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La profundidad de los sexos

Fabrice Hadjadj

La profundidad de los sexos. Por una mística de la carne

El mito de Aristófanes, en el Banquete de Platón, no sólo otorga a la unión de los sexos es estatuto de drama fundamental, sino que también presenta ese drama con dos caras: la trágica y desgarradora, y la cómica y divertida. Algunos lo califican de “mito del andrógino”, y lo interpretan en términos de complementariedad. Se equivocan doblemente. Esa bola de dos caras, con sus cuatro brazos, sus cuatro piernas y sus andares saltarines, estaba a veces compuesta por un macho y una hembra, pero también podía ser ginógina o androándrica. ¿Inmoralidad? Quizás, pero no en el sentido que uno podría creer. Vista en su contexto, esta afirmación de las tres clases equivalentes es más bien una revalorización de la unión del hombre y de la mujer, ya que los discursos precedentes del diálogo, muy moralizadores, tendían a exaltar el amor del macho hacia otro macho. Por lo que respecta a la complementariedad, uno se imagina que, una vez cortada la bola en dos, cada uno buscaría a su otra mitad, con el fin de remediar su carencia. Aristófanes dice los contrario: en el origen, en la unidad inconsútil, la ausencia de carencia constituía la peor de las carencias. Las dos mitades estaban de tal forma unidas en un todo, que ese todo pensaba “escalar el cielo” (Platón, El Banquete, 190b-c) y prescindir de los dioses. El andrógino se confunde con la torre de Babel. Y allí donde el Altísimo responde con la división de las lenguas, Zeus, por mediación de Hefaistos, acomete la división de los cuerpos.

Cuando creían tener bastante con su pareja, los hombres no echaban nada en falta porque carecían de lo esencial, es decir, de una trascendencia. Ahora que se echan en falta uno al otro, su ampulosidad se desinfla, ganan en apertura. El deseo de la otra mitad les enseña su dependencia radical: “Nuestra unidad ha sido disuelta por el dios” (Ibidem, 193a). A partir de ahora sólo el dios puede remediarla. La mitad es menos un complemento que un recuerdo del desgarro. No tiene como finalidad la recomposición de un todo autárquico. Si tuvieran la insolencia de intentarlo, “es de temer”, dice Aristófanes, “que seamos de nuevo partidos en dos, como perfiles de un bajorrelieve”. Hacer un absoluto de la unidad de la pareja sólo desemboca en una mayor división interior. Así no se comete adulterio, sino que se adultera la fidelidad misma. Cada uno se cree lo bastante grande para hacer feliz al otro, o lo bastante pequeño para encontrar en él su felicidad. Se jactan así mutuamente de su arrogancia y de su mediocridad. Es un adulterio vertical, el peor de todos. Ningún perdón es posible, pues en su idilio ignoran su culpa. Los cuernos en este caso son los del diablo.


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