Abilio de Gregorio
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La familia, espacio sagrado de personalización

Móstoles (Madrid), 08-05-2010

La identidad personal

A).- En efecto: Reiteramos: ser persona es, en primer lugar, ser un yo, contar con una identidad, poder llegar a percibirse desde lo más interior como un ser sustantivo con propiedad sobre sí mismo. Pero, al mismo tiempo, ser persona incluye también la alteridad, es decir, la percepción del yo con, hacia, para, en, desde los demás. Lo es en la medida en que es un yo con apertura creativa a los demás.

Todo lo dicho supone la necesidad en el sujeto de la afirmación del propio yo. La tendencia o necesidad básica de toda persona es la de percibirse a sí misma como alguien digno de valor. Quizás sea esta una manifestación más del instinto de conservación individual, tal como afirma Lersch. La satisfacción de esa necesidad hará aparecer en el sujeto el sentimiento de confianza básica, imprescindible para poder asegurar la autoestima suficiente en orden a la percepción de una identidad clara. El sentimiento de confianza básica, a su vez, irá asociado a la satisfacción de las necesidades de relación, de arrimo, de vinculación: en último término, a las necesidades de diálogo desde los fondos más profundos de la afectividad. Es ya un lugar común la afirmación de que una buena parte de las patologías de despersonalización, o lo que es lo mismo, de falta de autonomía personal, proceden del “descarrilamiento del diálogo” afectivo en los momentos claves de la infancia, tal como señala Rof Carballo.

Más tarde, la conciencia de autoestima va a depender de la respuesta de estima que le den las demás personas respecto a los actos realizados. Los demás se convierten en espejo donde se refleja la propia imagen. Si el espejo no admite como buenas más que las imágenes de utilidad, de adaptación al sistema, de poder, etc., surgirá en el sujeto un frustrante sentimiento de cosificación, de despersonalización. “Un ser para la pura miseria”, como diría Leonardo Polo.

Son los años en los que se va a constituir la urdimbre de la personalidad tal como ha descrito magistralmente Rof Carballo: “Se llama urdimbre a esa textura primera que se estable entre el niño que acaba de nacer y las personas tutelares y, en general, el mundo y la sociedad. Con este término, que significa textura o trama fundamental, he querido dar a entender (…) que se trata de una textura básica del hombre sobre la que luego van a tejerse las demás estructuras psíquicas que determinan para siempre e inexorablemente todo lo ulterior, sin dibujos (…) La urdimbre primera seleccionará del mundo de lo real un conjunto de informaciones y eliminará otras. Hacen que el individuo responda a la realidad con unas pautas y no con otras. Esta información “selectiva” y estas pautas de respuesta son transmitidas o transferidas por la sociedad que acoge al recién nacido”.

Así, pues, conviene interrogarse acerca de cuál es el ámbito natural donde el hombre puede encontrar con más garantías la satisfacción de las necesidades descritas, con el fin de elaborar una urdimbre firme, de autoafirmación, en la que crece la imagen de una identidad gratificante. Y ahí nos encontraremos siempre con esa específica comunidad humana, fundada no sobre simples acuerdos contractuales, sino sobre el amor, donde al otro se le acepta solamente porque es. Cuando se pasa esa frontera, cuando se altera ese clima, se está profanando –sacando de fuera de lo sagrado- no ya a la familia solamente, sino a la persona que, por su específica naturaleza, la necesita y la exige.

Nadie tiene derecho a contaminar ese medio insustituible de personalización, ni desde dentro ni desde fuera: Los padres tienen derecho a tener hijos, a decidir el número y el momento de tenerlos. Pero una vez tenidos, son los hijos los que tienen derecho a tener padres en un clima afectivo que garantice su pleno desarrollo personal. No sería legítimo, pues, llamar familia a cualquier asociación si ésta no favoreciera el verdadero proceso de personalización. Ni tendría derecho moral a denominarse familia aquélla que, aun reuniendo los caracteres formales, no reúne condiciones para cumplir su funciónprimordial. Quizás sea oportuna reproducir aquí una reflexión de Francisco Secadas: “Sabido es que el equipo genético del hijo procede al cincuenta por ciento de los cromosomas maternos y paternos. El recién nacido entra en el mundo en un medio dispuesto genéticamente a comprenderlo y a ampararlo como parte entrañable. El resto del mundo le es extraño. En ningún otro ambiente hallará la exigida atmósfera de felicidad, amor y entendimiento que encuentra en la familia y, por ello, nace con derecho de pertenecer a una”.

Pero al mismo tiempo, es preciso decir que, toda intromisión desde fuera para sustituir los específicos roles de los miembros de la familia, bien sea con el señuelo de la profesionalidad técnica, con la celada de la socialización y democratización o con cualquier otra, es una profanación más que va a dificultar el crecimiento personal del sujeto. Pretender privar al niño de ese primer espacio reducido del calor humano que necesita para que eche raíces su yo en nombre de cualquier causa sedicente ética o social superior, sería condenarlo a una personalidad débil e insegura. Una tal personalidad mendigará permanentemente la aceptación de los demás y buscará la dependencia sin poder llegar a ser nunca él mismo. Entonces será masa moldeable y manipulable. Quizás desde esta perspectiva pueda entenderse el afán de ‘desintimizar’, de frivolizar y de intervenir la interioridad de la familia por parte de unas u otras ideologías: si lo que interesa es poder disponer del individuo, saquémoslo del lugar sagrado; convirtamos lo privado en público. El hombre entonces, sin tierra donde enraizar, se sentirá desenraizado y desterrado a merced de los vientos de mercaderes e iluminados. A todo manipulador le estorba la familia.


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