Abilio de Gregorio
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Sólo quiero que mis hijos sean felices

La felicidad de los hijos

1.- La felicidad de los hijos, consecuencia de una vida lograda

Afirmar que el compromiso de la familia con el ser que se ha puesto en la existencia es procurar hacerlo feliz es caer en un lugar común. Este deseo forma parte del “ordo amoris” más auténtico, consistente en buscar el bien de aquel a quien se ama. Y de amor, donde verdaderamente se sabe es en la familia. Mas, si bien la naturaleza garantiza este deseo y este sentimiento espontáneos en el ámbito familiar, al modo de placenta protectora y nutricia del niño, la determinación del bien que necesita en cada circunstancia ya no emerge de forma tan espontánea y requiere permanentemente un discernimiento para no errar. Es más: el pensamiento vigente en cada época y ambiente, como ya hemos visto, tiende a presentar como bienes deseables las más diversas ofertas. La experiencia nos dice que no todas eran bienes y que no cualquier bien es suficiente para asegurar la felicidad.

Hay quienes nos vendieron la idea de que la ausencia de felicidad tiene su origen en la enajenación a la que se ve sometido el hombre por las carencias económicas. Y es evidente que la insatisfacción no deseada de las necesidades vitales básica degrada la condición humana y, por lo tanto, no permite al ser humano acceder a la felicidad fácilmente. “Es lícito – dice E. Mounier - a quienes se ven cegados por la miseria, tomar el bienestar por la dicha, y la revolución por el reino de Dios”.

En otros casos, reducido el hombre a ser instintivo, los déficits de felicidad se tienden a explicar por las represiones generadoras de “super egos” opresivos y atormentadores. Por ello han preconizado modelos educativos espontaneistas a fin de hacer a la persona más conforme con sus propias tendencias y pulsiones primarias y, por ello, más feliz.

No faltaron quienes creyeron que la fuente de la felicidad estaba en el conocimiento, en la instrucción, como decían los ilustrados. La felicidad de un pueblo, venía a decir Jovellanos, depende de su nivel de instrucción.

Una simple mirada comparativa nos hará advertir que, posiblemente, la generación de nuestros hijos disfruta hoy de una cantidad de bienes de consumo superior a la que pudiera no sólo disfrutar, sino incluso desear, cualquier otra generación. Se nos muestra que viven un clima de permisividad y de libertades sociales ni siquiera soñado por la generación de sus padres cuando estaban en su edad. Tienen a disposición oportunidades de acceso al conocimiento como jamás sociedad alguna lo tuvo. Así, pues, de la mano de esas teorías organicistas, psicologistas, sociologistas, etc. tendríamos que deducir que han disminuido las posibilidades de frustración y que, por lo tanto, han crecido las posibilidades de gozar de mayor felicidad.

Sabemos, sin embargo, que la realidad, una vez más, es tozuda por muy coherentemente que estén formuladas las teorías. Como ya se ha indicado más arriba, hay indicadores sociales que, cuando menos, nos hacen dudar que haya mejorado el estado de salud de la felicidad del hombre de nuestro tiempo y, en consecuencia, del joven de nuestros días. La droga en cualquiera de sus formas, como sucedáneo degenerado y degenerador de la felicidad está en la preocupación de todos. El aburrimiento vital de un sector significativo de la juventud, disfrazado de contracultura de evasión (pasotismo) o de agresividad. La soledad y el miedo, como productos típicos de una sociedad urbana. Los estados de ansiedad, de angustia, de depresión crecientes, según denuncian a diario los especialistas. Todo ello nos está indicando que, a pesar de las cotas alcanzadas en bienestar, en liberalidad y en conocimientos (que no en sabiduría), sigue habiendo algo que dificulta el buen funcionamiento del “órgano” de la felicidad.

