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Hannah Arendt (2013)

Hannah Arendt

Ficha técnica

Hannah Arendt (2013). Duración 113 minutos.
Dirección: Margarethe Von Trotta
Guión: Pam Katz, Margarethe von Trotta
Producción: Bettina Brokemper, Johannes Rexin
Música: André Mergenthaler
Fotografía: Caroline Champetier
Montaje: Bettina Böhler
Diseño de producción: Volker Schäfer
Vestuario: Frauke Firl

Reparto

Barbara Sukowa: Hannah Arendt
Axel Milberg: Heinrich Blücher
Janet McTeer: Mary McCarthy
Julia Jentsch: Lotte KöhlerUlrich Noethen: Hans Jonas

Cuando en 1961 se celebró en Jerusalén el juicio del líder nazi Adolf Eichmann, la revista The New Yorker escogió como enviada especial a Hannah Arendt, una filósofa judía de origen alemán exiliada en Estados Unidos. Arendt, que se había dado a conocer con su libro Los orígenes del totalitarismo, era una de las personas más adecuadas para escribir un reportaje sobre el juicio al miembro de las SS responsable de la solución final. Los artículos que la filósofa redactó acerca del juicio despertaron admiración en algunos (tanto el poeta estadounidense Robert Lowell como el filósofo alemán Karl Jaspers afirmaron que eran una obra maestra), mientras que en muchos más provocaron animadversión e ira. Cuando Arendt publicó esos reportajes en forma de libro con el título Eichmann en Jerusalén y lo subtituló Sobre la banalidad del mal, el resentimiento no tardó en desatar una caza de brujas, organizada por varias asociaciones judías estadounidenses e israelíes.

Tres fueron los temas de su ensayo que indignaron a los lectores. El primero, el concepto de la “banalidad del mal”. Mientras que el fiscal en Jerusalén, de acuerdo con la opinión pública, retrató a Eichmann como a un monstruo al servicio de un régimen criminal, como a un hombre que odiaba a los judíos de forma patológica y que fríamente organizó su aniquilación, para Arendt Eichmann no era un demonio, sino un hombre normal con un desarrollado sentido del orden que había hecho suya la ideología nazi, que no se entendía sin el antisemitismo, y, orgulloso, la puso en práctica. Arendt insinuó que Eichmann era un hombre como tantos, un disciplinado, aplicado y ambicioso burócrata: no un Satanás, sino una persona “terriblemente y temiblemente normal”; un producto de su tiempo y del régimen que le tocó vivir.

Lo que dio aun más motivos de indignación fue la crítica que Arendt dispensó a los líderes de algunas asociaciones judías. Según las investigaciones de la filósofa, habrían muerto considerablemente menos judíos en la guerra si no fuera por la pusilanimidad de los encargados de dichas asociaciones que, para salvar su propia piel, entregaron a los nazis inventarios de sus congregaciones y colaboraron de esta forma en la deportación masiva. El tercer motivo de reproches fueron las dudas que la filósofa planteó acerca de la legalidad jurídica de Israel a la hora de juzgar a Eichmann.

Hannah Arendt
La película profundiza en esa gran controversia que despiertan los escritos de Arendt, sobre todo en la comunidad judía, que la acusa de justificar al criminal nazi con su concepto sobre “la banalidad del mal”

De modo que lo que esencialmente provocó las críticas fue la insumisión: en vez de defender como buena judía la causa de su pueblo de manera incondicional, Arendt se puso a reflexionar, investigar y debatir. Sus lectores habían esperado de ella un apoyo surgido del sentimiento de la identidad nacional judía y de la adhesión a una causa común, y lo que recibieron fue una respuesta racional de alguien que no da nada por sentado. En palabras de Aristóteles, en vez de limitarse a ser una “historiadora”, Arendt se convirtió en “poeta”.

Sus adversarios llegaron a ser muchos; el filósofo Isaiah Berlin no quería ni oír hablar de ella, y el novelista judío Saul Bellow afirmó que Arendt era “una mujer vanidosa, rígida y dura, cuya comprensión de lo humano resulta limitadísima”, aunque otra conocida escritora, Mary McCarthy, publicó en Partisan Review un largo ensayo en apoyo de Eichmann en Jerusalén. Así, el libro de Arendt generó en los sesenta toda una guerra civil entre la intelectualidad neoyorkina y europea.

