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La configuración de la identidad personal en la familia

Aquilino Polaino Lorente
Catedrático de Psicopatología. Director del Departamento de Psicología.
Facultad de Medicina. Universidad CEU-San Pablo.

La familia y la identidad afectiva y sexual

En realidad, la educación sentimental que hoy se imparte por los padres es más bien escasa. Y, sin embargo, los primeros educadores sentimentales son siempre los padres. Es abundante la literatura científica disponible sobre este particular, especialmente en lo que atañe a las primeras experiencias afectivas de los hijos en relación con sus padres. Esta relación es la que se conoce con el término de apego (attachement; cfr., Vargas y Polaino-Lorente, 1996).

El vínculo afectivo singular que se establece entre los padres y cada uno de sus hijos es el lugar donde se acunan los primeros sentimientos del niño, de los que tanto dependerá en el futuro su personal estilo afectivo. Ese vinculo es natural, espontáneo e innato en el niño y, además, necesario, no renunciable, y algo conforme a la naturaleza de su condición, sin cuya presencia el niño no puede crecer.

Es cierto que los padres educan a sus hijos en la afectividad -de forma natural y espontánea-, cuando los consuelan, los corrigen, les riñen, les animan, les sonríen, les acarician, etc. Pero es harto probable que incluso en esas mismas circunstancias tampoco sean muy conscientes de lo que están haciendo y de que a través de ello están educando a sus hijos en la afectividad.

En ese caso, es más probable que la propia afectividad de los padres sea la que dirija su comportamiento y hasta embote su inteligencia, tomando decisiones, de una forma más impulsiva que reflexiva, sin hacerse cargo de cuáles son los sentimientos o los cambios que en sus hijos se suscitan, con ocasión o como consecuencia de esas manifestaciones paternas.

De otra parte, los padres educan en la afectividad a sus hijos –especialmente en la afectividad relativa a las personas de distinto sexo-, a través del modo en que se comportan entre ellos. Esta vía indirecta, y como in obliquo, es de vital importancia para los hijos. Es posible que algunas actitudes machistas o feministas, de respeto o de su ausencia en lo relativo al trato con el otro cónyuge, de ternura o violencia, etc., tengan sus raíces en el aprendizaje temprano de los hijos, los cuales observan el modo en que se relacionan sus padres (Polaino-Lorente, 2006).

La paradoja surge cuando los hijos llegan a la adolescencia y comienzan a enamorarse (Polaino-Lorente, 1997). En ese momento los padres experimentan una gran ignorancia y no saben cómo comportarse con ellos. Se han olvidado de que en la educación amorosa o para el amor comenzaron ya a educar a sus hijos a lo largo de sus vidas, precisamente a través de cómo hayan sido las relaciones entre marido y mujer. Por eso habría que incorporar a los derechos del niño no sólo el afecto –a él manifestado, se entiende- de su padre y de su madre, sino también el afecto y las buenas relaciones que debieran haber entre el padre y la madre.

Al parecer, las actitudes de los padres más convenientes para el desarrollo de la autoestima en los hijos pueden sintetizarse en las siguientes: aceptación incondicional de los hijos; implicación de los padres respeto a la persona del hijo; coherencia personal y disponer de un estilo educativo que esté presidido por unas expectativas muy precisas, de modo que establezcan unos límites muy claros (Polaino-Lorente, 2004).

En este punto, considero que hay dos opciones fundamentales, aunque relativamente contrapuestas. La primera y más tradicional es la que opta por imprimir en el niño los criterios, más o menos acertados, acerca de lo que se le debería permitir o no en la expresión de sus manifestaciones afectivas. La segunda -mucho más difícil y compleja, pero también más eficaz- es la que se atiene a enseñar al niño a identificar, apresar y desvelar los sentimientos y emociones que barbotan en su intimidad, de manera que conociéndolos pueda dirigirlos a donde desea. En la primera los padres optan por los límites; en la segunda, por el conocimiento personal del hijo y la capacidad que tiene de autocontrolar sus sentimientos.

Con frecuencia se apela al “etiquetado” de las personas y de sí mismo en el ámbito de la afectividad. Pero afirmar que una persona es introvertida o extrovertida, colérica o flemática, reflexiva o impulsiva, optimista o pesimista, cariñosa o seca, es decir bien poco. Pues aunque eso fuese cierto, tal etiquetado sólo está fundamentado en el temperamento. Pero, afortunadamente, la afectividad humana no sólo depende del temperamento, sino también de la educación familiar y escolar, del grupo de amigos y de las relaciones interpersonales que se establezcan, así como de otras muchas variables socioculturales.

