Recursos didácticos
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Cómo llegar a ser un niño de verdad

UNA MEDITACIÓN FILOSÓFICA EN TORNO AL “PINOCHO” DE DISNEY

FERNANDO CARBAJO LÓPEZ

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¿El hombre en un callejón sin salida?

Cómo llegar a ser un niño de verdad
Este texto tiene dos objetivos: Primero, esbozar una visión global de ser humano entendido como persona y, en segundo lugar, utilizar un recurso didáctico basado en el comentario de una de las películas más extraordinarias de la historia del cine: el “Pinocho” de Disney.

No cabe duda que el cine es la manifestación artística más popular de nuestros días. Y como manifestación artística está cargada de significaciones culturales. De hecho, tal vez no haya otra expresión cultural más adecuada para diagnosticar la situación actual de nuestra sociedad. A este respecto es muy interesante caer en la cuenta de la peculiar visión del futuro de la humanidad que aparece en tantas películas que sitúan la acción en tiempos más o menos próximos o lejanos. Ruinas, catástrofes medioambientales de ámbito planetario e incluso cósmico, siempre ambientes sórdidos, mutaciones genéticas, entornos de un alto nivel de violencia, una civilización en regresión compatible en ocasiones con la presencia de alta tecnología: en cualquier caso, son películas que revelan una conciencia de los peligros que acechan a los hombres, una visión del futuro más como amenaza que como escenario para la realización de la esperanza; sobrevivir es la única aspiración. Cabría decir, por tanto, que el presente se vive como callejón sin salida.

Me atrevo a afirmar que el optimismo, y hasta la euforia, la exaltación de la vitalidad que rezuman otras expresiones culturales (y en especial la publicidad) son el carpe diem de respuesta a un estado de ansiedad (¿angustia?) que se quiere superar aferrándose al goce de lo inmediato -lo único real, en definitiva-. Si nos cuestionamos sobre la felicidad de nuestros contemporáneos, encontramos dos tipos de respuesta; las encuestas dicen que la mayoría de la gente se siente feliz; los índices de trastornos psicológicos y psiquiátricos, de suicidios (enmascarados tantas veces en la forma de asunción de riesgos sin sentido) o simplemente de fracasos personales no superados nos dicen que en una proporción notable la gente no es feliz.

A las preguntas de Kant, que sintetizan a su entender toda búsqueda filosófica sobre el hombre, los contemporáneos contestan de forma un tanto escéptica y desencantada, sin entusiasmo, con un mal disimulado deje de tristeza:

¿Qué puedo conocer?: la ciencia positiva, que a la larga es un saber amenazante plagado de trampas.

¿Qué debo querer?: la felicidad en la forma de placer inmediato, huidizo, inestable, inevitablemente breve, incapaz de saciar definitivamente la sed.

¿Qué puedo esperar?: divertirme mientras pueda. En definitiva, ¿qué es el hombre?: una pasión inútil.

(Me estoy refiriendo en todo momento, como es lógico, a las sociedades del primer mundo, y aun eso, en forma de generalización. Sé perfectamente que estas consideraciones no son universalmente válidas. Lo relevante es que son de aplicación a los sectores que ejercen una función de liderazgo económico, político e ideológico).

¿Estamos verdaderamente en un callejón sin salida? ¿No hay margen para la esperanza? Son preguntas muy adecuadas para plantearlas en una fecha tan redonda como el 2000... Por mi parte, estoy plenamente convencido de que el ser humano dispone de recursos para superar cualquier situación por crítica que sea. La historia nos aporta pruebas de ello. Lo que quiero destacar en esta conferencia, desde una perspectiva filosófica, es que el hombre puede encontrar razones para la esperanza desde sí mismo, descubriendo de nuevo su auténtica realidad, su verdadero poder, en definitiva, recuperando su ser personal. En efecto, a mi entender, los males del hombre contemporáneo radican en no haberse comprendido adecuadamente a sí mismo. Desde hace más o menos quinientos años estamos inmersos en un proceso de progresiva despersonalización y deshumanización de la imagen que tenemos de nosotros mismos. Parecemos empeñados en convencernos a nosotros mismos de que no somos la cumbre de la creación, ni siquiera la cima de la escala biológica; no somos nada más que un mono desnudo, un animal deficiente, un elemento perturbador del equilibrio ecológico, una serie de procesos de combustión y oxidación, un organismo regido por mecanismos neurovegetativos dirigidos a la satisfacción de los deseos de placer o de poder, individuos alienados determinados por las condiciones materiales de la existencia, fragmentos de una clase social o de una raza, un ser arrojado a la existencia que vive con angustia su destinación a la nada, un ser-para-la-muerte: un asco.