Ahora, medio siglo después de la primera polémica, la realizadora alemana Margarethe von Trotta ha ofrecido al público su película Hannah Arendt, que ha despertado una nueva ola de reacciones contra el tratado de la filósofa. Lejos de ser un documental sobre Arendt, esta “película de ideas”, que se estrenó en mayo en Estados Unidos y en junio en España, enfoca el caso Eichmann sirviéndose de escenas de su juicio en Jerusalén, extraídas de los archivos. Otra vez en Estados Unidos y en Europa se ha despertado una polémica, aunque más respetuosa con la filósofa, la cual, a lo largo de las décadas, ha ido cobrando peso.

La mayoría de los participantes en el debate actual sostienen que, en la “banalidad del mal”, Arendt descubrió un concepto importante: muchos malhechores son personas normales. En cambio, según ellos, Arendt no supo aplicar adecuadamente ese concepto. Según lo expresó Christopher Browning en New York Review of Books: “Arendt encontró un concepto importante pero no un ejemplo válido”. Elke Schmitter argumenta en el semanario alemán Der Spiegel que “la actuación en Jerusalén fue un exitoso engaño”, y que Arendt no llegó a entender al verdadero Eichmann, un fanático antisemita. Alfred Kaplan ha escrito en The New York Times que “Arendt malinterpretó a Eichmann, aunque sí descubrió un gran tema: cómo las personas comunes se convierten en brutales asesinos”. Todos los críticos —y hay muchos más que los citados— invocan los documentos hallados sobre Eichmann tras la publicación de Eichmann en Jerusalén y las investigaciones posteriores, y afirman que Arendt en su época los ignoraba y debido a ello malinterpretó a Eichmann.

Pero Arendt sí conocía, al menos parcialmente, esos materiales, y su tratado los tuvo muy en cuenta. Dichos documentos provienen de la estancia del jerarca nazi en Argentina, antes de que allí le capturaran los servicios secretos israelíes: se trata de sus memorias y apuntes, además de una entrevista. A partir de esos materiales, diversos estudiosos han publicado en los últimos años nuevos ensayos sobre Eichmann y, por lo general, le dan la razón a Arendt en el hecho de que Eichmann no era un maniático que odiaba a los judíos, sino un hombre común.

La película profundiza en esa gran controversia que despiertan los escritos de Arendt, sobre todo en la comunidad judía, que la acusa de justificar al criminal nazi con su concepto sobre “la banalidad del mal”; que no entiende por qué incluye en su informe el accionar de los líderes de los Consejos Judíos, que le entregaron a Eichmann las listas de deportación de las personas encerradas en los guetos hacia los campos de concentración.

Sobre el final del filme, Arendt regresa a la universidad en que enseñaba en la piel de Barbara Sukowa, para dar un brillante discurso en que se defiende de las acusaciones. Allí explica que durante el juicio, Eichmann repetía una y otra vez que él no había hecho nada que hubiera sido su iniciativa. “El no tuvo intenciones, cualquiera fueran, buenas o malas, él únicamente había obedecido órdenes. Esta es una típica defensa que usaron los nazis. Dejar claro que la peor maldad que se cometió en el mundo, fue una maldad de la que nadie es responsable”, asegura de forma enérgica Arendt. Y continúa: “Estos crímenes fueron cometidos por hombres, no por monstruos. Por seres humanos que se negaron a ser personas. Y es éste el fenómeno al que he llamado la banalidad del mal”.

Hannah Arendt
UNA ANTÍGONA HEBREA. Entrevista a Teresa G. de Caviedes

Teresa G. de Caviedes, autora de El hechizo de la comprensión. Vida y obra de Hannah Arendt. Encuentro. Madrid (2009)

En 2013 se cumplieron 50 años de la publicación de Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal, libro que recogía sus reportajes para The New Yorker cubriendo el juicio a Adolf Eichmann, el nazi responsable de poner en práctica la “solución final”. Y es precisamente este episodio en el que se centra la película Hannah Arendt.

Arendt (1906-1975) es “una de las mentes más lúcidas del siglo XX”, afirma Teresa Gutiérrez de Cabiedes, autora de El hechizo de la comprensión. Vida y obra de Hannah Arendt, la primera biografía en español sobre esta pensadora

El hilo argumental de la película Hannah Arendt es el caso del juicio a Eichmann en Jerusalén en 1961. Alejandro Llano, en la introducción de su libro, señala que este episodio es el clímax de la biografía de Arendt. ¿Qué piensa usted?

— El juicio de Eichmann es un suceso que acrisola la vida de Hannah Arendt. Ella llevaba mucho tiempo pensando y escribiendo sobre la cuestión judía. Había nacido en Alemania, pero era judía de raza, y por ese “hecho incontrovertible”, como ella lo llamaba, había tenido que huir primero de su país, luego de Francia, hasta llegar a Estados Unidos y empezar su vida de cero.

