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Ante el dolor y el sufrimiento

Por Ana Artázcoz Colomo

¿Por qué existe el dolor ? ¿Tiene algún sentido tanto sufrimiento ? ¿Cómo se puede entender el dolor de tantos inocentes si existe un Dios que es Amor y Bondad ? Algunos reniegan de Dios porque no pueden comprenderle. Para otros, el dolor es una ocasión de encuentro del hombre con Dios.
Ante el dolor y el sufrimiento

¿Por qué? ¿Por qué me ha sucedido a mí? ¿Por qué en este momento? La llegada del dolor a nuestras vidas, nuestros infortunios, nuestros pesares, se presentan con un carácter misterioso que aumenta el desconcierto que nos producen. El dolor es un misterio universal que a todo ser humano puede alcanzar a lo largo de su existencia, muchas veces incomprensible y también inevitable. Depende de la persona dar una respuesta negativa, con ira, con rabia y alejada del amor de nuestro Padre, o confiar en Dios, en la Gracia y la Perfección y bendecir la situación que nos haya tocado vivir sin perder la fe y la esperanza.

El dolor es un misterio universal, incomprensible e inevitable. Somos conscientes de que el dolor y el sufrimiento puede afectar a todos los seres humanos de una u otra manera. En una primera instancia, cabe considerar el dolor como una señal de alarma biológica que nos ayuda a tomar conciencia del propio cuerpo. Que el dolor es un dato objetivo no ofrece ninguna discusión: el dolor “duele”, se localiza... Pero existe otra dimensión del dolor que llamamos sufrimiento. Y es que el dolor es, al mismo tiempo, algo objetivo y subjetivo.

El dolor es un dato objetivo que aparece en la existencia por la naturaleza propia del cuerpo. Esto no significa que el cuerpo sea malo, sino que es de suyo sensible a determinados estímulos, que procesa y codifica dando lugar a las afecciones dolorosas. A esto hay que añadir otro dato antropológico, el del desgarramiento introducido en la naturaleza humana por el pecado original, patente en la tensión y el desorden operativo existente entre nuestra radical aspiración al bien, por una parte, y, por otra, las inclinaciones al mal que todos experimentamos, que es preciso resistir y que hay dominar con esfuerzo y con la Gracia para ser real y plenamente libres.

Pero es también subjetivo, una respuesta personal, la reacción del sujeto ante el dolor que denominamos sufrimiento. Las expresiones y las manifestaciones dolorosas y la vivencia de la enfermedad varían significativamente al tamizarse por subjetividades personales. Por eso, entre otras razones, se dice que no hay enfermedades sino enfermos.

Considero que, no sólo estamos enfermas las personas con deficiencias orgánicas sino que abundan los problemas a nivel psicológico y más aún, me atrevo a afirmar que la gran enfermedad de nuestra época es la falta de valores de sentido, la carencia de objetivos vitales de hondo calado.

Una tendencia muy extendida hoy en nuestra sociedad consiste en tratar el sufrimiento de forma puramente técnica. La intervención analgésica, en ocasiones excesiva, expresa la voluntad de suprimir el sufrimiento antes de haber tratado de sobreponerse a él y de comprender su sentido; pero, aunque se luche médicamente contra él, es importante acogerlo como una señal dada a la conciencia. El sufrimiento puede, de alguna manera, hablar y transmitir su sentido, pues es un grito con significado.

¿Podemos dar un sentido al sufrimiento humano?

Las heridas que nos hacen sufrir no están necesariamente destinadas a destruirnos. Si las asumimos y las integramos, pueden contribuir a nuestro crecimiento humano y hacernos capaces de transmitir a los demás la riqueza de nuestra humanidad. Víktor Frankl, uno de los grandes maestros de humanidad que ha conocido el siglo XX, afirma que sufrir significa obrar y significa crecer. Pero significa también madurar. El verdadero resultado del sufrimiento es un proceso de maduración. La maduración personal se basa en que el ser humano alcanza la libertad interior a pesar de la dependencia exterior. Pero además significa enriquecerse. Como escribe Frankl, “es necesario asumir el sufrimiento. Para asumirlo, para poder aceptarlo, yo debo afrontarlo. Sólo el sufrimiento asimilado deja de ser sufrimiento. Pero, para poder afrontar el sufrimiento, sólo puedo sufrir con sentido: Sufrir por algo o por alguien”.