En lo que sigue (después de esta deprimente introducción) me he propuesto dos objetivos: Primero, dar cumplimiento al encargo que me han encomendado los organizadores de este ciclo de conferencias esbozando una visión global de ser humano entendido como persona (término clave que implica todo un trasfondo histórico y filosófico), que servirá de introducción y marco para las conferencias siguientes, en las que se profundizará monográficamente en dimensiones esenciales de la persona. En segundo lugar, me he propuesto hacerles pasar un rato divertido. Les aseguro que yo me le he pasado muy bien preparando esta conferencia; confío en lograr entretenerles (y hacerles pensar también) con uno de mis recursos didácticos favoritos: pretendo cumplir el primer objetivo -dibujar las líneas maestras de una antropología filosófica- comentando una de las películas más extraordinarias de la historia del cine: el “Pinocho” de Disney.Aunque la hayan visto, seguramente hace ya tiempo, permítanme contarles el cuento antes de entrar al análisis.

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“Pinocho”

Cómo llegar a ser un niño de verdad
Grillo recibe una misión: ser “señor guardián del bien y del mal, consejero en los momentos de tentación, guía en la estrecha senda del bien”.

Gepetto es un anciano que vive acompañado únicamente de un gato, Fígaro, y un pez, la “sirenita” Cleo. Gepetto es un artesano, un verdadero artista de la madera; su taller está lleno de relojes y artefactos que parecen estar vivos, auténticas “obras de arte” según el juicio de Pepito Grillo, el insecto que se ha colado en la casa del anciano en busca de calor. La última obra de Gepetto es un títere que representa a un niño. Al verlo terminado, después de ponerle el nombre, se despierta en Gepetto el anhelo del hijo y pide al cielo “que se haga verdadera una dicha que soñé”. Justamente, Pepito Grillo, el narrador, presenta la historia de Pinocho como prueba de que a veces los sueños se realizan.

Efectivamente, el cielo escucha la plegaria del “buen viejito” y un hada concede la vida al muñeco de madera; pero no lo convierte en un niño de verdad, sino que le pone una condición: “Prueba que eres bueno, sincero, generoso y llegarás a ser un niño de verdad (...) Que Gepetto sea feliz dependerá sólo de ti”. Para ello, “deberás distinguir entre el bien y el mal”, dice el hada, y le da la clave: “Pórtate bien y deja a tu conciencia ser tu guía”. Pepito Grillo le aclara a Pinocho que conciencia es “esa débil voz interior que nadie escucha, por eso el mundo anda tan mal”. Convertido en el primer amigo de Pinocho, Grillo recibe una misión: ser “señor guardián del bien y del mal, consejero en los momentos de tentación, guía en la estrecha senda del bien”. La primera lección que ofrece a Pinocho no resulta, sin embargo, muy brillante: “El mundo está lleno de tentaciones -le dice-. A veces las cosas malas parecen buenas y, aunque las cosas buenas suelen parecer malas, otras veces las buenas se vuelven malas cuando esas malas parecen buenas o viceversa, ¿entendiste?” Pinocho, evidentemente, no entiende nada, salvo que en caso de tentación puede contar con la ayuda del amigo. Al fin Gepetto despierta, descubre lo ocurrido y la casa se llena de alegría compartida y celebrada: el anciano tiene un hijo, Pinocho tiene la vida y la esperanza de que algún día será un niño de verdad y Pepito Grillo tiene un amigo y una misión que cumplir.

