Escuela de padres
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El valor educativo del esfuerzo

La exigencia es indispensable para la autosuperación siempre que sea proporcionada a la situación y capacidades de las personas

El valor educativo del esfuerzo

El ínclito publicista José Antonio Marina escribía en un momento de lúcida sensatez que a su juicio las destrezas inherentes a la noción de voluntad son cuatro: inhibir el impulso, deliberar, tomar decisiones y soportar el esfuerzo que supone la ejecución de éstas. Y refiriéndose al último punto, relataba algunas quejas frecuentes entre padres y educadores : “Mi niña se cansa de todo”, “¿qué hago con mi hijo que es muy inteligente, pero que no se esfuerza nada?”, “no sé cómo conseguir que mi hija estudie, o que mi hijo arregle su habitación”, “parece que han nacido cansados”… Los educadores, proseguía el paladín de la educación tribal, oímos con frecuencia estas quejas de los padres, a las que sigue siempre una pregunta: “¿Qué puedo hacer?”

En nuestra anterior exposición (diciembre 2008) concluíamos diciendo que los valores humanos no se pueden adquirir sin esfuerzo. El esfuerzo como tal no es una virtud sino un ingrediente de toda virtud auténtica. Es inherente al ejercicio inicial y continuado de las facultades humanas, que poco a poco se convierte en hábito positivo o virtud. Una vez adquirida ésta, como disposición estable, la actividad resulta más fácil y gozosa. Pero especialmente en tiempos o en ambientes de permisividad o de hedonismo (aprecio excesivo del placer), el esfuerzo mismo se convierte de por sí en una virtud notable: es la fuerza de voluntad, fortaleza o reciedumbre, y también la constancia o perseverancia. No es la virtud suprema, pero sin el esfuerzo no puede arraigar en el carácter ningún valor humano de envergadura. La educación, la formación humana integral, se nutre de virtudes humanas y sobrenaturales.

No es lo mismo agradable que bueno

El valor educativo del esfuerzo
Obrar el bien requiere un cierto esfuerzo, pero cuando éste se culmina en adquisición de un hábito bueno, se convierte en gozosa e ilusionante actividad, en libertad auténtica, conquistada por medio de la autosuperación

El propio Marina relata: “Hace poco me contaba una maestra que un niño de once años había pedido un “valium” a su madre antes de ir a un examen de matemáticas porque estaba muy nervioso.” Y acierta él mismo cuando afirma a continuación: “Es muy difícil que convenzamos a un niño de que tiene que esforzarse si al mismo tiempo le acostumbramos a no soportar ninguna molestia. Ahora sabemos que a partir de los quince meses la tarea más importante de la madre es ayudar al niño a soportar niveles cada vez mayores de tensión. Deben aprender a resolver los problemas que son capaces de resolver, sabiendo que cuentan con el apoyo emocional de sus padres, pero que son ellos los protagonistas. Hemos de enseñar a aplazar la recompensa. Los niños necesitan saber que muchas veces hay que hacer cosas desagradables para conseguir una meta agradable (y, añadiríamos nosotros, noble, buena), y que mantener el esfuerzo durante el trayecto puede ser duro.”

Una de las consecuencias más claras de una sociedad permisiva es la flojera de los caracteres, un pernicioso emotivismo moral que sólo distingue entre “me gusta - no me gusta”, “tengo ganas - no tengo ganas”, “me apetece - no me apetece”, “lo hacen los demás - nadie más lo hace”… y no es capaz de distinguir lisa y llanamente entre lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto. La rectitud moral deja paso a la comodidad y al deseo de sentirse bien. En el extremo (ya no hipotético), la sociedad castiga a los padres por castigar a los hijos.

El esfuerzo no es malo

La voz del deber es austera. Pero el deber, la obligación moral, es un mandato racional que orienta a la voluntad hacia el bien. No es cuestión tampoco de “obrar sólo por amor al deber”, como decía Kant (eso sería caer en el voluntarismo, que es una degeneración), sino en obrar por amor al bien, para lo cual el deber, eso sí, es un gran ayuda. Y por eso hay que acostumbrar al niño y al joven (y no descuidar esto en la edad adulta) a una adecuada disciplina; es decir, al orden, al establecimiento de límites, al trabajo bien hecho, a la templanza y el autocontrol... No hay que olvidar tampoco una evidencia pedagógica y moral de primera magnitud: las consecuencias en nuestra naturaleza del pecado original.