Ante el dolor y el sufrimiento
“Eran nuestros sufrimientos los que llevaba, y nuestros dolores los que le pesaban, mientras nosotros le creíamos azotado, herido de Dios y humillado. Ha sido traspasado por nuestros pecados, triturado por nuestras iniquidades; el castigo, precio de nuestra paz, cae sobre él, y a causa de sus llagas hemos sido curados” (Is 53, 4-5)

La debilidad y la fragilidad humana están presentes en nuestra vida y, en muchas ocasiones, fracturan nuestros ideales y proyectos. Sentimos cansancio por seguir luchando. Pero es importante tener presente que el cansancio por seguir luchando en la vida no surge tanto por las dificultades, obstáculos y contrariedades que encontramos en nuestro camino, como por no tener un sentido, una meta que alcanzar. Lo contrario de la felicidad no es el sufrimiento sino el vacío. Por eso, asegura Frankl que “quien dispone de un porqué para vivir es capaz de soportar casi cualquier cómo”. La persona que se alimenta de motivos valiosos está habitada por la esperanza, no se cansa de estar empezando siempre.

El propio Frankl, recordando sus años de prisionero en los campos de concentración nazis, afirma con rotundidad que si el sufrimiento, la muerte, la enfermedad, no tuvieran un sentido más allá de nosotros mismos, la vida no merecería ser vivida. Y el único modo de hablar y de dar sentido al dolor y al sufrimiento es aceptarlos y convertirlos en don, es decir en sacrificio. Jesucristo ha sido quien ha aportado históricamente a la humanidad un sentido inaudito al dolor y al sufrimiento. Él ha hecho de la cruz la más elocuente de las cátedras, la más grande lección de amor y la mayor fuente de sentido.

Las personas que sufren

¿Por qué algunos seres humanos tienen aversión a las personas enfermas? ¿Por qué nos protegemos y huimos de las experiencias de sufrimiento? Una gran herida en el ser humano la constituye el sentido de impotencia que se vive ante situaciones que superan nuestra capacidad de acción, nuestro deseo de resolver los problemas propios y los de los demás.

No es fácil reconocer los propios límites, la incapacidad de salvar una vida, de aceptar la voluntad de Dios en los momentos dramáticos de la existencia. Huimos de la realidad, del compromiso con aquel que sufre. Tememos sentirnos pequeños frente al sufrimiento de los demás, reconocer que no somos omnipotentes y así, nos alejamos. Pero, quien en su vida se ha protegido siempre de las experiencias de dolor, sólo podrá ofrecer un consuelo vacío a los demás. Me remito a unas palabras de Jean Vanier puestas en boca de quien asiste a los enfermos: “Tú me recuerdas que también yo he de morir; por eso, me echo atrás, me vuelvo a casa y huyo de la realidad fundamental de mi ser, de mi pobreza y la tuya. Pero, ¿me niego a amar porque tengo miedo a la mano tendida que me invita a través del territorio desconocido del amor?”.

El dolor no es bueno en sí mismo. No es un alimento, sino un veneno. Pero ese veneno puede ser convertido, si queremos, en una medicina. Si aceptamos el desafío que representa, el dolor puede fortalecernos y curarnos, por lo menos, interiormente. Ninguna experiencia de la vida es en vano. Siempre podemos aprender algo que nos ayude a comprender mejor al mundo, a los demás y a nosotros mismos. Gertrud Von Le Fort dice que no sólo el claro día, sino también la noche oscura tiene sus milagros: "Hay ciertas flores que sólo florecen en el desierto; estrellas que solamente se pueden ver al borde del despoblado. Existen algunas experiencias del amor de Dios que sólo se viven cuando nos encontramos en el más completo abandono, casi al borde de la desesperación."

Muchas veces me preguntan si es necesario haber experimentado situaciones de dolor para poder ayudar a otros que sufren. Creo que no es posible acoger la fragilidad y curar las heridas del otro sin haber aceptado y atendido antes las propias, aquellas que nos haya tocado vivir; es decir, que no es posible sin ser personas que sepan hacer de sus límites y sufrimientos una fuente de curación para los demás. Debemos ser personas capaces de transformar el motivo de nuestro sufrimiento en la razón de nuestra alegría. Debemos ser curadores heridos, como dice Ángel Brusco, Superior General de la Orden de los Ministros de Enfermos.