Pero la tentación no tarda en aparecer. Al día siguiente, cuando se dirige a la escuela, Pinocho se cruza con el Honrado Juan y Gedeón, que enseguida ven que aquel “títere vivo sin hilos...puede valer millones” para un negociante sin escrúpulos como Stromboli, que acaba de volver al pueblo con su espectáculo de marionetas. Poco trabajo le cuesta al Honrado Juan, el zorro, convencer al inexperto Pinocho de que, con su personalidad y su figura, es claro que ha nacido para ser actor: aplausos, fama, dinero, “cantar, bailar y poder gozar”, eso es lo que le espera en “la fácil senda del triunfo”, el teatro. La función es un éxito, pero cuando Pinocho trata de volver a casa a contar a su padre lo sucedido, Stromboli, que no está dispuesto a perder su “mina de oro de madera” le encierra en una jaula y le anuncia que cuando se haga viejo servirá para alimentar el fuego. Es entonces cuando Pinocho se acuerda de Pepito Grillo y se arrepiente de no haberle hecho caso cuando trataba de disuadirle de hacerse actor. Este arrepentimiento y la vergüenza que siente ante la aparición del hada y sus preguntas (vergüenza que le lleva a mentir para tratar de ocultar su culpa) señalan el despertar de la conciencia en Pinocho.

Milagrosamente salvado de las garras de Stromboli, Pinocho se encamina a su casa decidido a portarse bien e ir a la escuela: “Prefiero estudiar a ser actor”, dice. Sin embargo, el Honrado Juan vuelve a cruzarse en su camino. Él y Gedeón han sido contratados por un extraño coleccionista de niños estúpidos, “de esos que no les gusta ir a la escuela”. Se trata de llevarlos a la Isla de los Juegos, donde “todos los días son domingos”; allí se puede comer, beber y fumar hasta hartarse; pegarse, destrozar casas e incluso obras de arte sin que nadie te diga nada; no hay prohibiciones, se puede hacer todo lo que uno quiera, y todo es gratis... Pero no es verdad: “Se han divertido los niños, ahora que paguen”, dice el misterioso propietario de la Isla de los Juegos. Y los niños pagan transformándose en asnos, en mercancía. Pinocho, con rabo y orejas de burro, aún tiene tiempo de huir, ayudado por Grillo, saltando desde un acantilado.

Y llega la última parte de la historia. Pinocho y Grillo llegan a casa de Gepetto, pero se la encuentran vacía. “Puede haberle pasado algo malo”. Un mensaje caído del cielo les avisa que el anciano se encuentra aprisionado en el interior de una ballena llamada Monstruo. Sin pensárselo dos veces, desoyendo los consejos de Grillo (que, sin embargo, no le abandona en ningún momento), Pinocho corre en busca de su padre: “Yo voy a buscarlo, tengo que ir”. Y como Monstruo se encuentra en el fondo del mar, allá se lanzan los dos. Cuando al fin se produce el reencuentro, se repite una escena de vergüenza y de perdón. “A Gepetto le han devuelto su hijito y eso le basta”, dice al ver las dificultades de Pinocho para explicar el origen de sus atributos asnales.

Un ardid del muñeco (encender fuego en el estómago de Monstruo para provocarle el estornudo) permite a toda la familia salir de la ballena en una balsa. Monstruo se revuelve contra ellos, pero consiguen escapar a duras penas y alcanzar la tierra firme. Sin embargo, Pinocho llega cadáver, empujado por las olas hasta la arena. Mientras Gepetto llora sobre la cama la muerte de su hijo, volvemos a oír la voz del hada: “Prueba que eres bueno, sincero, generoso... y llegarás a ser un niño de verdad”. Y a continuación le dirige las mismas palabras que le dirigió para darle la vida: “¡Despierta, Pinocho, despierta!” Inmediatamente el muñeco de pino se transforma en un niño de carne y hueso. Gepetto, exultante, reacciona como al principio, cuando descubre que su títere es capaz de moverse y hablar: “¡Esto hay que celebrarlo!”, dice. Esta es la película, vamos ahora por partes.

