Humanizar la salud
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Caminos auténticos e inauténticos para la alegría

INFIRMACIÓN COMO CAMINO DE INFELICIDAD

Xosé Manuel Domínguez Prieto

EL CASO DEL SEÑOR X

Caminos auténticos e inauténticos para la alegría
Cada vez son más frecuentes los casos en los que la persona queda reducida a ser un organismo portador de un trastorno funcional que ha de ser eliminado mediante tratamiento farmacológico. Con este tipo de tratamiento, quedan al margen la persona y su vida, la etiología profunda de su mal, el por qué y, sobre todo, el para qué de su alteración. Se tiende a eliminar síntomas para permitir el 'bienestar' entendido cada vez más como equilibrio homeostático y no como autenticidad.

Sin saber muy bien por qué, un buen día, hace ya años, el señor X, en la madurez de su vida, comenzó a sentir cierto cansancio y apatía, a pesar de que no había motivos especiales para ello. El trabajo, la rutina diaria, los fines de semana, comenzaron a ser experimentados como monótonamente grises. Quizás fuese por ser otoño por lo que el adormecerse de los días fue paralelo a una cierta ‘desactivación’ interior. Poco a poco, los días resultaban más pesados y las actividades diarias fueron sufriendo una cierta ralentización: frente a la vida bien organizada de hace unos años (quizás porque había que atender a niños pequeños o a actividades fuera de casa), el horario se fue haciendo más flexible y comenzó a no irse a la cama a la misma hora (incluso a trasnochar bastante algunos días), a comer a deshora, a dejar de salir a los lugares acostumbrados y a ir rompiendo ciertas actividades fuera de casa. Durante la semana no tenía más remedio que ir al trabajo, pero en el fin de semana y en vacaciones, parece que ya nada le apetecía mucho. Progresivamente, se empezó a sentir con menos energía, con menos interés por todas las cosas, y con menos actividad de la que era capaz. Luego, sin saber cómo, llegó el desánimo, alguna noche de insomnio, una fatiga continua, progresiva incapacidad para concentrarse y la sensación de que no valía para nada. Al final, cundió el desánimo. Fue entonces cuando, charlando con un amigo que decía saber mucho de psicología, le explicó que lo suyo era una ‘depresión de libro’. Quizás también nosotros conozcamos personas que son capaces de hablar de religión, de fútbol, de política o de psiquiatría como si fuesen autoridad indiscutible, aunque no tengan una preparación específica. El amigo le habló de los ‘síntomas típicos’. El señor X se dio cuenta, gracias a su amigo, de que tenía síntomas de los que no se había dado cuenta y de la importancia y magnitud de los que ya tenía. Posteriormente, por indicación de otro amigo, leyó algún libro de divulgación psicológica descubriendo que cada día se acercaba más a lo que se denomina ‘depresión’. Desde entonces empezó a sentirse francamente mal, los síntomas se empezaron a hacer persistentes y claros. Comenzó a encerrarse en casa, a quedarse en cama cuanto más tiempo mejor, aplazando todas sus responsabilidades, lo cual comprendían los familiares y amigos ‘dado su estado’. Por fin, comprendió que ‘así no podía seguir… trabajando’, por lo que ya no dudó en acudir al psiquiatra, quien tras el relato minucioso y bien informado de nuestro señor X no dudó en diagnosticarle una depresión mayor y proponerle un tratamiento farmacológico a modo de prueba, invitándole a regresar a los quince días, dándole –por supuesto– la baja laboral. Aquel momento fue decisivo: ya sabía quién era: un deprimido. Y era lógico que se permitiese actuar en consecuencia. Desde entonces, se dedicó a dormir todo el día (aunque por la noche, como no tenía sueño, la dedicaba en parte a ver la tele o conectarse a internet), a despreocuparse de toda obligación y tarea (en ‘su estado’, los demás comprenderían que no se podía hacer cargo de nada en casa, en el vecindario, en el trabajo…). La gente, al comienzo, le comenzó a llamar para preguntarle que qué tal estaba, a lo que él comentaba habitualmente que mal, explicando con voz lastimera, sus síntomas terribles, y despertando con habilidad creciente la lástima en quienes le escuchaban. Había algún día en que parecía sentirse mejor, pero era siempre el preludio de un empeoramiento de ánimo.

La siguiente visita al psiquiatra sólo sirvió para confirmar su empeoramiento, por lo cual el psiquiatra optó por hacer un ‘reajuste en la medicación’ lo cual, hay que reconocerlo, le sirvió para experimentar un pequeño alivio al comienzo. Pero luego las cosas volvieron a empeorar: más insomnio, más angustia, más apatía y más sentimiento de inutilidad, fatiga, falta de interés por todo y descuido de la propia apariencia personal. Ya le han dicho que la situación es crónica por lo que los próximos meses toda su actividad será volver al médico ya no para consulta sino para recibir nuevas recetas para continuar con su tratamiento.

Ocho años después, el señor X sigue mal. Hasta ahora, él nunca ha hecho nada por querer salir de la situación. Se ha convencido de que él no puede hacer nada y que hay que confiar en los avances de la medicina. Por su parte, el psiquiatra, en varias ocasiones, ha variado la medicación tanteando qué tecla química tocar para que la cosa mejore. Pero cuando llega el momento de empezar a reducir dosis, los síntomas parecen hacerse resistentes. Parece tener cierta dependencia de los fármacos que toma hace años, aunque suele ingerir siempre los ‘últimos descubrimientos en el mercado farmacológico’. Y es ahora cuando, finalmente, se da cuenta de que no quiere seguir así toda la vida, aunque en este momento su necesidad del fármaco parece más fuerte que su deseo de empezar a tomar la vida en sus manos, entre otras cosas porque su identidad de deprimido ya no suele causar tanta compasión y pena entre sus familiares y conocidos, que se han acostumbrado ya a su situación.


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