Abilio de Gregorio
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Sólo quiero que mis hijos sean felices

La felicidad de los hijos

La fe ciega en las potencialidades de la técnica y en el poder taumatúrgico de los especialistas, está llevándonos a entender el mundo de la educación y el mundo de la orientación como un taller de reparación. Si el niño o el adolescente no quiere estudiar, se acude al especialista en “circuitos impresos” de motivación; si la sexualidad en la vida de la pareja es insatisfactoria, se solicita ayuda al especialista en terapias sexuales; si nos sorprende un hijo enfangado hasta las venas en el mundo de la droga, se pide auxilio a los centros de desintoxicación. En cualquier caso, el especialista diagnosticará una disfunción o una enfermedad sobrevenida, con lo cual el sujeto con el problema pasa a ser sujeto paciente y, por lo tanto, no responsable de sus actos: víctima del sistema o de las circunstancias. Ahora ya tenemos coartada.

Sin embargo, se suele olvidar que, detrás de esas disfunciones hay siempre una personalidad y que, la personalidad que ha recorrido el proceso hasta la avería, forma parte de la misma avería. Se pueden modificar determinadas conductas, pero, al final, siempre vuelve a emerger la personalidad que las causa.

Hay una parte importante de nuestros jóvenes que consumen alcohol, drogas y sexo porque necesitan algún tipo de euforizante o de emoción explosiva para sentirse contentos. Mas, la verdad es que en la mayoría de los casos estamos ante sujetos que, previamente, han diluido su yo en la nada y, por lo tanto, han conformado un yo disuelto o disoluto. Pero estos jóvenes, a su vez, no son sino la manifestación –la avería- de una sociedad de adultos disueltos o disolutos en una concepción bobalicona de la felicidad.

En efecto: eso que se ha dado en llamar el pensamiento (¿) posmoderno ha supuesto la pérdida del sentido de la historia, de la razón, del sentido global, de las utopías. No nos queda sino refugiarnos en el fragmento, en el presente, y disfrutar de la vida. Es el “pensamiento de la fruicción”, tal como lo define Mardones, de tal manera que, si la modernidad quedaba simbolizada en Prometeo, la posmodernidad rinde culto a Dionisios y a Narciso. Se trata de una versión chapucera del hedonism o: somos nada más que “maquinitas deseantes”, y he de satisfacer mis (así, en primera persona) deseos. Lo que realmente importa es abandonarse a la pura experiencia del presente absoluto a través de la diversión. Y es precisamente éste el concepto posmoderno de felicidad.

La subversión de esta perspectiva radica no solamente en que se instaura como auténtica una felicidad de bisutería, de varietés, de “todo a cien”. Ni siquiera radica en la práctica de una felicidad sin referentes morales. La verdadera subversión consiste en convertir el deseo en el único referente moral. “Tengo la obligación de ser feliz”.

A partir de aquí, el derecho a la felicidad personal (de esa felicidad posmoderna) prima por encima de cualquier otro deber, compromiso o fidelidad. Y surgen entonces los “amores mercuriales” que tan bien describe J. A. Marina: amores que, como las bolitas de mercurio, se unen, se separan, se vuelve a unir, se fragmentan, se recomponen, se van haciendo una y mil configuraciones diferentes. El proyecto en común de la pareja consiste en mantener una relación mientras resulte física y psicológicamente gratificante. La sexualidad, placer instante, disociada de cualquier otra dimensión humana, se erige en unidad de medida de la realización personal y de la realización de pareja.

La felicidad de los hijos

Los hijos, los hijos bien nacidos, han de ser “hijos deseados”. Valen en la medida en que formen parte de mi proyecto de felicidad. “Me apetecía ya tener un hijo”, se oye decir con alguna frecuencia. Y al hijo, en el fondo, se le dice: “vales porque me satisfaces”. En el lenguaje de la felicidad posmoderna no tiene cabida la palabra “aceptación”. Cuando se acepta la presencia de un hijo, aunque no se haya deseado en origen, se le está diciendo: “vales porque eres persona, solamente porque eres tú y estás aquí. No eres un simple objeto de mi deseo, sino un sujeto digno de amor”. Pero esto suena a antiguo, a gazmoñería romántica, a malintencionada trampa para mantener sometida a la mujer, me dirán los liberados posmodernos... Y, por eso, si algún hijo osa aparecer fuera de programación, si se atreve a llamar a la puerta justo cuando íbamos a salir de fiesta, simplemente se le impide la entrada.