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Genealogía de la persona

La primera parte, la creación de Pinocho y su entrada en la vida, nos plantea la cuestión de lo que podríamos llamar la genealogía de la persona. Por una parte, Gepetto y Pinocho son padre e hijo. Pinocho es fruto del deseo y de la creatividad del anciano, y las palabras que le dirige son las de un padre a un hijo: “¡Qué linda criatura! ¡Mi muñequito! Te vas a llamar...” Y cuando se encuentran en las tripas de Monstruo y huyendo de él entre las olas sus sentimientos son los de un padre: “Tú no debiste venir...Sálvate tú”.

En cuanto al muñeco, ¿qué puede ser “un títere vivo sin hilos” sino un niño? Pinocho se comporta como tal. Cuando su padre y él se meten en la cama la primera noche, la conversación (Gepetto se está durmiendo) es una típica conversación infantil:

- Vamos a dormir. -¿Por qué? -Porque mañana tienes que ir a la escuela. -¿Por qué? -Porque tienes que aprender.

-¿Por qué? -(Gepetto se duerme) Porque sí. -¡Ah!

En la Isla de los Juegos, las palabras -y el comportamiento- de Pinocho es también infantil: “Portarse mal es divertido”, dice en un momento.

Por otra parte, la intervención del hada representa la intervención de lo sobrenatural en el origen mismo de la persona. “Lindo muñeco de pino, despierta a la vida del espíritu”. Si por la corporalidad cada individuo humano pertenece a la especie homo, por su espíritu el hombre se sale, por decirlo así, de la especie y de lo material. En cuanto espíritu (encarnado, pero espíritu), el ser humano no depende intrínsecamente de la materia. ¿Cómo lo sabemos? Por las operaciones que realiza no reductibles a la materia: la conciencia, el obrar libre, el amor. Por su alma espiritual la persona se conoce, se posee a sí misma, es capaz de abrirse al conocimiento de la totalidad de lo real, es capaz de querer el bien y de entregarse al bien de otro.

Este modo de ser autoposesivo del espíritu es la intimidad. “Sólo se da relación -aclara Pieper-... donde existe aquel centro dinámico del que procede toda actuación, al que es referido y en el que es reunido todo lo que se recibe y padece. La interioridad...lo interior es la fuerza que un ser real posee de tener relación, de ponerse en relación con algo exterior; interior significa poder de relación y de inclusión. ¿Y mundo? Mundo equivale a campo de relación. Sólo un ser capaz de relación, sólo un ser con interioridad, lo que quiere decir sólo un ser vivo, tiene mundo; sólo a él corresponde existir en medio de un campo de relaciones”. “La tradición filosófica de Occidente -continúa Pieper- ha entendido el poder de conocimiento espiritual...como el poder de ponerse en relación con la totalidad de las cosas existentes... Espíritu significa una capacidad de tal fuerza para captar y contener que el campo de relación que le está coordinado traspasa esencialmente los límites del mundo circundante” (el entorno de las plantas y los animales).

“No cabe duda -escribe Leonardo Polo- de que, entre todas las cosas, entre todas las realidades que hay en el mundo, el hombre es aquella en la que aparece con mayor intensidad lo que podríamos llamar la individualidad... El ser más individual, es decir, el ser más indiviso, el que se posee más a sí mismo, el ser cuya acción brota más de lo íntimo, menos predeterminada, es el hombre... El hombre es el individuo por antonomasia entre las cosas de este mundo. Ahora bien, lo característico del individuo - y, por lo tanto, aquello que debe ir creciendo a medida que la individuación se va haciendo más intensa- es precisamente la posibilidad de establecer relaciones de mayor alcance con todo lo demás. No hay que entender al individuo desde el punto de vista de una clausura, de una independencia relativa, y de una emergencia de su propia actividad desde él mismo, sino que hay que entenderlo también así: cuanto más individuo se es, más se tiene que ver con todo lo demás”.

A una mayor capacidad de relación corresponde un grado más alto de interioridad. Y donde es alcanzado un grado esencialmente definitivo de apertura al mundo, o sea la dirección a la totalidad del ser, se alcanza también el nivel más alto de autonomía, el que es propio del espíritu. Constituyen, pues, ambas cosas juntas la esencia del espíritu, no sólo el poder de relación orientado a la totalidad de lo real, sino también la máxima capacidad de habitar en sí mismo, de ser-en-sí, de independencia, de autonomía, justamente aquello que en la tradición occidental ha sido designado siempre como ser persona.