Para comprender el significado del término curador herido, podemos asomarnos al libro de Isaías, que presenta al siervo de Yahvé como el que salva a la humanidad a través de sus sufrimientos. “Eran nuestros sufrimientos los que llevaba, y nuestros dolores los que le pesaban, mientras nosotros le creíamos azotado, herido de Dios y humillado. Ha sido traspasado por nuestros pecados, triturado por nuestras iniquidades; el castigo, precio de nuestra paz, cae sobre él, y a causa de sus llagas hemos sido curados” (Is 53, 4-5). La experiencia dolorosa no introduce al siervo en un túnel oscuro, sino que le abre a un horizonte luminoso: “Por las fatigas de su alma verá la luz, se saciarᔠ(Is 53,11).

Y aquellas personas que no han vivido una experiencia de profundo dolor, ¿pueden ayudar a otros que sufren? Todos tenemos el deber y la responsabilidad de ayudar y a la vez necesitamos ser ayudados. En la educación de nuestros jóvenes, una educación para la vida, no podemos olvidar afrontar el tema del dolor; que sean capaces de descubrir cómo transformar el motivo de su sufrimiento en la razón de su alegría, que sean capaces de ayudar al otro como les gustaría que ellos fuesen ayudados.

Si deseamos ayudar a otra persona que sufre, hemos de procurar un verdadero encuentro interpersonal que exige sensibilidad, amor y dedicación, es decir, servicio, a la otra persona. Así ocurre que, como afirma Josef Pieper, “al sentirse amado, florece”, es decir, revive, recobra su ilusión de ser mejor, de seguir siendo quien es, de vivir con esperanza.

Este encuentro personal requiere sensibilidad, esa exquisita delicadeza y tacto en el trato con los demás que es posible si adoptamos una actitud empática poniéndonos en el pellejo del otro, en sus zapatos, para sentir por dónde le aprietan. La sensibilidad está muy relacionada con la intuición, la capacidad de percibir íntima e instantáneamente una verdad. En una comunicación basada en el amor, la aceptación y el agradecimiento, sin perder la fe y la esperanza y procurando ser nosotros mismos donación, nos haremos capaces de ayudar al otro.

Personas maravillosas

Un buen amigo y maestro, José Luis González Simancas, ante la pregunta de cómo se puede ayudar a otra persona que sufre, respondió que “basta con ser una persona maravillosa”. ¿Personas maravillosas? Este es el título de un artículo que él escribió y que no me resisto a transcribir: “Son maravillosos los seres repletos de contenido, de contenidos valiosos: de convicciones arraigadas sobre lo que es importante, de actitudes positivas, de sentimientos profundos, de disposiciones generosas hacia los demás. Seres que irradian interioridad, riqueza interior sin proponérselo. Porque están llenos de ella, porque son así, y su interior se desborda con toda naturalidad por un flujo continuo de comunicación personal que los hace cercanos, accesibles, amables; personas hacia las que uno se siente atraído sin pensarlo, con las que uno de inmediato se siente a gusto, se siente “en casa”. Ante una persona verdaderamente maravillosa –continúa este autor-, se disipan las complicaciones que deterioran con tanta frecuencia las relaciones humanas: no hay lugar para el prejuicio, el recelo, la duda, la inseguridad ni la timidez. Porque sin pensarlo, por el mero hecho de su presencia, ya estamos en sintonía con ella, inmersos en ese flujo de comunicación que irradia, que hace tremendamente fácil la unión de espíritus”.

Ante el dolor y el sufrimiento
El verdadero resultado del sufrimiento es un proceso de maduración. La maduración personal se basa en que el ser humano alcanza la libertad interior a pesar de la dependencia exterior

Y termina añadiendo: “Sabemos bien que con ella todo es más fácil, porque nos acepta sin más, porque con ella no hace falta ponerse una careta, porque es clara, diáfana, auténtica, sin sombra de segundas intenciones: maravillosa”. Una persona maravillosa, “sin proponérselo es, para quien tiene la suerte de encontrársela en la vida, estímulo, ocasión para sentirse alegre y bien humorado, acogido, apreciado, querido, no por alguien superior, sino por alguien muy cercano, que está en el mismo plano, que es digno de sincera admiración porque no pretende que se le admire, porque en su natural sencillez nos resulta irresistiblemente amable”.