Obrar el bien requiere un cierto esfuerzo, pero cuando éste se culmina en adquisición de un hábito bueno, se convierte en gozosa e ilusionante actividad, en libertad auténtica, conquistada por medio de la autosuperación.

Para educar en el esfuerzo

Ayudan mucho los premios y los castigos. Ayudan más y son más determinantes en la adquisición de la fortaleza psicológica y moral los hábitos y la configuración de las creencias, ideales y criterios, los ambientes de ayuda en los que se estimula a la superación y existe una compensación emocional por el esfuerzo, así como buenos ejemplos de las personas de referencia. Las experiencias de alegría interior que se producen cuando se corona un esfuerzo con éxito son una fuente extraordinaria de motivación.

No hay que evitar esfuerzos a los niños y jóvenes, ya que son fuente de una experiencia educativa incomparable: la satisfacción del deber cumplido, de haber sido capaz de conseguir las metas planteadas, de vencerse a sí mismo. Una forma de alegría de naturaleza muy superior al placer sensible inmediato.

El valor educativo del esfuerzo

Un hábito se adquiere por repetición de actos semejantes. Al principio supone esfuerzo, cierto sufrimiento, lucha. Después produce satisfacción y alegría. El espíritu combativo, bien entendido, es un potencial educativo imprescindible. No es bueno caer en la queja y la excusa fácil. La exigencia es indispensable para la autosuperación, sobre todo en el caso de niños y jóvenes, siempre que sea proporcionada a la situación y capacidades de las personas. Es preciso ayudarles a dominar sus caprichos y a sobrellevar con buen ánimo ciertos estados y situaciones de frustración. Importa mucho valorar su esfuerzo tanto, al menos, como el resultado final.

El deporte, además de una práctica saludable, es un buen ejemplo del proceso de aprendizaje: el entrenamiento es el principal resorte para lograr la superación y el éxito. El logro de ideales valiosos, ponerse metas que impulsan a exigirse y superarse, fomenta el fortalecimiento de la voluntad. El consejo prudente y el apoyo de quien tiene autoridad y experiencia son una fuente de creencias y criterios y de maduración personal.

Ejemplos de prácticas que ayudan a educar en el esfuerzo

• Acudir puntualmente al trabajo, al centro escolar, a las citas…

• No demorar el cumplimiento de las tareas y deberes pendientes

• Dejar las habitaciones, lugares de juego, etc. en mejor estado de lo que se han encontrado al llegar. Informar de posibles desperfectos

• Buscar un lugar idóneo para el trabajo personal y cuidarlo

• Cuidar y guardar el material necesario para el trabajo cotidiano. Dejar las cosas en su sitio

• Trabajar en casa con autonomía, realizar las tareas, deberes y actividades encomendadas

• Poner esmero en los trabajos que se realizan, procurando dejarlos bien acabados

• Terminar lo empezado

• Procurar terminar las tareas en el tiempo establecido

• No empezar demasiadas cosas a la vez y dejarlas sin atender o sin terminar

• Obedecer de buen grado a las personas que tienen alguna autoridad sobre nosotros

• Participar responsablemente, con iniciativa y disciplina, en los trabajos en equipo

• Asumir tareas menos brillantes pero necesarias para el bien del grupo

• Cumplir los encargos con responsabilidad y diligencia

• Trabajar con ánimo alegre y espíritu de superación

• Evitar gestos, comentarios y actitudes de pereza ante el trabajo personal y compartido

• Proponerse pequeñas metas graduales de mejora

• No perder los nervios ni desanimarse cuando las cosas no salen bien

• Pedir ayuda y ofrecerla en situaciones de dificultad, de trabajos en equipo, de desaliento...

• Intervenir de manera respetuosa en la actividad cotidiana: pedir las cosas por favor, agradecerlas, ceder el paso, escuchar y hablar educadamente, disculpar los errores de los demás con buen talante, etc. Pedir perdón por los fallos y errores cometidos

• Saber ceder ante las necesidades y las exigencias del bien común, no dejarse llevar por los caprichos ni por el deseo de satisfacción inmediata de los propios deseos


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