La espiritualidad es lo que confiere al ser personal una excelencia, un valor superior que designamos con el término dignidad. Es importante subrayar que tal preeminencia alcanza a toda la persona, cuerpo y espíritu. El análisis intelectual no puede oscurecer la verdad de la unidad del ser humano, que es espíritu encarnado o cuerpo espiritual (fallan las palabras). El cuerpo humano es la expresión y la presencia de toda la persona y por ello es cualitativamente diferente y superior al cuerpo animal. No podemos ahora desarrollar este punto -tan relevante-, pero no podemos pasar por alto que el cuerpo de Pinocho se humaniza (se hace de carne y hueso) cuando su comportamiento se eleva a la altura precisa de la dignidad personal (cuando da su vida por otro).

Ahora bien, el espíritu no procede de la materia; no puede tener otro origen que un acto creador y por eso la genealogía de la persona es doble. Por la generación corporal resulta un individuo de la especie homo, por la creación del alma recibe la novedad absoluta de su ser personal y con ella la excelencia que constituye su dignidad. De esta manera, la re-producción humana es más bien pro-creación o co-creación. “Lindo muñeco de pino, despierta a la vida del espíritu”, a la conciencia, a la libertad.

Conviene advertir que la índole personal y su dignidad están dadas desde el principio. Si Pinocho debe llegar a ser un niño de verdad no es porque no lo sea ya, sino porque la existencia humana es temporal: tiene que lograr su plenitud mediante el obrar libre, de modo que la vida auténticamente personal no está dada. El hombre ha de enfrentarse a la tentación y puede ganar o perder, elevarse o degradarse. “Deberás distinguir entre el bien y el mal”. ¿Cómo? “Tu conciencia te lo dirá”. En el proceso de maduración personal -psicológica y moral- de Pinocho, Gepetto, Pepito Grillo (que no es una personificación de la conciencia de Pinocho), el Honrado Juan y Polilla (el compañero de Pinocho en la Isla de los Juegos) colaboran en la formación de sus criterios morales, a veces forzando su conciencia. Sólo al final, cuando el amor al padre le eleva hasta su verdadera altura humana, Pinocho actúa con verdadera autonomía, libremente, desde sí mismo.

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La primera tentación: la afirmación del yo individual

Pinocho tropieza con la primera tentación camino de la escuela. El significado de la escuela es patente: conocimiento, razón, cultura, sabiduría, formación de la persona, disciplina, laboriosidad, constancia, esfuerzo, sacrificio. Frente a todo ello el Honrado Juan le ofrece a Pinocho seguir “la fácil senda del triunfo...Os estoy hablando del teatro...Habéis nacido para ser actor”. Curiosamente, mientras se dirigen hacia la carreta de Stromboli el Honrado Juan entona una canción que sólo tiene sentido en boca de Pinocho: “Ya nunca más a la escuela voy, artista es lo que soy. Cantar, bailar y poder gozar, tener dinero para gastar. Seré de todos la admiración. El arte es para mí”. Lo que atrae a Pinocho, lo que ofrece el Honrado Juan son los valores que Lersch llama del yo individual: el éxito, la fama, el aplauso, la estimación ajena, la afirmación del propio yo frente a los demás. Se trata sin duda de valores. El problema está en la medida. La metáfora del actor no deja lugar a dudas: quien vive de cara al público corre el riesgo de dejar de ser él mismo para convertirse en una marioneta que algún Stromboli se encargará de manipular en beneficio propio. No será fácil descubrir el engaño, pues el logro del éxito provoca la ilusión de libertad. En el teatro de marionetas de Stromboli Pinocho canta: “Sin hilos yo me sé mover... Soy libre y soy feliz. ¡Viva la libertad, esto se llama vivir! ¡No hay uno como yo!” El número musical en que participa representa el éxito del muñeco con chicas de diferentes nacionalidades, enamoradas todas del único títere sin hilos del mundo. Pepito Grillo se va, terminada la función, derrotado: “Creo que no le hago falta. ¿Y para qué necesita conciencia un actor?” La conciencia en el actor es suplantada por el gusto del público, los deseos del empresario y las órdenes del director. Paradójicamente, por la vía de la afirmación del yo individual resulta que no se llega a la libertad. La canción de Pinocho termina con el galán atrapado entre los hilos de las marionetas y cantando “soy libre y soy feliz”. Y de ahí, a la jaula de Stromboli, que paga con moneda falsa. Él mismo alerta al triunfador sobre la auténtica situación en que se encuentra: “Cuando te pongas muy viejo alimentarás el fuego”. El valor de un actor es más el que le quiera conceder el público, dependiendo de la moda y de la fortuna, que un valor intrínseco de la persona.

