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Inteligencia y afecto

Notas para una paideia

Cardenal Paul Poupard,
Presidente del Consejo Pontificio de la Cultura,
Murcia, 22 Noviembre 2001.

III. LA EDUCACIÓN DEL CORAZÓN

La verdad sin el amor, se convierte en una dictadura insoportable. El amor sin la verdad, se convierte en una engañosa tiranía.

La razón, no es el único componente de la paideia cristiana en torno a la cual debe articularse la universidad. El hombre no es sólo razón, sino también corazón, afectividad, sentimiento. La crisis de la razón de la que hemos hablado, viene de la mano de una crisis no menor del sentimiento. Al escindirse de la razón, el sentimiento queda abandonado a la fuerza arrolladora de la pasión, al exceso del sentimentalismo inútil, al vagabundeo afectivo permanentemente en busca de relaciones que den sentido a la existencia.Por ello, si es preciso sanar las mentes, no es menos urgente sanar los corazones.

Enseñar a amar

La educación tiene que enseñar a amar. Lo que hay de eterno en el ser humano es precisamente la vocación al amor. El hombre vive de amor, necesita sentirse amado, saber que su vida tiene importancia a los ojos de alguien. Y necesita, por lo mismo, aprender a amar, a entregar su vida, pues el hombre sólo se realiza en la libre donación de su vida.

Los lugares de la pedagogía del amor

Esta pedagogía del amor tiene lugar de muchos modos. El lugar primero y natural donde se aprende a amar es, por vocación, la familia misma. Allí es donde se aprenden las primeras lecciones de generosidad, de escucha, de paciencia, de sufrimiento, de atención premurosa por el otro. No es casualidad que la crisis de la afectividad esté estrechamente vinculada a la crisis de la institución familiar. Después, el círculo de amistades, los diversos elementos del tejido social, deberían contribuir a este proceso. También, de modo singular, los ámbitos educativos.

Entiendo por educación al amor una dimensión mucho más profunda de la persona. El amor viene antes de las obras de caridad, aunque si no halla una traducción en éstas, queda en meras palabras. La educación al amor no puede quedar relegada a un aspecto marginal de la formación, a las actividades extraescolares, o al tiempo libre. No puede ser algo añadido, sino el aspecto central de la educación.

Educar para el amor significa, ante todo, hacer una opción radical por el otro, especialmente por el más débil, el más necesitado de atención. Significa subvertir el orden de valores vigente, que privilegia al fuerte, al sano, al bello, en una palabra, a quien tiene, y margina sin piedad a quien no se ajusta al canon estético de nuestro tiempo.

Enseñar a amar significa aprender a liberarse de los obstáculos interiores que impiden la escucha y la atención al otro. Antes de hacer, hay que escuchar, antes de amar, es preciso primero volver la mirada del corazón al otro y dejarse interpelar por ella. Si no, la práctica del amor se convierte en mera expresión del activismo y el deseo de protagonismo que coloca al propio yo al frente de todo.

Alguien ha observado que el fabuloso progreso de los medios de comunicación social está sustituyendo paulatinamente la figura del maestro y del educador, con las consecuencias que vemos a diario. En el proceso de maduración de la persona humana no puede faltar la figura del maestro. La relación que se establece entre maestro y alumno no puede desaparecer, so pena de convertir la educación en un mero proceso mecánico, sin relación con la vida, que acaso un día pueda ser sustituido por la simple implantación de un chip de memoria, como algunos escenarios futuristas nos muestran. La auténtica educación, si quiere sobrevivir en medio de la despiadada competencia de nuestro tiempo, no necesita sólo de expertos, sino sobre todo de maestros.

Queridos profesores: sed maestros de vuestros alumnos, y no sólo docentes. Dedicadles todo el tiempo que sea necesario, sin tasarlo mezquinamente. Prolongad la lección en el trato personal con vuestros alumnos, haciendo de vuestro despacho una especie de «confesionario laico», como se decía del de Giner de los Ríos. Estimulad, en el trato personal con ellos, la pasión por el saber, el deseo de aspirar a metas más altas, de no conformarse con los logros adquiridos. Demostradles con vuestra vida que es posible realizar la síntesis entre el conocimiento y el amor: que a un mayor conocimiento del mundo y de la realidad, corresponde una vida moral más íntegra, que saber más significa también ser más sabio y, por tanto, mejor.