La felicidad de los hijos

Pero el peor de todos los síntomas pudiera ser la afirmación radical de muchos adolescentes y jóvenes de que “no es posible la felicidad”; que, “salvo en momentos aislados, no les es posible experimentar la felicidad”; que “cada cual se busca la felicidad a su manera”, sin que, paralelamente, puedan definir, con una cierta nitidez cuáles pueden ser los bienes que les podrían hacer felices, tal como hemos podido comprobar en una encuesta de opinión tomada a una muestra significativa de estudiantes. Y esta gran negación de un señalado sector de la juventud, que parece estar de vuelta de todo sin haber tenido tiempo de ir aún a ninguna parte, ha de ser motivo serio de preocupación reflexiva para cualquier educador, porque, si se parte de un tal escepticismo ante la felicidad ¿cuál puede ser el motor suficiente de una conducta creativa que les permita afrontar su vida naciente con ilusión?

En efecto: el fin de cualquier cosa es ser plenamente lo que es. Y ser plenamente lo que es, es ser de acuerdo con el proyecto (causa final) por el cual y para el cual se ha construido. El fin de un violín construido con mimo y delicadeza por un luthier es ponerlo en manos de un virtuoso para que haga emerger de él las mejores melodías. Si lo dejáramos olvidado en su estuche se sentiría insatisfecho; si lo empleáramos para sacudir el polvo de las alfombras, sufriría hasta romperse, sencillamente porque no está siendo de acuerdo con su proyecto o con su estricta naturaleza. Así, pues, analizando simplemente lo que las cosas “piden” (allí donde tienden) según su naturaleza (el proyecto desde el cual están construidas), yo puedo determinar su ser. Si yo me encuentro de improviso con un objeto ajeno a mi conocimiento, algo totalmente nuevo que me produce perplejidad, mi primera y más espontánea pregunta será: “esto ¿qué es?” Solamente observando lo que su hechura “pide”, podría determinar lo que es, pero también, una vez que sé lo que es, podré conocer a fondo lo que pide. Es más: cuando se desconoce el fin de algo, ese algo es despreciado por carecer de sentido o de significado: pierde valor y, si se utiliza, se utiliza fuera de su proyecto natural, con lo cual se ejerce violencia, se degrada, se deteriora. Si el niño de corta edad queda solo en el salón de la casa junto al jarrón de cerámica del XVIII, o las copas de cristal de Baviera, o el reloj artístico herencia de la abuela, es probable que los use para jugar y entretenerse al desconocer la finalidad de su presencia. Lógicamente todos esos objetos terminarán en pedazos por el suelo.

Pues bien: nos puede suceder otro tanto con nuestra propia vida. El hombre tiene una existencia con la cual se encuentra apenas hace el primer ejercicio reflexivo. (Precisamente uno de los descubrimientos más fascinantes del adolescente es el de su propia existencia como algo que debe realizar sólo él). Su pregunta es también clara, aunque la respuesta pueda ser compleja: ¿Quién soy yo? ¿Qué significado tiene esa existencia?

Si procedemos con el mismo método fenomenológico que con el resto de la realidad, constataremos que lo que el yo pide, hacia donde tiende la naturaleza, es hacia la consumación de lo que yo mismo soy. Y que de esa consumación se sigue un estado de satisfacción. Tal estado de satisfacción se produce cuando hay adecuación entre la tendencia a la consumación y la realidad del yo consumada. La intencionalidad colmada es inseparable de la felicidad humana. Por ello dice Enrique Rojas que “feliz es aquella persona cuya ecuación geométrica realidad-proyecto es ascendente”. Es decir, cuando el hombre va realizando la plenitud de lo que es. No simplemente cuando consigue lo que se propone, cuando tiene éxito, pues podría empeñarse en logros que le deshumanizan y tener éxito en su realización, lo cual le llevaría a la ruina personal.

En el problema de la felicidad humana no se trata, pues, del dominio de una suerte de tecnología psicológica, de disposiciones operativas para producir estados felicitarios. “La autoafirmación de la vida –dice R. Sapemann- se identifica más bien con su realización acabada, y los estados de satisfacción o de malestar son solamente reflejos de la autoafirmación lograda o fracasada”.