Cómo llegar a ser un niño de verdad
La resurrección de Pinocho no sería, pues, un volver de la muerte, sino más bien el logro de una plenitud dada como vocación desde el inicio de la vida.

Vivimos, dicen, en una cultura de la imagen; por tanto, en un mundo de actores. La preocupación por la imagen corporal llega hasta lo patológico; el exhibicionismo se vende como naturalidad, y no se queda en lo corporal: ante una cámara de televisión la gente es capaz de declararse, de reñir con el vecino, de contar sus traumas... en definitiva, de exponer su interioridad sin ningún sentido del pudor, que es sentimiento que protege la propia intimidad de la intromisión de los extraños. Pero quien tira los tabiques de su hogar (o los levanta de cristal) pierde el dominio sobre sí mismo y, en consecuencia, la capacidad de compartirlo. Lo que es público deja de ser apto para la confidencia, para la comunicación de persona a persona.

Pinocho, por su parte, de su experiencia como actor aprende algo importante: la vergüenza, pero también la posibilidad de ser perdonado y recobrar la libertad.

5
La segunda tentación: la diversión

Pero los problemas de nuestro muñeco de pino no terminan aquí. No acaba de salir de una situación comprometida y ya le está saliendo al paso otra peor. La Isla de los Juegos representa el atractivo de los valores de la vitalidad, por seguir con los análisis y la terminología de Philip Lersch: el placer, el juego, la diversión, la descarga de adrenalina, las emociones... A través de ellos el viviente experimenta su propia vitalidad, se siente vivo. Como dije antes en relación con los valores del yo individual, no podemos negar tampoco ahora que se trata de verdaderos valores; la cuestión estriba en cogerles el punto y saber situar cada valor en el lugar adecuado dentro del ámbito de la existencia entera. El problema de la Isla de los Juegos es que nadie pone límites ni condiciones previas: “puedes hacer lo que quieras, nadie te dice nada”. No hay normas, no hay conciencia. “Vamos a romperle la nariz a alguien”, dice Polilla. “¿Por qué?”, pregunta Pinocho, y Polilla le responde: “¡Hay que divertirse!” La conducta, sobre todo nocturna, de muchos jóvenes responde a este esquema de comportamiento. La noche y la ausencia de adultos con autoridad y responsabilidad hacen las veces del mar alrededor de la isla.

Como los valores de la vitalidad son los más bajos en la escala de los valores humanos, la vida según esos valores es una vida despersonalizada, deshumanizada. “Más juego y placer se les da, más se portan como asnos”, dice el propietario de la Isla de los Juegos contemplando a los niños. Ése es justamente el precio que hay que pagar por la diversión. No hay nada en esta vida que sea en balde, en el sentido que toda decisión y toda conducta tienen consecuencias, si no externas, si al menos -y es lo más relevante desde el punto de vista moral- en la persona misma que decide o actúa.

