Escuela de padres
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Educar en la reflexión (V): El silencio, cuna de la reflexión

“Silencio, vida interior en último término, para llevar a acabo el trayecto en el que se plenifica el ser humano: centrarse, descentrarse, adorar. Encontrarse consigo mismo, con los demás, con Dios.”

El silencio, cuna de la reflexión

Hoy nos asusta el silencio. Ruidos y prisas, ansiedades y estrés, nos impiden pararnos a reflexionar con hondura. Por eso impera por todas partes la superficialidad. Atolondrados y esclavizados por los sentidos, muchos, en particular jóvenes, viven de forma atolondrada. Necesitan padres y maestros que les enseñen a gobernar con equilibrio imaginación y sensibilidad para poder pensar y actuar con rectitud.

“El hombre de la civilización industrial vive casi siempre fuera de sí. Se convierte con frecuencia en un extraño a sí mismo. Sus preocupaciones le esclavizan. Vive fuera de su morada interior. No le queda tiempo para entrar dentro, reflexionar, escuchar el latido de su propia alma. No acierta a descubrir el sentido de lo que hace, de sus movimientos íntimos, del porqué de la vida. Vive, trabaja, se preocupa, hasta se angustia, sin conocer la causa la mayoría de las veces. Es importante parar, saber descansar, apaciguarse, hacer silencio interior.” (T. Morales)

La serenidad es indispensable para el entendimiento, éste necesita calma, que es el clima en el que brotan con acierto ideas, juicios y reflexiones. El ser humano es corazón; pero el corazón comienza en la cabeza, y la cabeza en el silencio. Sólo en ese clima puede pensar con hondura. Las estrellas sólo se encienden en la noche serena, las ideas brotan cuando hay paz. Y entonces podemos bucear hondo, calmar el oleaje nervioso de nuestros sentidos excitados y agotados.

El silencio, cuna de la reflexión
“El hombre de la civilización industrial vive casi siempre fuera de sí. Se convierte con frecuencia en un extraño a sí mismo. Sus preocupaciones le esclavizan. Vive fuera de su morada interior. No le queda tiempo para entrar dentro, reflexionar, escuchar el latido de su propia alma. No acierta a descubrir el sentido de lo que hace, de sus movimientos íntimos, del porqué de la vida. Vive, trabaja, se preocupa, hasta se angustia, sin conocer la causa la mayoría de las veces. Es importante parar, s

El silencio es fecundo. No el silencio de quien no tiene nada que decir o es incapaz de comunicarse, sino el que se hace acogida, deliberación, hondura, porque está abierto y cargado de sentido. No es la simple falta de palabras o de sonidos. Más allá del silencio de los labios, consiste en saber escuchar, admirarse, meditar, contemplar. En el fondo es dominio de sí mismo, control de las propias pasiones y afectos desordenados. En suma, vivir el momento presente.

Ese silencio es en realidad un campo de resonancia para las palabras y los afectos, para los pensamientos y valores. Esclarece y hace firme el juicio de la conciencia moral, modera la vibración del espíritu humano, la eclosión de los sentimientos, la inspiración del arte.

Silencio de imaginación y de sensibilidad

Es imposible enseñar a pensar con profundidad, orden y nitidez si no se controlan la imaginación y la sensibilidad. Sólo en el silencio, en la calma armoniosa consigo mismo, nos capacitamos para pensar y amar. Imaginación y sensibilidad son como un caudal de agua acumulada. Controlado, fertiliza, enriquece los campos, hace posible la vida. Desbocado, inunda y destruye todo. Imaginación y sensibilidad alocadas inutilizan el entendimiento, amordazan la voluntad, animalizan al hombre, siembran inseguridad y desconfianza. La serenidad triunfa sobre ese binomio explosivo; facilita al entendimiento el desarrollo armónico de sus potencialidades: analizar, sintetizar, asimilar, retener, juzgar, descubrir, comunicarse.

Un educador responsable no se debe contentar nunca con suministrar meros conocimientos, datos. Aunque suponga más sacrificio, debe capacitar al niño y al joven para que pueda, fuera de la escuela y cuando abandone el hogar paterno, seguir enriqueciéndose a lo largo de la vida con nuevos conocimientos, adquiridos por cuenta propia. Si el educador se limita a sólo proporcionar conocimientos, atrofia el talento del discípulo; pero si le enseña a reflexionar hasta encontrarse con la verdad, a contemplar el bien y la belleza, lo desarrolla al máximo.

La cuna de la reflexión es el silencio. “Silencio, vida interior en último término, para llevar a acabo el trayecto en el que se plenifica el ser humano: centrarse, descentrarse, adorar. Encontrarse consigo mismo, con los demás, con Dios.” (Abilio de Gregorio)

Escuchar y observar

El silencio forma parte nuclear del aprendizaje de la reflexión, el cual se lleva a cabo aprendiendo a escuchar, observar, admirar y contemplar.

Escuchar es mucho más difícil que hablar. “Dos oídos y una sola boca ¿no nos indican que tenemos que hablar menos y escuchar más? Escucha, observa, lee, haz silencio interior. Si hay ruido dentro, imaginaciones, sentimentalismos, ambiciones, no te enterarás de nada. Lucha contra la precipitación. Eres quizá impulsivo. Calla. Ten paciencia. Espera.” (T. Morales)

Es muy importante que los niños adquieran el hábito de la escucha tempranamente. Eso supone atender a lo que se les dice, no ceder al bombardeo de imágenes vertiginosas que no dejan tiempo para pensar; mirar a los ojos de quien nos habla o nos escucha, distinguir entre lo que se nos dice, el modo en que se nos dice y quién nos lo dice. Distinguir los datos de las valoraciones. Juzgar y valorar el contenido de los actos y no dejarse llevar por la fascinación de la retórica. Y sólo hablar después de haber pensado lo que se va a decir.