¿Dónde radica entonces el problema de la infelicidad? Pues en que el hombre no siempre sabe lo que es, o en no saber acomodar los materiales con los que construye su biografía a los planos del proyecto que le corresponde. Dice Artamendi Muguerza: “En el fondo de nosotros mismos, siempre que no estamos marchando hacia eso que somos, surgirá una de las situaciones más trágicas de la existencia del hombre: el hastío, el aburrimiento, la sinrazón, la frustración, el sentimiento de fracaso”. Hastío, aburrimiento, sinrazón, frustración, sentimiento de fracaso que pueden dar el perfil psicológico de muchos de nuestros jóvenes.

Ciertamente, la historia del hombre en busca de su propia identidad, podríamos decir que, al menos en los últimos cien años es una historia de automutilaciones. En vez de contemplarse en su pluridimensionalidad, ha preferido mirar su imagen en proyecciones planas, de tal manera que se definió como “nada más que” espiritualidad, con lo que el proyecto bio-psicológico quedaba frecuentemente sin realizar. O se definió como “nada más que” producto social, con lo que el proyecto del yo individual quedaba insatisfecho. O se definió como “nada más que” organismo biológico, con lo que las aspiraciones superiores permanecían sin respuesta.

Dice V. Frankl que, “con su tendencia a reaficar, a cosificar y despersonalizar el hombre, el reduccionismo ayuda como cómplice al vacío existencial”, y cita a Irving Thompson: “Los seres humanos no son objetos que existan como las sillas o las mesas; tienen vida, y si les llega a parecer que sus vidas están reducidas a la mera existencia de una silla o de una mesa, se suicidan”.

Es necesario, pues, emplazar el problema de la felicidad en la integridad de la realidad humana: unidad bio-psico-social-trascendente. Es además esta última dimensión de lo trascendente la que envuelve y da unidad a las anteriores y, al darlas unidad, las da sentido.


Dimensión de sentido. Transitiva o Trascendente necesidades Bien (valor) Satisfacción.
Felicidad
(vs. Vacío)
Dimensión psico-social. Afirmación del Yo necesidades Bien (valor) Satisfacción.
Alegría
(vs. Tristeza)
Dimensión Biológica necesidades Bien (valor) Satisfacción
Placer
(vs. Dolor)
Comprensión tridimensional de la persona

Digámoslo con una analogía geométrica y de la mano de la autoobservación:

1.- La primera experiencia que tengo de mí mismo es la experiencia de mi dimensión biológica. Estoy instalado en una biología. Me experimento en un conjunto de estados y de procesos orgánicos, en un acontecer vital corporal. Igual que cualquier otro mamífero, dispongo d el impulso a «estar» en la vida y experimentarla como don de la existencia que me lleva a aferrarme a permanecer en ella por penosas que sean sus condiciones. Y a estar bien, al bienestar.

Desde la exclusiva dimensión biológica, la existencia es meramente lineal. Es un estar en el tiempo. Podemos hablar de duración, de vida larga o corta, desarrollo en la exclusiva dimensión temporal.

La dinámica de la dimensión biológica se desarrolla en torno al fenómeno de la “necesidad”. La necesidad emerge cuando la situación en la que está el sujeto se manifiesta de alguna manera deficitaria, y es una tendencia que no cesa (nec-cessare, necesidad) hasta que no encuentra aquello que busca. Dichas tendencias se manifiestan como fuerzas, pulsiones, tendencias necesarias que impulsan la vida en la dirección de la conservación del ser biológico. Si tengo hambre, tengo necesidad de comer, y tal necesidad no cesa hasta que no como. Hay en esta dimensión todo un plexo de necesidades o vectores de tendencias que, emergiendo del núcleo de la tendencia a la conservación, mantienen nuestra vitalidad en alerta y en constante dinamismo:

- El impulso a la actividad. Se trata de la necesidad puramente funcional, no utilitaria, de poner en movimiento las fuerzas originarias de la vida, de tal manera que, cuanto mayor es la fuerza vital experimentada, más necesidad hay de actividad.

- El impulso al goce. La pulsión hedonista que conduce a elegir lo que produce placer y evitar lo que produce malestar o dolor forma parte de la naturaleza vital no solamente humana.

- El impulso de la libido. Ya Freud denominó a esta pulsión como el «instinto de vida».

