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El auténtico desarrollo humano

A LA LUZ DE LA DOCTRINA SOCIAL CRISTIANA

Andrés Jiménez Abad

3. El “parámetro interior” del desarrollo: la naturaleza humana, corporal y espiritual, y la semejanza divina (trascendencia). El desarrollo moral.

El desarrollo humano tiene sin duda una dimensión económica, ya que ha de procurar en lo posible a todos el disponer de bienes necesarios para “ser”; pero no se agota en esta dimensión:

“Si para llevar a cabo el desarrollo se necesitan técnicos, cada vez en mayor número, para este mismo desarrollo se exige más todavía pensadores de reflexión profunda que busquen un humanismo nuevo, el cual permita al hombre moderno hallarse a sí mismo, asumiendo los valores superiores del amor, de la amistad, de la oración y de la contemplación. Así podrá realizar en toda su amplitud el verdadero desarrollo, que es el paso para cada uno y para todos, de condiciones de vida menos humanas a condiciones más humanas.

(...) El remontarse de la miseria a la posesión de lo necesario, la victoria sobre las calamidades sociales, la ampliación de los conocimientos, la adquisición de la cultura... El aumento en la consideración de la dignidad los demás, la orientación hacia el espíritu de pobreza, la cooperación en el bien común, la voluntad de paz... El reconocimiento por parte del hombre de los valores supremos, y de Dios, que de ellos es la fuente y el fin... La fe, don de Dios acogido por la buen voluntad de los hombres, y la unidad en la caridad de Cristo, que nos llama a todos a participar como hijos en la vida del Dios vivo...” (PABLO VI, Populorum progressio, nn. 20-21)

El desarrollo verdadero se mide y se orienta según la realidad y la vocación del hombre de acuerdo con un “parámetro interior”. Los abusos del consumismo y la aparición de necesidades artificiales no deben impedir la estima y la utilización de nuevos bienes y recursos al servicio de los seres humanos. El parámetro verdadero está sin embargo en la naturaleza de un ser –el hombre y la mujer- creado por Dios a su imagen y semejanza. Una naturaleza corporal y espiritual, afín en parte a las demás criaturas, a las que sin embargo debe dominar a la vez que cuida el mundo y lo cultiva. Dios ha puesto límite al uso, al dominio y a la posesión de las cosas, subordinándolos a la dimensión social y trascendente del ser humano, a su semejanza divina y a su vocación a la inmortalidad.

Es bueno que el ser humano se desarrolle; es su privilegio, su condición y su deber; pero después de la experiencia del pecado se trata de algo difícil, física, psíquica y moralmente, y a menudo ambivalente. La carga de dolor y la amenaza de orgullo y de avaricia se ven reconducidas por la resurrección de Cristo, que abre perspectivas a un progreso verdaderamente indefinido, que es la instauración del Reino de Dios, la plenitud que reside en Cristo y que comunica a su Cuerpo.

La doctrina social cristina ha adoptado preferentemente, a partir de la Encíclica Sollicitudo rei socialis, el término “desarrollo” en vez del término “progreso”, aunque procurando dar a la palabra “desarrollo” el sentido más pleno, el de la auténtica elevación humana.

La cooperación al desarrollo de todo el hombre y de cada hombre es un deber universal. El estilo de vida que se orienta al tener y no al ser está equivocado, porque el bienestar y el goce inmediatos no son el fin de la existencia humana. Por eso hay que “esforzarse por implantar estilos de vida a tenor de los cuales la búsqueda de la verdad, de la belleza y del bien, así como la comunión con los demás hombres para un crecimiento común, sean los elementos que determinen las opciones del consumo, de los ahorros y de las inversiones” (C.A., n.36). La caridad es un deber que exige ayudar incluso con lo necesario –no sólo con lo superfluo-, invertir en un sitio en lugar de en otro. Se trata de un asunto moral y cultural y no sólo económico: “La decisión de invertir, esto es, de ofrecer a un pueblo la ocasión de dar valor al propio trabajo, está determinada también por una actitud de querer ayudar y por la confianza en la Providencia, lo cual muestra las cualidades humanas de quien decide.” (Ídem)


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