Mediante el obrar moral nos hacemos buenos o malos, sinceros o mentirosos, generosos o egoístas, además de producir felicidad o infelicidad en los que nos rodean. El Honrado Juan promete un triunfo fácil; el explotador de la Isla de los Juegos, diversión gratis. Pinocho, con la ayuda de Pepito Grillo consigue reaccionar a tiempo; otros no: Polilla, paradigma de “niño malo”, egoísta, cruel, enquistado en sus propios deseos y su aparente autosuficiencia no puede evitar convertirse en asno mientras grita: “¡Me han traicionado! ¡Me han engañado!” Cabría discutir sobre el grado de responsabilidad del niño y la parte de culpa de los adultos manipuladores; en cualquier caso, la despersonalización resulta un hecho insoslayable.

Para saber si la metamorfosis se ha cumplido, el propietario de la Isla de los Juegos, el explotador, pregunta: “¿Y cuál es tu nombre?” Si el niño-burro responde, es que aún no se ha animalizado lo suficiente. El nombre propio expresa la identidad del sujeto. Los nombres propios impuestos a animales tienen un sentido funcional, vocativo, sirven para llamar o, en todo caso, para designar nuestra peculiar relación con ellos. El nombre de una persona representa su intimidad, su ser personal que va desplegándose en el tiempo. Un nombre propio es una biografía. Por eso, habría que elegirlo al término de la vida para que realmente respondiera a la clase de sujeto que uno ha llegado a ser, o al menos debería ir cambiando a lo largo de la vida en función de lo que uno va siendo. (Podríamos recordar a este respecto los cambios de nombre por iniciativa de Dios que aparecen en la Biblia). Por otra parte, como hemos dicho, persona significa máxima individualidad por causa de su intimidad e interioridad, de modo que Kierkegaard designa el ser personal con la categoría de “el Singular”, “el Único” -den Enkelte-; así que a cada uno tendría que corresponder un nombre único, absolutamente propio, como ocurre con los seres arbóreos de “El Señor de los Anillos”. Evidentemente, todo esto es muy poco práctico, de modo que tendremos que conformarnos con lo que hay o, como mucho, con el “sólo tú serás tú” de Pedro Salinas.

Olvidar o no saber el propio nombre significa olvidar o no saber quién soy, desconocer mi identidad, mi origen y mi destino; estar alienado, enajenado de mí mismo, desterrado de mi propia interioridad, mi hogar. Quien no sabe quién es (un ser personal) desconoce su genealogía, se encuentra desarraigado, sin raíces: seguramente se sentirá libre, pero se moverá al capricho de los vientos que soplen en cada momento. Quien desconoce su nombre (persona) no se sentirá llamado a volar a la altura de su dignidad y se dejará llevar por los hilos que otros manejan.

Volviendo a Pinocho, la historia de las dos tentaciones tiene una estructura análoga: una trampa planeada por otros, éxito y diversión, ilusión de libertad, descubrimiento del engaño, arrepentimiento, huída y sentimiento de vergüenza.

6
El olvido de sí mismo

La última parte de la película muestra el ascenso de Pinocho a las alturas de la dignidad personal, la consecución de la verdadera libertad mediante el olvido de sí mismo que supone la capacidad de buscar el bien de otro en cuanto otro, por ser él quien es (persona), es decir: la capacidad de amar. Curiosamente ese vuelo a las alturas es representado por un viaje al fondo del mar, esto es, a las profundidades del yo personal. Las realidades infrapersonales -plantas y animales- desarrollan una actividad encaminada a mantenerse en el ser. El animal atiende en la acción a sus apetencias, movido por las pulsiones de sus instintos para satisfacer sus necesidades, sus “intereses”. La persona, en cambio, demuestra su preeminencia, su mayor rango en el ser, porque puede desatenderse, olvidarse de sí misma y volcar toda su energía hacia la afirmación de otros. El hombre, con independencia de “lo que le pida el cuerpo”, es capaz de actuar movido por su voluntad (“yo quiero...”), en contra incluso de sus apetencias o sus intereses, para lograr el bien de otro. Esto es posible cuando el ser humano descubre los valores de sentido; si los valores de la vitalidad y los del yo individual son bienes-para-mí, los valores de sentido son bienes-en-sí, que atraen a la persona hacia fuera de sí misma: los otros, la socialidad, la amistad, la entrega amorosa, el mundo, la belleza, la bondad, la verdad...