Aquello que es percibido con capacidad de dar respuesta suficiente a la necesidad es inmediatamente deseado y buscado. Aquello es considerado como un Bien. Bienes para la afirmación de la vida frente al medio. Y a un bien se le asignan múltiples características, pero, de entre ellas, la más característica es que vale. Es un valor. Hay, pues, valores biológicos, de la vitalidad. Y tanto mayor será el valor asignado a un determinado bien, cuanto mayor sea la necesidad sentida del mismo. En este nivel, -la vida de la carne, según Von Hildebrand- se podría afirmar que las cosas no valen por sí, sino que valen por la capacidad que tengan de satisfacerme necesidades. Son valores relativos. Esto lo saben muy bien quienes tratan de hacer el agosto en las zonas turísticas de veraneo caluroso: no tiene el mismo valor una botella de agua en circunstancias normales, que en esa ciudad de tórrido mes de julio para un turista medio deshidratado. Y lo saben muy bien en el mundo de la publicidad: si usted crea en el consumidor una necesidad imperiosa de un bien de consumo, es seguro que terminará dándola el valor que seguramente no tiene.

Cuando la necesidad ha alcanzado el bien al que tiende, se establece un equilibrio (homeostasis) como estado de satisfacción. Si tengo hambre y como suficientemente, me encuentro satisfecho. Este estado de satisfacción, sin embargo, se caracteriza por su percepción sensible y, al mismo tiempo, por su corta duración. Así, horas después de comer satisfactoriamente, volverá a emerger la necesidad de comer. Parecería que, a mayor intensidad de la experiencia de la satisfacción, le corresponde una menor duración. Este estado de satisfacción es el placer, que parecería estar dispuesto ahí por la naturaleza para garantizar ese dinamismo de afirmación de la vida. Su ausencia o su privación, la alteración de la vitalidad orgánica, sería el dolor.

Una “vida lograda” considerada en esta perspectiva lineal sería una larga vida y placentera. Una “vida buena” sería una “buena vida” (no conviene olvidar los valores connotativos de la localización de los adjetivos...).

La felicidad de los hijos

2.- Sin embargo, yo experimento mi vida biológica, el acontecer biológico corporal. como mío, como perteneciente a un yo singular y original. Hay, pues, una segunda dimensión que, asentada en la de la vitalidad y en estrecha relación con ella, genera eso que Scheler denominó el mundo de los “sentimientos del yo activo”. Esta dimensión psíquica tiene el sello de la interioridad, se percibe como un estar en sí y como un ser para sí. O dicho con otras palabras: así como el sujeto, desde el mismo momento en que comienza a percibir la realidad de su existencia biológica, tiende a afirmarla aferrándose a ella, de la misma manera, al percibir su yo individual, tenderá a afirmarlo frente a lo demás y frente a los demás. Llamemos a éste el fondo de la afirmación del yo, el fondo de la identidad. Son las tendencias a la consolidación del yo frente al entorno. Podríamos afirmar que la tendencia-necesidad más radical del ser humano como yo individual es la de percibirse a sí mismo como un ser valioso, como un ser que vale. De aquí surgirá el sentimiento de «confianza básica», tan bien estudiado por Erikson y de tan honda repercusión en la dinámica del crecimiento en la personalidad.

Pero el yo se percibe como un ser que vale, cuando vale para los demás. Surge así todo un mundo tendencial, cualitativamente distinto al de la dimensión biológica, que podríamos denominarlo “aliotrópico”: de relación con los demás. Y este mundo tendencial no es ni exclusiva ni prioritariamente cognitivo, sino fundamentalmente afectivo. Se trata, pues, de un dimensión psico-afectiva-social.

La dinámica de esta dimensión se lleva a cabo también sobre los rieles de las necesidades psicoafectivas. Como se ha señalado en otro momento, todo ser humano demanda ser querido para sentirse seguro en su yo: sentirse atendido, sentirse comprendido, sentirse aceptado y sentirse valorado. De este fondo surge, pues, todo un haz de tendencias inevitables que movilizan nuestra conducta:

El deseo de poder. Supone enfrentar el propio yo con el mundo circundante para poder afirmar la superioridad de ese yo. Esta necesidad puede estar emparentada con la necesidad de «protagonismo» de la que habla Rof Carballo.