Además, creo que Arendt es una de las mentes más lúcidas del siglo XX y más preparadas para enfrentarse al juicio de Eichmann. Enfrentarse a entender qué pudo pasar para que en uno de los países más civilizados de la historia, en uno de los momentos de apogeo de su cultura, se cometiera una atrocidad así. Intentar comprender eso es un desafío, pero por su formación cultural, literaria y filosófica, era una de las personas más idóneas para ello. También por su capacidad de divulgar. Poseía una originalidad muy grande a la hora de afrontar las cuestiones intelectuales, porque huía del tópico y eso aportaba mucha frescura a su modo de entender las cosas.

En el juicio de Eichmann se dio una tensión entre la identidad judía de Arendt y su honradez intelectual.

La banalidad del mal

¿Por qué recibió críticas tras la publicación de “Eichmann en Jerusalén”?

— Sus crónicas del juicio levantaron ampollas por dos razones. Primero porque se malinterpretó el subtítulo del libro: Un estudio sobre la banalidad del mal. Arendt se percató de que mucha gente durante el nazismo no actuó por una maldad radical sino por superficialidad, que es lo que ella denomina “mal banal”. No en el sentido de que el efecto del mal sea banal –que es lo que muchos interpretaron–, como si fuera un mal de segunda clase; sino en el sentido de que el sujeto que comete ese mal es tan superficial que su intención acaba convirtiéndose en frívola. Y claro, eso es grave, porque si metes presión en un ambiente superficial, es relativamente fácil que la gente se vuelva irreflexiva y actúe más por miedo o por impulsos que por un verdadero sentido de las cosas.

Se dijo que Arendt estaba intentando exculpar a Eichmann de sus crímenes...

— Lo que quiso decir y lo que de hecho dijo es que ese hombre no era un demonio, sino un ser irreflexivo. Pero lo que molestó realmente fue que una judía dijera que había habido judíos que colaboraron –por temor, por presión, por irreflexión, o por los motivos que fueran– con los nazis para reclutar a otros judíos y organizarlos tanto para deportaciones como en los campos de concentración. Y que lo dijera en un momento en el que toda una serie de actuaciones políticas (como echar palestinos de sus tierras) se estaban justificando por el crimen del Holocausto. Arendt no calló en ningún momento que le parecía tan mal que se hubieran matado judíos por motivo de raza, como que se estuvieran matando árabes por ser árabes.

Arendt se dio cuenta de que mucha gente durante el nazismo no actuó por una maldad radical sino por superficialidad.

Honradez intelectual

A raíz del libro sobre el juicio a Eichmann, las instituciones judías y también algunos de sus más íntimos rompieron con ella. ¿Cómo lo llevó Arendt?

— Ser rechazada por su pueblo le causó mucho sufrimiento. En el juicio de Eichmann se dio una tensión entre su identidad judía y su honradez intelectual. Ella tenía un afán de comprender y de comunicar. Podía haber escrito reportajes no comprometidos, una crónica de los hechos aséptica. Pero ahí se muestra su lealtad a la verdad: no era capaz de decir verdades a medias porque se daba cuenta de la trascendencia que tenía aquel caso.

Esa honradez intelectual se ve en toda su obra. No era políticamente correcta y siempre mantuvo una lucha contra el pensamiento único. En “Los orígenes del totalitarismo”, por ejemplo, critica tanto el nacionalsocialismo como el estalinismo...

— Y luego, siendo ya una intelectual muy reconocida en Estados Unidos, cuando se estaba jugando la repercusión de su obra, también criticó la caza de brujas del senador McCarthy. Ahí se ve que era una filósofa –aunque a ella nunca le gustó que la clasificaran así– en el sentido más profundo del término: amante de la sabiduría. Quienes aman la sabiduría antes o después se encuentran con que defender la verdad puede resultar incómodo, pero la aman tanto que arriesgan su propia vida.

En este sentido usted en su libro dice que Hannah Arendt es una “Antígona hebrea”...

— Sí. Ambas mujeres comparten el amor y el convencimiento por una verdad hasta ser capaces de dar la vida por ella. Y la vida se puede dar de muchas maneras. Existe el martirio de quien es asesinado, pero también hay un martirio intelectual. Para Hannah Arendt, que tenía que empezar su vida de cero en otro país, la fama y la carrera profesional significaban su estabilidad económica, su seguridad, su tranquilidad, el reconocimiento merecido... Pero todo eso para ella era irrelevante en comparación con la verdad. Es el caso totalmente opuesto a Eichmann, que era un hombre en el que lo que primaba era la carrera profesional, el reconocimiento de quienes le rodeaban, aunque para eso tuviera que sacrificar millones de vidas.