Y esa forma de vivir que no es capaz de percibir otros valores que no sean los de la satisfacción inmediata, se extiende a la educación de los adorados “hijos deseados”. También ellos tienen derecho a gozar de la felicidad instante, de la felicidad bisutería. Los padres nos convertimos en promotores de la recompensa al microondas: al momento. Esa búsqueda compulsiva de la felicidad, del placer exigido, de la satisfacción pese a quien pese, está produciendo niños, adolescentes, jóvenes y adultos con un bajísimo umbral de tolerancia a la frustración. Este bajo umbral de tolerancia a la frustración genera un alto nivel de impulsividad, origen de la mayor parte de las conductas antisociales e, incluso, delictivas. Estamos creando una sociedad de jóvenes aburridos, aunque parezca lo contrario. “El aburrimiento antiguo era la persistencia de la fatiga. El aburrimiento moderno es la persistencia de la satisfacción”, dice Marina. Y la salida a ese aburrimiento es la búsqueda de euforizantes en el alcohol, en la droga, en el sexo o en las emociones límite.

Al final nos hemos de preguntar: ¿No estaremos equivocando el camino de la felicidad? Kant concibió la felicidad como recompensa por la dignidad de merecerla, y esta dignidad como moralidad. Spaeman habla de la felicidad como efecto de una “vida lograda”. Y es que en nuestro rico castellano no es lo mismo una “vida buena” que una “buena vida”.

Este mensaje está ya presente en la especial manera de contarnos la Biblia el primer intento del hombre de buscar la felicidad por el atajo. (Gén. 2 y 3). Dios pone al ser humano en un paraíso. Es feliz mientras respeta la realidad, el orden de la naturaleza que le sobrepasa porque es un orden dado. Será feliz mientras construya su vida siguiendo los planos diseñados por el Proyectista. Es el único ser de la naturaleza al que se le da una prohibición (una advertencia). Los demás seres no la necesitan porque están fatalmente instados (instintos) a ir en la dirección de la naturaleza. El ser humano puede apartarse de ella. Se le ha dado poder para ello. En rigor, en su actuar no caben sino dos caminos: o se ajusta (justicia) a lo dado con respeto, reverencia y obediencia a la realidad, o se constituye él a sí mismo en referente último de lo que está bien y de lo que está mal. O acepta el misterio (lo que le sobrepasa) tal como se le presenta, o convierte el misterio en una fruslería con la que puede jugar a la medida de su satisfacción. “Puedes comer de todos los árboles del huerto; pero no comas del árbol del conocimiento del bien y del mal, porque si comes de él, morirás sin remedio” (Gén., 2, 16 y17).

La tentación se presenta en estos términos: “Lo que pasa es que Dios sabe que en el momento en que comáis se abrirán vuestros ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal” (Gén., 3, 5). Con el consentimiento en la tentación de rebelarse contra el orden establecido para erigirse el ser humano mismo en la medida del bien y del mal, le adviene la pérdida del paraíso (de la felicidad en el orden) y el camino del dolor.

¿Cuál es la advertencia de la narración? El ser humano está constituido (creado) para el paraíso (para la felicidad). Pero cuando la felicidad se convierte en causa intencional primera de la acción (hago esto porque quiero ser feliz...), entonces esa intención termina siendo causa de infelicidad. La felicidad del primer hombre (ser varón o mujer no son sino dos formas de una sola realidad: la humana) es el efecto no buscado de su actuar ajustado al orden dado. En el momento en que, fascinado por el efecto, se olvida de la causa y quiere solamente el estado fruitivo, se le viene abajo todo el “invento”. Quizás el pecado original no sea sino la disociación del deseo de la felicidad de las causas naturales que lo producen. Si la felicidad –se dice- es la máxima aspiración de la naturaleza ¿por qué recorrer caminos complicados para ir a ella? ¿Por qué no ir, sin estorbos, directamente al árbol de la felicidad? Cada época ha llevado a cabo ese trayecto por atajos diferentes. La nuestra ha sido más atrevida y contundente:

“"Dios ha muerto"”, siguen diciendo los seguidores de Nietszche. Por eso no hay razón, sino “"voluntad de poder"”.

"“El hombre no tiene naturaleza, sencillamente porque no hay un Dios que la piense"”, siguen diciendo los discípulos fascinados de Sartre. Arrojado el ser humano por el azar a la existencia, su destino es solamente estar aquí. Por eso a lo único que ha de aspirar es al bien-estar.

“"Todo lo que se puede hacer, se debe hacer"”, dicen los cultivadores de la racionalidad instrumental contemporáneos. Y así, vivimos hoy la experiencia de la primacía de los medios sobre los fines. O mejor dicho: la experiencia de los medios convertidos en fines. La ausencia de fines. La pura inmanencia.

