oración! Durante años ha llevado una vida descuidada e indisciplinada, mientras que yo siempre he vivido una vida de fe. ¡Ahora se convierte y empieza a decirme cómo debo comportarme!”. Este resentimiento interior revela mi propio “extravío”. Me había quedado en casa, no me había marchado, pero no llevaba una vida libre en casa de mi padre. Mi ira y envidia eran prueba de mi esclavitud.

Esto no sólo me ocurre a mí. Hay muchos hijos e hijas mayores que están perdidos a pesar de seguir en casa. Y es este que se caracteriza por el juicio y la condena, la ira y el resentimiento, la amargura y los celos el que es tan peligroso para el corazón humano. A menudo pensamos en el extravío como actos que se ven y que son espectaculares. El hijo menor pecó de forma visible. Su perdición es obvia. Malgastó su dinero, su tiempo, sus amigos, su propio cuerpo. Lo que hizo estuvo mal; lo supo su familia, sus amigos y él mismo. Se rebeló contra toda moralidad y se dejó llevar por la lujuria y la codicia. Después, habiendo visto que toda aquella conducta caprichosa no le conducía más que a la miseria, el hijo menor reflexionó, volvió y pidió perdón. Estamos ante el clásico error humano que se soluciona de forma clara. Se comprende y se simpatiza fácilmente con él.

Sin embargo, el extravío del hijo mayor es mucho más difícil de identificar. Al fin y al cabo, lo hacía todo bien. Era obediente, servicial, cumplidor de la ley y muy trabajador. La gente le respetaba, le admiraba, le alababa y le consideraba un hijo modélico. Aparentemente, el hijo mayor no tenía fallos. Pero cuando vio la alegría de su padre por la vuelta de su hermano menor, un poder oscuro salió a la luz. De repente, aparece la persona resentida, orgullosa, severa y egoísta que estaba escondida y que con los años se había hecho más fuerte y poderosa.

Mirando en mi interior y mirando a las personas que me rodean, me pregunto qué hará más daño, la lujuria o el resentimiento. Hay mucho resentimiento entre los “justos” y los “rectos”. Hay mucho juicio, condena y prejuicio entre los Hay mucha ira entre la gente que está tan preocupada por evitar el “pecado”.

El extravío del hijo resentido es tan difícil de reconocer precisamente porque está estrechamente ligado al deseo de ser bueno y virtuoso. Sólo yo sé los esfuerzos que he hecho por ser bueno, agradable, por que se me acepte, y por ser un ejemplo a imitar. Toda mi vida me he esforzado por evitar las situaciones que me conducen al pecado; siempre he sentido pánico de caer en la tentación. Pero junto a esto estaba también la seriedad, la moralidad, incluso un cierto fanatismo, que hacía que me resultara cada vez más difícil sentirme a gusto en la casa de mi Padre. Me hice menos libre, menos espontáneo, menos jovial y cada vez más era considerado una persona “dura”.

Sin alegría

Cuando escucho las palabras con las que el hijo mayor ataca a su padre —palabras farisaicas, autocompasivas y celosas— veo que hay una queja más profunda. Es la queja que llega de un corazón que siente que nunca ha recibido lo que le corresponde. Es la queja expresada de mil maneras, que termina creando un fondo de resentimiento. Es el lamento que grita: «He trabajado tan duro, he hecho tanto y todavía no he recibido lo que los demás consiguen tan fácilmente. ¿Por qué la gente no me da las gracias, no me invita, no se divierte conmigo, no me agasaja, y sin embargo presta tanta atención a los que viven la vida tan frívolamente?»

Es en esta queja donde descubro al hijo mayor que hay dentro de mí. A menudo me descubro quejándome por pequeños rechazos, faltas de consideración o descuidos. A menudo observo dentro de mí ese murmullo, ese gemido, esa queja, ese lamento, que crece y crece aunque yo no lo quiera. Cuanto más me refugio en él, peor me siento. Cuanto más lo analizo, más razones encuentro para quejarme. Y cuanto más profundamente entro en él, más complicado se vuelve. Hay un enorme y oscuro poder en esta queja interior. La condena a los otros, la condena a mí mismo, el fariseísmo y el rechazo, van creciendo más y más fuertemente. Cada vez que me dejo seducir por él, me enreda en una interminable espiral de rechazo. Cuanto más profundamente entro en el laberinto de mis quejas, más y más me pierdo, hasta que al final me siento la persona más incomprendida, más rechazada y más despreciada del mundo.