¿Por qué decidió Arendt involucrarse en el caso del juicio de Eichmann?

— Ella se ofreció a la revista The New Yorker para cubrir el juicio porque era consciente de que se trataba de algo muy relevante. El juicio de Eichmann fue un acontecimiento mediático, pero tras el fulgor inicial algunos periodistas se quedaron en lo puramente anecdótico, y muchos se volvieron pronto a su país e informaban a través de fuentes secundarias. Hannah no. Se tomó en serio la tarea de informar y se empapó a fondo: habló con fuentes cercanas, investigó, escuchó de primera mano lo que decía el acusado, cómo se comportaban los jueces, el fiscal... Pasó varios meses en Israel y otros tantos en Estados Unidos recabando y ordenando toda su documentación.

Filósofa y periodista

Está preparando un nuevo libro sobre la vertiente periodística de Hannah Arendt. Filósofa y periodista, ¿están relacionadas de algún modo estas dos vocaciones?

— Como dije antes, a ella no le gustaba que la clasificaran como filósofa, porque asociaba la filosofía a una carrera académica enlatada entre los muros de una universidad, y ella lo que continuamente reflejaba era que necesitaba comprender. Pienso que esa raíz de necesitar comprender es la vocación verdadera de un filósofo. No solamente especular sobre teorías, sino que esas teorías empapen la vida que estás viviendo y el sentido que puedas dar con tu investigación a tu propia vida y a la de los demás. Pero también es la raíz verdadera del periodismo: no solo hablar de lo que pasa sino intentar comprenderlo en profundidad y ser consciente de que el hecho de narrarlo también afecta a lo que va a pasar, porque nuestra manera de comprender la realidad condiciona cómo actuamos en el futuro. En el fondo es la misma raíz.

Hannah Arendt defendía la emancipación de la mujer; criticaba que la mujer, realizando el mismo trabajo que un hombre, no fuera valorada de la misma manera. Con todo eso, algunos intentaron clasificarla como feminista...

— Ella rechazó siempre considerarse feminista. Huía de las ideologías. Ya había sufrido suficientemente las consecuencias de una ideología como para alistarse en ninguna. Lo que ella quería era vivir ideas y pensar sobre la vida, no defender radicalmente una serie de teorías. Sencillamente ella vivía las ideas por la vía de los hechos.

La actitud que cambia el mundo

Hannah Arendt lo que más quería era comprender la realidad. ¿Por eso la biografía que usted escribió se titula “El hechizo de la comprensión”?

— Exacto. Ella explica siempre que lo que necesita es comprender. Me parece que esa necesidad tiene algo de hechizo en el sentido de que tiene algo de irresistible, algo que te embriaga, algo parecido a lo que es el amor, y ella tenía un gran amor a la verdad.

En el cartel de la película sobre su vida aparece la frase: “Sus ideas cambiaron el mundo”. ¿Está de acuerdo con esa afirmación?

— Aunque Arendt tiene un pensamiento muy novedoso y original, no creo que fuera una revolución. Considero que es más cuestión de una actitud. Hay actitudes como la de Hannah Arendt que son las que hacen falta para cambiar el mundo. Es una actitud que demuestra que solo una filosofía que está encarnada en la vida tiene sentido, que las ideas –por muy buenas que sean– no cambian la historia, sino que la cambian las personas, quienes son capaces de encarnar grandes ideas, y creo que Hannah fue de ese tipo de personas. Es llamativo que alguien como ella, que ha visto a sus amigos morir, suicidarse o ir a campos de concentración, que ha sobrevivido al Holocausto, que ha sido rechazada por ser judía, a pesar de todo no se rindiera, que fuera capaz de desarrollar un pensamiento antropológico positivo y constructivo. Me parece que esa es la actitud que cambia el mundo y eso también es lo que hace que un genio brille.

Para Arendt, la acción por antonomasia era la acción política. ¿Su teoría política ha tenido un impacto real en la sociedad?

— La acción política para Arendt es consecuencia de haber comprendido. Ella no era una activista. Su influencia la ha conseguido al contagiar una actitud vital a muchas personas. Es un efecto más bien de largo alcance: aunque hay grupos de investigación y de acción política bajo el paraguas de su nombre, pienso que es más un contagio de la “actitud Arendt” y eso es lo que a medio –o largo– plazo en la historia perdura. El espíritu de una persona que es capaz de encarnar la vida de una manera que contagia.