El sentido cristiano del sufrimiento

Cristo, en su actividad mesiánica en medio de Israel, se acercó incesantemente al mundo del sufrimiento humano. ¿A qué estamos llamadas todas las personas ante las experiencias de dolor y sufrimiento? Cristo “pasó haciendo bien”, y este obrar suyo se dirigía, ante todo, a los enfermos y a quienes esperaban ayuda. Juan Pablo II, en la Carta Apostólica Salvifici Doloris, nos recuerda que Jesús curaba los enfermos, consolaba a los afligidos, alimentaba a los hambrientos, liberaba a los hombres de la sordera, de la ceguera, de la lepra, del demonio y de diversas disminuciones físicas; tres veces devolvió la vida a los muertos. Era sensible a todo sufrimiento humano, tanto al del cuerpo como al del alma. Al mismo tiempo instruía, poniendo en el centro de su enseñanza las ocho bienaventuranzas, que son dirigidas a los hombres probados por diversos sufrimientos en su vida temporal: los “pobres de espíritu”, “los que lloran”, “los que tienen hambre y sed de justicia”, “los que padecen persecución por la justicia”. Cristo se encamina hacia su propio sufrimiento, consciente de su fuerza salvífica. Y obedece la voluntad divina que en Él se hace don supremo y consumado: “Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna” (Jn, 3, 16)

La familia, la escuela y otras instituciones educativas deben trabajar con perseverancia para despertar esa sensibilidad hacia el prójimo y su sufrimiento. Juan Pablo II afirma que la elocuencia del Evangelio es precisamente esta: El hombre debe sentirse llamado personalmente a testimoniar el amor en el sufrimiento. A través de los años se ha constatado que en el sufrimiento se esconde una particular fuerza que acerca interiormente el hombre a Cristo, una gracia especial. A ella deben su profunda conversión muchos santos, como por ejemplo San Francisco de Asís o San Ignacio de Loyola. Fruto de esta conversión es no sólo el hecho de que el hombre descubre el sentido salvífico del sufrimiento, sino sobre todo que en el sufrimiento llega a ser un hombre completamente nuevo. Halla como una nueva dimensión de toda su vida y de su vocación. Este descubrimiento es una confirmación particular de la grandeza espiritual que en el hombre supera al cuerpo de modo un tanto incomprensible.

Invitación a la confianza

Ana Artázcoz Colomo
No sólo estamos enfermas las personas con deficiencias orgánicas sino que abundan los problemas psicológicos. Más aún, la gran enfermedad de nuestra época es la falta de valores de sentido, la carencia de objetivos vitales de hondo calado

Me han preguntado a menudo acerca de lo que he podido aprender frente a mi personal experiencia de dolor. Hace varios años me diagnosticaron una enfermedad neuromuscular degenerativa incurable: “un progresivo atrofiamiento de los músculos y corta esperanza de vida”. Un caso clasificado dentro de las enfermedades extrañas donde el desconocimiento científico y la falta de recursos médicos para frenar el avance de la enfermedad, aumenta, día a día, el desconcierto y la incertidumbre.

Sólo existe un bálsamo curativo en el cual deposito mi total confianza: el Amor de Dios. Camino hacia el reconocimiento del dolor que fractura las funciones operativas de mi ser y lucho por la aceptación como parte de mi experiencia. Así, decido quién soy en relación con ello. La enfermedad es para mí una oportunidad de crecimiento y superación, supone el deseo de transmitir nuestra grandeza interior a pesar de los límites y de las dependencias exteriores, un profundo deseo de mi corazón de despertar en otras personas el amor que induce a la unión con Dios.

Cada amanecer es momento de dar gracias a Dios por el nuevo día que me ha regalado; es la hora de bendecir todos mis pensamientos, mis sentimientos, palabras y acciones en el nombre del Padre, que sea Él quien hable a través de mí y no yo; es la ocasión de recordar aquella actitud positiva ante la vida que el Padre Morales tanto repetía: “No debemos cansarnos nunca de estar empezando siempre”.

Nunca nos cansemos de esforzarnos por vivir con amor la vida que Dios nos regaló, sea cual sea la situación que nos haya tocado afrontar. Aceptemos la realidad con amor, nuestras debilidades y nuestras fortalezas: es una gran lección que intento aprender. Y ser consciente de que el mayor tesoro es amar a Dios y saberse amados por Él.


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La familia, la escuela y otras instituciones educativas deben trabajar con perseverancia para despertar esa sensibilidad hacia el prójimo y su sufrimiento. Juan Pablo II afirma que el hombre debe sentirse llamado personalmente a testimoniar el amor en el sufrimiento

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