Convertir la felicidad en imperativo ético último es lo que está llevando a evaluar la calidad ética de una acción por los estados de satisfacción que nos proporciona (todavía con una imprecisa y vergonzante barrera discursiva: “sin hacer mal a los demás...”. Veremos por cuánto tiempo). “¿Por qué hace eso?” “Porque me gusta, porque me siento bien... ¿Acaso hago mal a alguien?”.

Resumo un trabajo que publicaba ya en 1982 J. L. Álvarez-Sala Moris (El misterioso porqué de la habituación a la droga. Medizinische Klinik, nº 246, mayo 1982, pág. 41) y citado por extenso por J. Cardona Pescador en su ensayo sobre La Depresión: el cerebro humano consta de dos partes muy distintas: el paleocórtex y el neocórtex. El paleocórtex es el centro de transformación de las sensaciones en emociones. En él está localizado el centro de placer. El neocórtex o cerebro nuevo es el de corticalidad distintiva por excelencia del homo sapiens y es el lugar de residencia del pensamiento racional, de todos los simbolismos mentales, de la elaboración del lenguaje, del sentido de la fantasía, de todas las facultades intelectivas, de los pensamientos trascendentes, de los ideales, de la conciencia, del yo. La conducta humana armónica deriva de la integración funcional correcta de los dos cerebros.

El centro de placer o paleocórtex puede ser estimulado de dos modos: estimulación externa inmediata e intensa por inducción química rápida actual –drogas-. La estimulación continuada por esta vía, sin pausa y sin mesura de ese centro lleva a su agotamiento y exige cantidades de euforizantes cada vez mayores o euforizantes más fuertes, hasta llegar a la saturación y la ruina de las estructuras nerviosas brutal y continuadamente estimuladas.

La otra vía de estimulación es más fisiológica y viene desde el cerebro superior a través de las conexiones que existen entre los dos cerebros. Por ellas son transmitidas al cerebro inferior y llegan a la estimulación del centro de recompensa cerebral todas las tensiones creadoras del esfuerzo noble de consecución de logros humanos legítimos, de la aptitud artística en función, del sacrificio religioso, del esfuerzo del trabajo o del deporte. Incluso los goces más ideales y más espiritualizados se logran, en su vertiente física, por la estimulación de esos centros nerviosos inferiores que, al vibrar con la formación de ondas expansivas a todo el cerebro, irradian con ellas la sensación del bienestar y de la alegría.

Destaca Álvarez-Sala el descubrimiento de sustancias en el tejido nervioso humano que remedan en todo a la morfina: las endorfinas y leucoencefalinas. Cuando el neocórtex tiene ese funcionamiento armónico al que hacemos referencia, libera hacia el paleocórtex dichas sustancias proporcionando la sensación de gozo y bienestar. Cuando esto no se produce, se buscan los sucedáneos externos.

Es evidente que la forma de estimulación externa es más inmediata y supone menos esfuerzo. Pero, habituado el paleocórtex a tal estimulación, terminará por ser incapaz ya de vibrar por la acción de las vías normales de inducción desde el cerebro superior por cualquiera de los grandes deberes o creaciones espirituales con que lo es la persona normal. Para quien hace depender sus estados de bienestar de esos mecanismos fisiopatológicos, el estudio, el trabajo, la lucha por la vida no le merecen la pena: eso ya se lo proporciona el euforizante. Pero, con el paso del tiempo, perderá incluso esa capacidad de placer y quedará sumido en un infierno de incapacidad de goce.

Hasta aquí los datos de la investigación sin adornos. Con otras galas literarias lo manifiesta Aldous Huxley en. En la narración, la presentación del mal consiste no tanto en una presentación de la crueldad repelente, sino precisamente en su mayor refinamiento: en que el mal se confunde con el bien porque todos obtienen lo que desean. Hay incluso un ministerio del gobierno dedicado a garantizar que el lapso de tiempo entre la aparición de un deseo y su satisfacción sea mínimo. Nadie se toma la religión en serio, nadie tiene vida interior, nadie alberga anhelos no correspondidos. La familia ha sido abolida; nadie lee a Shakespeare. Nadie, salvo John el Salvaje, echa de menos tales cosas, puesto que todos están sanos y satisfechos. En palabras del bioético Leon Kass, “a diferencia del hombre postrado por la enfermedad o la esclavitud, los individuos deshumanizados al estilo de “Un mundo feliz” no son desgraciados, no son conscientes de su deshumanización y, peor todavía, aunque lo fuesen no les importaría. Son, de hecho, esclavos satisfechos con una felicidad servil”.

Merece, pues, la pena que nos acerquemos con un miramiento (en el sentido de mirar y de cuidado) educativo a este núcleo de la educación de los hijos.


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