De una cosa estoy seguro: quejarse es contraproducente. Siempre que me lamento de algo con la esperanza de inspirar pena y recibir así la satisfacción que tanto deseo, el resultado es el contrario del que intento conseguir. Es muy duro vivir con una persona que siempre se está quejando, y muy poca gente sabe cómo dar respuesta a las quejas de una persona que se rechaza a sí misma. Lo peor de todo es que, generalmente, la queja, una vez expresada, conduce a lo que quiere evitar: más rechazo.

Desde esta perspectiva se comprende la incapacidad del hijo mayor para compartir la alegría del padre. Cuando volvía a casa del campo, oyó música y cantos. Sabía que había alegría en la casa. Enseguida empezó a sospechar. Una vez que la queja entra en nosotros, perdemos la espontaneidad hasta el punto de que ya ni siquiera la alegría evoca alegría en nosotros.

La historia cuenta: Aquí brota el miedo a que me hayan excluido otra vez, a que no me cuenten qué es lo que pasa, a quedarme al margen de las cosas. La queja surge de inmediato: “¿Por qué no se me informó, qué es todo esto?” El criado, lleno de expectación, confiado y deseando compartir la buena noticia, explica: “Ha vuelto tu hermano, y tu padre ha matado el ternero cebado porque lo ha recobrado sano.” Pero este grito de alegría no puede ser bien recibido. En vez de alivio y gratitud, la alegría del criado surte el efecto contrario: Alegría y resentimiento no pueden coexistir. La música y los cantos, en vez de invitar a la alegría, se convierten en causa de mayor rechazo.

Recuerdo muy bien haber vivido situaciones parecidas. Una vez, me sentía solo y le pedí a un amigo que saliera conmigo. Me contestó que no tenía tiempo, y, sin embargo, un poco más tarde me lo encontré en una fiesta en casa de un amigo común. Al verme me dijo: “Ven, únete a nosotros, me alegro de verte.” Pero yo estaba tan enfadado por no haber sabido nada de la fiesta, que era incapaz de quedarme. Se despertaron en mi interior todas mis quejas por no ser aceptado y querido y abandoné la habitación dando un portazo. Era incapaz de participar de la alegría que allí se respiraba. En un momento, la alegría de aquella habitación se había convertido en fuente de resentimiento.

Esta experiencia de ser incapaz de compartir la alegría es la experiencia de un corazón lleno de resentimiento. El hijo mayor no podía entrar en casa y compartir la alegría de su padre. Sus quejas le habían paralizado y dejaron que la oscuridad le envolviera.

Rembrandt percibió el significado más profundo de todo esto cuando pintó al hijo mayor al lado de la plataforma donde el hijo menor es recibido por su padre. No representó la celebración, con los músicos y bailarines; éstos eran simplemente los signos externos de la alegría del padre. La única señal de fiesta es el retrato de un flautista sentado, pintado en la pared, al lado de una de las mujeres (¿la madre del pródigo?). En vez de la fiesta, Rembrandt pintó luz, la luz radiante que envuelve a padre e hijo. La alegría que Rembrandt retrata es la alegría serena de la casa de Dios.

En la historia, uno puede imaginarse al hijo mayor fuera, en la oscuridad, sin querer entrar en la casa iluminada y llena de sonidos alegres. Pero Rembrandt no pinta en su cuadro una casa o campos, sino que hace un retrato a base de luz y sombras. El abrazo del padre, lleno de luz, es la casa de Dios. La música y los bailes están allí. El hijo mayor está fuera del círculo de este amor, negándose a entrar. La luz en su rostro deja claro que él también está llamado a la alegría, pero no se le puede forzar.

A veces la gente se pregunta: ¿Qué le ocurrió al hijo mayor? ¿Se dejó convencer por su padre? ¿Entró finalmente en casa y participó de la celebración? ¿Abrazó a su hermano y le dio la bienvenida igual que había hecho su padre? ¿Se sentó a la mesa con su padre y su hermano para disfrutar con ellos del banquete?

Ni el cuadro de Rembrandt ni tampoco la parábola nos hablan de la voluntad del hijo mayor de dejarse encontrar. ¿Desea el hijo mayor reconocer que él también es un pecador necesitado de perdón? ¿Desea reconocer que no es mejor que su hermano?