La necesidad de estima. Como hemos dejado dicho, hay en el ser humano una necesidad de percibirse a sí mismo como alguien valioso, pero sucede que tal percepción se lleva a cabo a través del juicio de sus semejantes. Por eso decía W. James: «Si quisiéramos castigar muy severamente a alguien no podríamos pensar nada peor que; si fuera físicamente posible, dejarle frecuentar libremente la sociedad sin que nadie le hiciese caso. Si al entrar en cualquier parte nadie jamás volviera la cabeza, si nadie contestara a nuestras preguntas, si nadie prestara atención a nuestra conducta, si todo el mundo nos tratara como si solo fuéramos aire y se condujera con nosotros como si no existiéramos, se levantaría rápidamente en nuestra alma una cólera y una desesperación impotentes, ante las que quedarían pálidos los más crueles martirios corporales»

Esta pulsión fundamental se ramifica en otras tendencias que se manifiestan en necesidades como la de notoriedad (la cual no se satisface sino siendo notable o haciéndose notar), la de prestigio, la de afiliación, la de éxito y logro, etc.

El deseo de autoestima. Pero a medida que, evolutivamente, el hombre va desarrollando la capacidad de mirarse a sí mismo, ya no será suficiente la estima de los demás. Surgirá en él, entonces, la necesidad de estimarse a sí mismo como valioso, independientemente del juicio que les merezca a los demás. Esta tendencia va unida a la aparición del sentimiento de «identidad clara», tal como afirma Erikson, en oposición a la «identidad difusa». En ese momento, si la estima de los demás se percibe como una dependencia, es probable que resulte incómoda y perturbadora. Es el caso del rechazo de los adolescentes al juicio estimativo de los adultos de los que dependen.

También aquí, a cuanto es percibido con capacidad para satisfacer las necesidades psicoafectivas se lo considera como un bien. El éxito que me autoafirma, la amistad, la familia que me protege, etc. son bienes y tienen valor. Hay, pues, valores cualitativamente distintos a los vitales y que se sitúan jerárquicamente por encima de ellos toda vez que soy capaz de arrostrar dolor por alcanzar el cumplimiento de las necesidades afectivas. (Conviene recordar que la vida psicoafectiva y la corporeidad orgánica no son dos realidades aisladas, cerradas ni enfrentadas, sino que se manifiestan mutuamente abiertas, interactuantes y constituyendo un todo.

Y cuando tales necesidades están cumplidas hay también un equilibrio psíquico, hay satisfacción. Dicha satisfacción, sin embargo, difiere de la descrita en el fondo o dimensión biológica o vital. Su estado es menos sensible, pero más duradero. La naturaleza del bien que proporciona la satisfacción es menos fungible por ser más personal y, entonces, se puede hablar, ya no de placer, sino de alegría, tal como diferencia Scheler.

La disfunción de la alegría, por lo tanto, no es el dolor, sino la tristeza. Es épica la alegría con la que muestra el ciclista su dolor (deshidratado, agotado, quizás magullado por las caídas...) al coronar la meta de alta montaña. Produce compasión asistir a la tristeza del pobre niño rico que no carece de nada, pero se siente solo en su abundancia.

Al poner la comprensión del ser humano en perspectiva bidimensional, hemos pasado de la línea a la superficie. Una “vida lograda” ya no puede ser solamente una vida larga, sino una vida ancha. No obstante, pretender plenificar la vida solamente en estas dos dimensiones, es cierto que va más allá del hombre unidimensional, pero se queda en el hombre superficial.