La educación de los hijos en los sentimientos, por parte de los padres, es esencial, puesto que constituye el primer núcleo configurador –no sólo teórico o normativo, sino práctico, vivencial y experiencial- a cuyo través se modelará y moldeará el estilo emocional de cada hijo (Polaino-Lorente, 2004).

Nada de particular tiene que la educación sentimental vaya unida a la educación en valores. Un estilo emocional no es un vulgar modo de expresar las emociones y/o de reaccionar así al medio. Es desde luego eso, pero también mucho más que eso. Cada estilo emocional constituye un modo particular de situarse la persona en el mundo, lo que favorece o dificulta unos y otros comportamientos. Y esos comportamientos afirman o niegan, realizan o frustran la adquisición de ciertos valores. De aquí que el estilo emocional tenga mucho que ver con la educación en los valores y virtudes.

Desde la perspectiva de la educación moral, cada uno de ellos tiene sus ventajas e inconvenientes. La persona flemática, por ejemplo, tendrá una mayor dificultad para vencer la pereza, al mismo tiempo que suele ser más reflexiva que impulsiva. Por el contrario, la persona impulsiva se implicará emotivamente más en cuanto hace, dice, piensa y siente, pero la rapidez con que actúa puede estar falta de la necesaria reflexión.

En cualquier caso, una y otra personas, si se conocen en modo suficiente, pueden crecer, bien luchando contra sus “puntos débiles” o bien desarrollando con muy poco esfuerzo sus “puntos fuertes”. Esta sí que es materia que los padres debieran conocer para, sirviéndose de ella, educar en la afectividad y en las virtudes a sus propios hijos.

La educación en los sentimientos es inseparable de la educación en las virtudes. Por eso, los padres no debieran descuidar esta importante cuestión, dejándola al albur del determinismo temperamental de cada hijo o, lo que sería peor, dejándose sustituir por el azar, las costumbres y las modas que caracterizan el emotivismo cultural contemporáneo.

A los padres compete además la observancia de uno de los mejores procedimientos para la educación de los sentimientos: la del ejemplo personal –el mejor educador-, puesto que es el más natural y el que mejor se adecua a las interacciones con sus hijos en el contexto familiar.

No se olvide que una buena porción de los sentimientos experimentados por los hijos -modos en que responden a determinados eventos familiares- son casi siempre reactivos al comportamiento que observaron en sus respectivos padres.

La educación en la afectividad resultaría incompleta si, al mismo tiempo, no se abordase la educación en la sexualidad. Sexualidad y afectividad están entre sí muy unidas, constituyendo como el haz y el envés de una misma realidad. En opinión de quien esto escribe, los dos errores más frecuentes en la actual cultura, en lo que se refiere al modo en que se han relacionado afectividad y sexualidad, son los siguientes: la ruptura y completa independencia entre sexualidad y afectividad en algunas personas; y la supuesta legitimación de la sexualidad a partir de la afectividad. De ellos debiera ocuparse la educación sexual, además de otros muchos y variados aspectos.

Estudiemos el primero de esos errores: la artificial separación entre sexualidad y afectividad. Esta disociación o divorcio desnaturaliza la misma relación humana en que se funda el comportamiento sexual. Un encuentro como éste, diseñado sólo respecto de la satisfacción placentera corporal y fugitiva, sería un encuentro con un fantasma impersonal, que vacía de significado el acto unitivo de las personas. Pues, entre ‘fantasmas’ sólo cabe la unión fantasmagórica, la unión ficticia.

¿De qué le sirve al hombre o a la mujer compartir el cuerpo del otro, si el otro le es completamente ajeno, por no comprometerse, dado que sus más íntimos pensamientos, deseos, sentimientos e ilusiones son silenciados e ignorados? ¿Por qué conformarse con sólo la satisfacción del cuerpo, durante apenas unos instantes, renunciando a que el otro, libremente, se le dé del todo y le haga señor de su voluntad y rey de su corazón? ¿Cómo y por qué tratar de satisfacerse con tan poco? (Polaino-Lorente, 1992).

Se vacía de sentido la sexualidad humana cuando se la despoja de la fecundidad (sexualidad sin procreación) y/o se la disocia de la afectividad (sexualidad sin compromiso personal, sexualidad despersonalizada y sin entrega).

De acuerdo con Ruiz Retegui (1987), “una entrega corporal que no fuera a la vez entrega personal sería en sí misma una mentira, porque consideraría el cuerpo como algo simplemente externo, como una cosa disponible y no como la propia realidad personal”.

En ese caso, la entrega no sería tal, porque ninguno se daría al otro, porque ambos se utilizarían parcial y recíprocamente (sólo en lo que se refiere al placer que les otorga sus cuerpos), mientras se esfuman y huyen las subjetividades que no comparecen en el encuentro en ese acto, de suyo generador y trascendente.