Me quedo sólo con estas preguntas. Así como no sé si el hijo menor aceptó el banquete o cómo vivió con su padre después de volver a casa, tampoco sé si el mayor alguna vez se reconcilió con su hermano, con su padre o consigo mismo. Lo que sí conozco con una certeza inquebrantable es el corazón del padre. Es un corazón lleno de una misericordia infinita.

Una cuestión abierta

A diferencia de un cuento de hadas, la parábola no tiene un final feliz. Al contrario, nos pone cara a cara ante una de las cuestiones espirituales más difíciles: confiar o no confiar en el amor de Dios que lo perdona todo. Yo soy el único que puede elegir, nadie puede hacerlo en mi lugar. En respuesta a sus lamentos: “Éste acoge a los pecadores y come con ellos”, Jesús compara a los fariseos y escribas con el regreso del hijo pródigo, y con el hijo mayor resentido. Todo esto tuvo que ser un duro golpe para aquella gente tan obediente y religiosa. Finalmente, tuvieron que enfrentarse con su propio lamento y elegir cómo iban a responder al amor de Dios por los pecadores. ¿Se sentarían con ellos a la mesa como hizo Jesús? Esto era y es un auténtico reto: para ellos, para mí, para cualquier ser humano que esté lleno de resentimiento y se sienta tentado a vivir quejándose.

Cuanto más siento al hijo mayor en mi interior, más consciente me hago de lo profundamente arraigada que está esta forma de y lo difícil que es volver a casa desde esta situación. Parece mucho más fácil volver desde una aventura de lujuria que volver desde una ira fría que ha echado raíces en los rincones más profundos de mí mismo. Mi resentimiento no es algo que pueda distinguirse con facilidad o ser tratado de forma racional.

Es mucho más peligroso: algo que se une a lo más profundo de mi virtud. ¿Acaso no es bueno ser obediente, servicial, cumplidor de las leyes, trabajador y sacrificado? Mis rencores y quejas parecen estar misteriosamente ligadas a estas elogiables actitudes. Esta conexión me desespera. Justo en el momento en que quiero hablar o actuar desde lo más generoso de mí mismo, me encuentro atrapado en la ira y el rencor. Y cuanto más desinteresado quiero ser, más me obsesiono porque me quieran. Cuanto más lo doy todo de mí para que algo salga bien más me pregunto por qué los demás no lo dan todo como yo. Cuando pienso que soy capaz de vencer mis tentaciones, más envidia siento hacia los que ceden a ellas. Parece que allí donde se encuentra mi mejor yo, se encuentra también el yo resentido y quejicoso.

Y es aquí donde me veo frente a frente con mi verdadera pobreza. Soy incapaz de acabar con mis resentimientos. Están tan profundamente anclados dentro de mí que arrancarlos parecería algo así como una autodestrucción. ¿Cómo erradicar estos rencores sin acabar también con mis virtudes?

¿Puede el hijo mayor que está en mi interior volver a casa? ¿Puedo ser encontrado como lo fue el hijo menor? ¿Cómo puedo volver cuando estoy perdido en el rencor, cuando estoy atrapado por los celos, cuando estoy prisionero de la obediencia y del deber, vividos como esclavitud? Está claro que yo sólo no puedo encontrarme. Es mucho más desalentador tener que curarme de mis rasgos de hijo mayor que de los de hijo menor. Enfrentado aquí con la imposibilidad de la autorredención, ahora entiendo las palabras de Jesús a Nicodemo: «Que no te cause, pues, tanta sorpresa lo que te he dicho: ‘Tenéis que nacer de nuevo’.” (Jn 3,7) Es decir, algo tiene que ocurrir que yo no puedo hacer que ocurra. Yo no puedo volver a nacer; es decir, no puedo hacerlo con mis propias fuerzas, con mi mente, con mis ideas. No me cabe ninguna duda de todo esto porque ya intenté en el pasado curarme yo solo de mis rencores y de mis quejas y fallé... y fallé, hasta que estuve al borde del hundimiento, incluso del agotamiento físico. Sólo puedo ser curado desde arriba, desde donde Dios actúa. Lo que para mí es imposible, es posible para Dios. “Para Dios no hay nada imposible.”


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