La trama de la esperanza

¿Cómo consigue Arendt no perder la esperanza en el ser humano después de todo lo que tiene que vivir?

— Para entender a Arendt es fundamental reconocer la conexión entre su vida y su obra, porque su obra se sustenta en la confianza en el ser humano, la confianza en que, como ella decía, el perdón es capaz de restaurar el pasado y la promesa es capaz de hacernos mirar con esperanza al futuro. En su vida hay dos aspectos que hacen de trama de esa esperanza: el amor y Dios. La herida abierta producida por el rechazo de quien fue su amante, Heidegger, se curó con su segundo marido, Heinrich Blücher, con quien no solo tenía una relación sentimental sino también una profunda amistad intelectual.

La amargura de su relación profesor-estudiante con Heidegger se sanó con la relación preciosa maestro-alumna que sostuvo con Karl Jaspers. La brecha que supuso para ella tener que emigrar a un país lejano se suavizó con la amistad intelectual que comenzó allí, primero con muchos exiliados y después también con los autóctonos. De hecho, en su apartamento de Nueva York solía reunirse lo que denominaban “la tribu”: un conjunto de poetas, pintores, escritores, filósofos, artistas e intelectuales, de distintas escuelas, países y tendencias.

Ha dicho que también la sostuvo Dios... Pero ella nunca practicó la religión judía.

— Mucha gente cuestiona esto, pero me parece que ayuda a entender su obra y que además esa afirmación se justifica al leer su correspondencia, sus diarios, o los diarios de sus amigos. Por ejemplo, un amigo de la universidad, Hans Jonas, cuenta que en una conversación con Hannah, ella le confesó que nunca había dudado de la existencia de un Dios personal. A lo mejor su fe no penetraba su vida con una riqueza espiritual, pero es verdad que en el ser judía de Arendt hay impresa una finalidad de la historia: que el mundo es creado y no arrojado a la nada; que el mundo avanza hacia una dirección y que alguien lo está sosteniendo; que los sucesos históricos, por duros que sean, pueden alcanzar un sentido. Es como el huérfano que sabe que ha tenido padre y su vida viene de un origen. Hannah tiene sentido de la trascendencia, de que el mundo y el hombre han salido de las manos de Dios. Eso también se ve cuando muere su marido y pide que se rece la oración judía por los difuntos.

Respuestas a sus preguntas interiores

Algunas de sus obras parece que están relacionadas con hechos de su vida: del desengaño amoroso tras su relación con Heidegger, surge su tesis sobre el amor en san Agustín; el asunto de la cuestión judía aparece en diferentes publicaciones: en su libro sobre Rahel Varnhagen –una mujer judía en la que se vio muy reflejada– y de una manera muy intensa en “Eichmann en Jerusalén”. ¿Hasta qué punto es real la conexión entre su vida y su obra?

— Con las obras que escribe busca respuestas a sus preguntas interiores. Y sus amistades fueron la trama que sostuvo no solo su esperanza y su optimismo sino también su pensamiento. Este no se entiende bien si no se lee su correspondencia en cuatro ejes: el amor afectivo, sentimental e intelectual con su marido; la relación maestro-alumna que desemboca en una amistad intelectual con Jaspers; las cartas con la escritora norteamericana Mary McCarthy, donde aparece su relación con Estados Unidos y con otros intelectuales americanos; y el cuarto eje, semiescondido, la correspondencia con Heidegger, un gran amor que sostuvo en sordina.

Sin leer esas cuatro correspondencias es imposible entender su vida y su obra. Son significativos los títulos que se les ha puesto al publicarlas: por ejemplo, las cartas con Mary McCarthy, que era la única mujer entre sus grandes amistades intelectuales, se llama Entre amigas. La correspondencia con su marido en su traducción al inglés lleva por título Within Four Walls (Entre cuatro paredes), en referencia a cómo se despide Hannah en una de sus cartas: “Tú eres mis cuatro paredes”. Arendt también solía decir que Blücher era su “hogar portátil”.

¿Resulta actual Hannah Arendt?

— Fue muy lúcida al hacer una crítica de grandes interrogantes que la modernidad no solo no ha resuelto sino que los ha agravado. En ese sentido, en la medida en que cada vez somos más superficiales para juzgar las consecuencias que tiene una filosofía desnortada, Arendt es muy actual. No solo detectó callejones sin salida, sino que intentó buscar las salidas. Y aún quedan muchos callejones así.

(ACEPRENSA)


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