La educación al amor no tiene lugar sólo en la relación de tipo vertical que se establece entre profesor y alumno, sino también, por decirlo así, en sentido horizontal, entre iguales, en el grupo de amigos. Pero para que ayuden a crecer, los vínculos de la amistad deben estar basados en algo más profundo que la simple camaradería. Las grandes amistades son aquellas que se fundan en la pasión común por la verdad, por el saber, en el gusto compartido por el arte y por las cosas bellas, en el afán de justicia y la lucha por un mundo mejor, y también en un buen vaso de vino compartido al calor de la amistad.

La historia de la humanidad nos muestra algunos ejemplos de amistades nacidas durante los años de estudio. Basilio y Gregorio se conocieron en Atenas mientras estudiaban filosofía. Recordando la amistad en el ocaso de su vida, Gregorio dirá que eran «un alma sola en dos cuerpos». Siendo estudiante universitario en la Sorbona, un maduro estudiante español trabó amistad con el joven retoño de una noble familia navarra. Ignacio de Loyola ganó para Cristo a Francisco Javier. Javier, misionero en la India, leía de rodillas las cartas de Ignacio y sus compañeros, y recortando sus firmas, las llevaba consigo custodiadas junto a su corazón. Sí, la Universidad es tiempo de amistades fuertes, entre estudiantes y profesores, las amistades que llenan de sentido la vida en los momentos difíciles y que animan en la búsqueda de los grandes ideales.

La verdad y el amor

Para hacer de la educación al amor un principio educativo, es necesario superar la escisión, más aún, la contraposición que la cultura de nuestro tiempo ha operado entre la verdad y el amor, que no es sino una más de las contraposiciones de nuestro tiempo: entre libertad y obediencia a la verdad, sentimiento y razón. A causa del reduccionismo del que antes hablamos, con frecuencia se presenta el amor como incompatible con la verdad. Ambas, sin embargo, se exigen mutuamente. Así lo recordó el papa Juan Pablo II en la homilía de canonización de santa Teresa Benedicta de la Cruz, más conocida como Edith Stein. Filosofa judía, convertida, muerta en el campo de concentración de Auschwitz por odio a la fe, fue toda su vida una apasionada buscadora de la verdad. Ella, decía el Papa, nos enseña la íntima conexión entre la verdad y el amor.

«En nuestro tiempo... está muy difundida la convicción de que se debe servir a la verdad en contra del amor, o viceversa. Pero la verdad y el amor se necesitan mutuamente. Sor Teresa Benedicta así lo atestigua. La "mártir por amor", que dio su vida por los amigos, no se dejó superar por nadie en el amor. Al mismo tiempo, buscó con toda su alma la verdad... Sor Teresa Benedicta de la Cruz nos dice: no aceptéis nada como verdad que esté privado de amor. Y no aceptéis nada como amor que esté privado de verdad. La una sin el otro se convierten en una mentira destructora».

La verdad sin el amor, se convierte en una dictadura insoportable. El amor sin la verdad, se convierte en una engañosa tiranía. No se puede optar por el amor en contra de la verdad. Ni tampoco usar la verdad ignorando el amor. Aisladas la una de la otra, emprenden un rumbo enloquecido y destructor. Así, observaba Chesterton, algunos científicos se ocupan de la verdad, pero su verdad es inmisericorde; y algunos humanitaristas se ocupan sólo de compasión, pero ésta es falsa. Ambas realidades exigen una respuesta armónica por parte del hombre. La Universidad ha de convertirse en el lugar privilegiado de elaboración de esta síntesis, el taller donde se forja, en el interior de la persona, la pasión por la verdad y el amor sin fronteras.


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