Conviene recordar aquí que para la educación de la conducta sexual de la persona pueden distinguirse los cuatro puntos cardinales o dimensiones siguientes: generativa, afectiva, cognitiva y religiosa.

En la dimensión generativa se pone de manifiesto el modo en que la sexualidad está comprometida en la reproducción y generación de nuevos seres humanos. En esta dimensión se atiende a la procreación y a la genitalidad. En la actualidad es muy frecuente que se reprima y frustre la dimensión procreadora del comportamiento sexual.

En la dimensión afectiva se pone de manifiesto que el hombre y la mujer son ante todo personas y por eso no debiera utilizarse el comportamiento sexual sólo para la obtención del placer. Sexualidad y afectividad se exigen mutuamente.

En la dimensión cognitiva se pone de manifiesto que el ayuntamiento carnal entre el hombre y la mujer exige la luminosidad del mutuo conocimiento, el compromiso de la entrega, el vínculo de la donación, la ilusión de un idéntico proyecto. Cuanto más se ama a una persona, tanto más se desea conocerla.

En la dimensión religiosa, por último, se pone de manifiesto que la conducta sexual humana abre a las personas a la trascendencia, al posible origen de un ‘otro’ distinto a quienes lo han generado, lo que comporta una participación en la creación de un ser ex novo, que no puede acontecer sin la intervención del Ser que la hace posible, y al que ésta debe ordenarse.

La capacidad psicobiológica, que se manifiesta mediante la conducta sexual, significa que dos personas, hombre y mujer, se dan la una a la otra, se aceptan y se destinan recíprocamente. La conducta sexual, por su plasticidad -así como por la posibilidad de derivar hacia comportamientos extraños, conflictivos o nocivos- pone de manifiesto que la persona dispone de suficiente libertad para conducir, en este punto, su personal comportamiento.

No cabe, pues, encerrar a la persona en ningún determinismo: ni en el biológico (que reduce el comportamiento del ser humano a pura biología -al instinto, en lo que a la sexualidad se refiere), ni en el historicista (que desatiende los aspectos biológicos y considera que el comportamiento sexual humano sólo está a merced de la libertad de lo que cada persona quiera elegir.

Como escribe Ruiz Retegui (1987), "la sexualidad afecta a toda la amplia variedad de estratos o dimensiones que constituye la persona humana. La persona humana es hombre o mujer, y lleva inscrita esta condición en todo su ser". Además de una forma de ser, la sexualidad es aquella dimensión humana "en virtud de la cual la persona es capaz de una donación interpersonal específica".

Esa donación es la que no acontece cuando de la sexualidad se hace un mero contexto en el que tomar del otro lo necesario para lucrar un placer menesteroso e insuficiente, además de deshumanizado.

Estudiemos ahora el segundo error: la supuesta legitimación de las relaciones sexuales a partir del emotivismo. Algunos adolescentes entienden el amor como emotivismo y la sexualidad como mera consecuencia de éste. El amor es sustituido por demostraciones de cariño y manifestaciones de ternura tan ostentosas como epidérmicas -poco importa cuál sea la edad o las circunstancias-, que no hincan sus raíces en el corazón de las personas. Estas inundaciones afectivas no son efectivas aunque sí efectistas, porque carecen del necesario fundamento y, en consecuencia, pasan por las vidas de las personas de forma fugaz, instantánea y trivial.

Ese exceso -no de afecto sino de afección superficial- bloquea y asfixia la capacidad de autocontrol hasta desvitalizarla. Acaso por ello, quien así se comporta pierde la prontitud y agudeza necesarias para dejarse sorprender. La vida deja de ser sorpresa y la persona deja de sorprenderse como consecuencia de la hartura que produce el embotamiento de la afectividad. Surge así la apatía (apatheia), el pasotismo, la ausencia de vibración, la pérdida del espíritu de aventura, mientras se desvanecen y extinguen los nobles ideales concebidos durante la etapa adolescente (Llano, 2001).

El emotivismo es la actitud contraria a la apertura de la afectividad. El emotivismo es sólo un modo aparente de sentir, pero en realidad no satisface ni sacia por la misma trivialización en que consiste. El compromiso de la relación sexual no queda fundamentado ni justificado, en modo suficiente, por el emotivismo. Aunque sea cierto que la afectividad entre hombre y mujer tienda a transformarse –y aún a demandar- la relación sexual. Pero la relación sexual está también penetrada por la racionalidad, que aquí no comparece porque no se dan las condiciones que son necesarias para el compromiso interpersonal.