Las actitudes, los gestos, las palabras de Pinocho en toda esta segunda parte revelan una voluntad decidida de “no admitir la posibilidad de un universo donde aquella persona (Gepetto) esté ausente”, según la definición de amor que encontramos en Ortega y Gasset; de modo que todo su empeño es lograr la salvación de su padre, arriesgando su propia vida. Y en efecto, Pinocho muere. ¿Podríamos decir que en realidad muere el animal y el individuo egótico clausurado en sí mismo y que esa muerte es la condición de posibilidad de la emergencia del ser personal? La resurrección de Pinocho no sería, pues, un volver de la muerte, sino más bien el logro de una plenitud dada como vocación desde el inicio de la vida.

Se es persona siempre, pero alcanzar la plenitud personal es una tarea que exige el ejercicio de la libertad. Por un lado, según la genealogía de la persona, en el origen hay un acto de co-creación, es decir, de amor (volviendo a Ortega, “amar a una persona es estar empeñado en que exista”). Por otro lado, la entrega de sí mismo se muestra como la máxima expresión de la libertad y como realización de la persona. Por consiguiente, el amor es alfa y omega de la existencia humana: el origen y la vocación del hombre.

Escribe Tomás Melendo: “Lo más definitorio del hombre, lo que explica las fibras más hondamente constitutivas de su ser, radica en su capacidad de ser amado -¡Dios lo ha considerado digno de su amor infinito!- y, más aún, en su correlativa capacidad de amar... Ahí se encuentra el fondo más cardinal y la explicación postrera y definitiva de lo que constituye a la persona humana. El hombre es, radical y terminalmente, un-ser-para-el-Amor... En consecuencia, cuando ama, el ser humano se afirma o perfecciona en cuanto hombre, como persona; cuando no ama, cuando no persigue eficazmente el bien de los otros, se embrutece y cosifica, se reduce a una condición cuasi-animal”.

Y al final, la celebración: la alegría, la felicidad. De nuevo una paradoja: la felicidad, como la realización de sí mismo o la libertad, sólo se encuentra cuando no se busca. La cuestión es altamente interesante, pues hombre desea naturalmente ser feliz. Sin embargo, como ha mostrado desde la perspectiva de la psiquiatría Víktor Frankl, la felicidad no puede ser objeto de una intención expresa y directa de la voluntad. Podemos proponernos obtener un placer, pero la felicidad es de las cosas que sólo se consiguen cuando no se las persigue explícitamente. Incluso los placeres, si se convierten en objetivo último, acaban por oponer cada vez más resistencia, resultando cada vez más ardua su consecución. La explicación es ésta: el placer, el gozo, la alegría y la felicidad son efectos en el sujeto de un bien objetivo alcanzado, que es su fundamento; de modo que el placer y -cada vez en mayor medida- el gozo, la alegría y la felicidad sólo se consiguen en la medida en que se alcanza el bien que constituye su fundamento. Cuanto más se aparte la intención del bien para dirigirla a su efecto, menos probable es su logro y menos probable el logro de su efecto. Cuanto más nos empeñemos en conseguir el efecto, más nos apartamos de su causa, más nos apartamos del efecto mismo. Ocurre, dice Frankl, como con el sueño: si nos esforzamos por dormir, provocamos el insomnio. De la misma manera, cuanto más se busca el placer, más se pierde; cuanto más nos esforzamos por ser felices, menos lo logramos.

La felicidad se logra como satisfacción por la plenitud personal alcanzada. Empeñarse en esta plenitud es un deber, la felicidad llega como regalo, de forma inesperada, aunque pueda (y deba) ser objeto de esperanza. Recordamos los versos de Pedro Salinas:

Y súbita, de pronto, / porque sí, la alegría.
Sola, porque ella quiso, vino. / Tan vertical,
tan gracia inesperada, / tan dádiva caída,
que no puedo creer / que sea para mí.

Seguramente por considerar la felicidad como un derecho hay tanta infelicidad hoy en día. El mejor reclamo que podemos hacerle es olvidarnos de ella. Eso hizo Pinocho y consiguió llegar a ser un niño de verdad.

Cómo llegar a ser un niño de verdad

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