El silencio, cuna de la reflexión

Hoy todos quieren hablar, pero lo más importante a la hora de hablar es tener algo valioso que decir. Escuchar es más difícil; debe llevar a reflexionar, tomar decisiones y actuar. Los padres enseñan todo esto cuando hablan a solas con cada uno de los hijos, en las tertulias familiares, cuando se está a la mesa y se comentan los acontecimientos. Algunas expansiones sólo afloran en el libre curso de una conversación desordenada, sin prisas. El niño aprende a escuchar cuando se siente escuchado. Sin escucha no puede haber comprensión, confidencia, confianza, amistad. El niño descubre sobre todo el valor de la reflexión cuando ve a sus padres, profesores y hermanos vivir gozosa y coherentemente de acuerdo con sus principios y juicios de valor. Aprende a hacer oración cuando ve cómo rezan sus padres.

Observar es en el fondo una forma de escucha. Significa prestar atención, esforzarse por descubrir el significado profundo de las palabras, de los acontecimientos, de las cosas. Discernir, diferenciar la apariencia de la realidad, reconocer las causas que produjeron tales efectos, advertir los resultados que se siguen de las acciones y extraer lecciones de todo ello. No es bueno dejarse llevar por el subjetivismo, “el único juez que conoce lo justo y lo injusto no es otro que la verdad” (Platón) El espíritu de observación induce a trascender con nuestra mirada interior. Y así se aprende que la naturaleza es la imagen en movimiento de un eterno Pensamiento. La naturaleza se convierte en un regalo amoroso, en creación, en mensaje. Es fundamental también enseñar al niño y al joven a descubrir la presencia de Dios en aquel con quien habla.

La reflexión previene y cura el activismo y la precipitación. Saber hacer es más importante que hacer. Pero para eso hay que parar. Descanso, vacación, brindan la oportunidad de reflexionar, de descubrir el sentido íntimo de la vida, de quitarse esa máscara que cada uno de nosotros es para los demás. En la vida ordinaria, los demás se identifican para nosotros con la función que realizan. En vacaciones o descansos cesan las funciones y aparecen de nuevo las personas. Descubrimos en ellas riquezas humanas y espirituales inadvertidas. Pero, sobre todo, se redescubre a Dios, que se revela en el silencio, habla en las bellezas de la naturaleza. Somos viajeros en busca de la patria. Tenemos que alzar los ojos para reconocer el camino. Una marcha envuelta en niebla al amanecer te habla del misterio de Dios rodeándote por todas partes. Al contemplar luego desde la altura la belleza luminosa de un sol sin nubes iluminando el paisaje, levantas tu corazón a Dios. Amas en el silencio de la oración, «conversación amorosa del hombre con Dios, en la que apartándose del ruido del mundo, el hombre escucha y Dios habla y da audiencia» (San Vicente de Paúl).

Contacto con la naturaleza

El silencio, cuna de la reflexión

El contacto con la naturaleza es una magnífica ocasión para hacer de ella una auténtica escuela de silencio y reflexión. Campamentos, marchas a la montaña, convivencias... no han de ser una simple actividad lúdica ni un ejercicio de disciplina espartana para endurecer la voluntad de forma rigorista. Son, por encima de todo, una oportunidad para aprender a ver, a escuchar, a reflexionar, a comprender…, a realizar un encuentro reflexivo con Dios. El desarrollo equilibrado de la personalidad se basa en el silencio interior, que supone capacidad de observación, admiración, contemplación, escucha; y se hace trayecto por medio de la constancia, mediante una mirada profunda de fe.

Admirar y contemplar la naturaleza, y descubrir en ella la huella y el rostro del Creador, es una magnífica escuela de silencio y reflexión. Abilio de Gregorio ha calado en la importancia de esta mirada interior: “Quizás de la mano de esta pedagogía del encuentro con la naturaleza haya que conducir a los educandos de hoy a ver con naturalidad lo que es natural, a escuchar las voces más originales de la realidad. La civilización del bien-estar les ha rodeado de tal manera de un universo de bienes de consumo, de cosas hechas para la seducción del consumo, que han sepultado bajo su abundancia el espejo de la naturaleza en el que se releja el rostro de Dios; la algarabía no permite ye escuchar su voz.”

Caminar en silencio, ascender hacia las cumbres pensando, observando, ofreciendo el esfuerzo a Dios, contemplar desde la cima el horizonte y admirarse, dar gracias, celebrar la existencia, llenarse de belleza y ver en las cosas la mano y el rostro del Creador… Sólo quien ha hecho suya esta experiencia sabe la plenitud que encierra. Forja y templa el carácter, pero para ascender a la contemplación de lo que se ama y permanecer ante la belleza de lo contemplado.

Guiar con paciencia a nuestros hijos y alumnos más jóvenes por este camino de contemplación, silencio y reflexión es uno de los deberes más importantes hoy para padres y educadores. Este acompañamiento sin embargo, nos obliga a ir por delante.


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