Además, el emotivismo ofusca y sofoca a la misma racionalidad, hasta el punto de no acertar a saber si es el placer o la tendencia unitiva de la afectividad lo que está en el mismo fundamento de esa relación. La defensa de la afectividad hay que hacerla hoy desde otro lugar: desde la mar adentro, donde la aventura, la soledad, la alegría y el sufrimiento, la sorpresa y el desvalimiento son mucho más auténticos.

Es mejor -y sobre todo más humano- sufrir que estar impasible como consecuencia de haber asentado el corazón, voluntariamente, en la mera atracción afectiva. Es necesario explicar hoy que es mejor querer que sentir, que es mejor amar -aunque comporte ciertos desgarros y sufrimientos- que optar por alimentarse solo de las emociones o procurarse ciertas satisfacciones placenteras.

El emotivismo es la negación de la afectividad. El emotivismo se repliega en laafectividad de sí para sí, sin compartirla con el otro. El otro deviene en el medio a cuyo través la afectividad es momentáneamente satisfecha en su superficialidad, pero sin que el otro ocupe el lugar que le corresponde en el corazón de la persona emotivista.

Quien busca el emotivismo se busca a sí mismo, pero a costa de utilizar al otro, al que con anterioridad se asegura de hacerle desaparecer luego de su vida.El emotivista es un ser "tomante" que nada da de sí, que no comparte nada, que se aísla en su menesteroso corazón necesitado, que no se abre a la relación, al compromiso y al encuentro con el otro porque, sencillamente, lo margina, lo excluye y lo destierra de su vida.

Pero la afectividad humana es sobre todo relación, presencia del otro, apertura, encuentro, diálogo, compromiso, es decir, salida arriesgada de sí para regalarse y perderse en el otro.

El emotivismo es probablemente una de las peores formas de dependencia afectiva. La persona ha de reconocer que depende de otros en muchas cosas, que su libertad es sobre todo inter-dependencia, que nadie es una isla que pueda por sí solo satisfacerse y ser quien es. Entre esas interdependencias naturales las hay de muchas clases (ontológica, familiar, funcional, sexual, autoconstitutiva, estructural, existencial, social, religiosa, etc.), de las que ahora no puedo ocuparme, todas ellas legítimas y convenientes siempre que no se sobrepase ese punto medio, de difícil equilibrio, en que consiste la virtud.

Pero la dependencia generada en el caso del emotivismo es sólo sentimental, en la que la afectividad propia campea sobre todo lo demás y se erige en el único fundamento de la toma de decisiones respecto de la relación sexual con la otra persona. Esto supone exponerse a un grave riesgo: el de la dependencia neurótica y las crisis de identidad.

Genera dependencia, porque la afectividad y las relaciones sexuales crean una sutil adicción un tanto compleja y de no fácil solución –con su correspondiente “síndrome de abstinencia”: la resaca que dejan tras de sí la afectividad y la sexualidad cuando la relación se rompe-. Y esadependencia es neurótica, porque en realidad la persona no se ha encontrado con la otra ni la ha tratado como se merece –a pesar de la aparente hartura de su sensibilidad embotada-, sino que se ha servido de ella para alimentar, simplemente, su inmadura sexualidad o tal vez su enfermiza afectividad.

En el mejor de los casos, con la supuesta justificación emotiva de las relaciones sexuales, estaríamos ante el egoísmo sentimental, perseguidor de la satisfacción psíquica del propio yo, por lo que la persona busca a la vez que el placer sexual la satisfacción afectiva, radicada en el propio yo –pero eso sí, sin entregarse al otro.

En ninguna de las dos anteriores circunstancias se satisface la condición de la entrega amorosa, que tiene como presupuesto una identidad madura. En el primero, porque la persona se instala en el mero instintivismo animal de la satisfacción placentera; en el segundo, porque la persona se acuna en el subjetivismo emotivista del propio yo, de un yo inmaduro y neurotizado.

La conducta sexual encuentra su fin en la donación amorosa cuando, orientada por la racionalidad, el querer de la voluntad se dirige a la otra persona, tratando de buscar su bien integral. Lo que alcanza el fin del comportamiento sexual humano es sobre todo la búsqueda de la felicidad del otro –donde radica también la de uno mismo-, cosa que acontece en el encuentro y la donación/aceptación del otro en su totalidad.

Es decir, en una relación que funda un compromiso que por su propia índole exige el “para siempre”, sin tomar del otro sólo una de sus partes –como, por ejemplo, su cuerpo, su afectividad, su posición social, etc.-, sino que busca comprometerse con su entera persona, tomar sobre sí la responsabilidad de su vida, en definitiva, sentirse ambos como co-responsables de sus respectivas biografías y personas.


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Por eso habría que incorporar a los derechos del niño no sólo el afecto –a él manifestado, se entiende- de su padre y de su madre, sino también el afecto y las buenas relaciones que debieran haber entre el padre y la madre.

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