3.- Pero lo que de verdad da profundidad, volumen, al ser humano; lo que más definitivamente le distingue de los seres no personales es una tercera dimensión que podemos denominar de sentido. La persona tiende, por su naturaleza racional, a la búsqueda de sentido. No tolera la falta de sentido, de tal manera que manifiesta incomodidad, insatisfacción, disgusto e, incluso, intolerancia cuando está ante algo que le afecta pero carece de algún sentido. ¿Nos imaginamos a alguien leyendo un libro de quinientas páginas de poemas carentes de significado al estilo de las jitánforas de Alfonso Reyes: “Villchumbito de papagaya / latirilinga de miñantay / trabuquilindo, lindo, lindoli / la papagaya de muranday”? No es previsible que haya quien aguante tal vaciedad a no ser que encuentre algún sentido oculto al común de los lectores. Como no es previsible que haya quien soporte por mucho tiempo intentar barrer la escalinata de abajo hacia arriba. La condena de Sísifo en los infiernos es precisamente subir la pesada piedra a la cumbre del monte, para hacerla rodar falda abajo y volverla a subir, para dejarla rodar de nuevo y tornar a comenzar eternamente. Es condena porque no tiene sentido.

¿Y si a lo que no se encuentra sentido es a la propia existencia? Cuando alguien llega a tener esta percepción, se desencadena un derrumbamiento, una angustia, una amargura que nos está afirmando que la estructura de nuestra naturaleza específicamente humana no puede tolerar la ausencia de sentido. Kotchen pudo demostrar mediante investigaciones a base de tests que el concepto logoterapéutico fundamental de Víktor Frankl de la orientación hacia el sentido de la vida, de la orientación y ordenación del hombre a un mundo de sentido y valor, está en relación proporcional con la salud anímica del individuo.

Pero la pregunta por el sentido, siempre es una pregunta por lo que está más allá de aquello por cuyo sentido nos interrogamos. Si yo me preguntara acerca del sentido que tiene este complejo artefacto que tengo sobre la mesa, el ordenador, y mi interlocutor me respondiera que su sentido es, en cada caso, el que cada uno de nosotros lo queramos dar, tendríamos que reconocer que es un objeto que no tiene ningún sentido. Es un objeto al azar, casual, absurdo. Su existencia, pues, ha de ser azarosa, desgraciada. Lo coherente para conocer su sentido sería investigar la intención (in-tendere) de quien lo hizo, su estructura lógica interna, su utilidad, etc. Pero al preguntarme acerca de todo ello, estoy dirigiendo la mirada más allá del artefacto para entender el artefacto.

Por eso hemos de afirmar que todo sentido es transitivo o trascendente (va más allá), por definición. Es más: cuanto más trascendente es el referente desde el cual se encuentra sentido a la existencia humana, de más sentido la dota y, por ello, más la plenifica. Si el referente último del sentido de mi vida está puesto en mi profesión, el día en que una desdichada circunstancia me impida su ejercicio, es casi seguro que entraré en el vacío de no saber qué hacer con mi vida. Podría ir más allá, y encontrar el sentido en la dedicación a mis hijos. Ellos son un bien personal y, por lo tanto, más trascendente que la profesión. Sin embargo, también ellos pueden desaparecer del horizonte de sentido de mi vida al orientar las suyas en otras latitudes, con otras personas y con ocupaciones que no me necesiten para nada. Es el drama de muchos padres cuyo referente único y último de sentido estaba puesto en los hijos. Su marcha les hunde en el vacío. ¡Vaya usted más allá! ¿Hasta dónde? Hasta un bien suficientemente trascendente y absoluto que sirva de referente de la totalidad de la vida. Incluso de aquello que, desde trascendencias más inmediatas, no tendría sentido. La incapacidad para encontrar sentido a la vida, frecuentemente, no es un problema de dar con los referentes, sino que radica en la incapacidad para salir de sí mismo, para ir más allá, para trascender.

Es esta también una necesidad de la misma naturaleza humana que tiende hacia bienes capaces de colmarla. Y esos bienes sólo tienen capacidad de responder a la demanda de la necesidad si son de carácter trascendente. Estos bienes se diferencian de los correspondientes de las dos anteriores dimensiones porque su valor no es puesto por el sujeto. Son bienes que valen por sí. Por eso exigen al yo salir de sí mismo, romper las tendencias centrípetas, trascendencia que no siempre el yo está dispuesto a realizar porque implica una renuncia, y eso “duele”... Pero esos bienes tienen un valor distinto: son los valores de sentido y de contenido fundamentalmente ético. Por eso se afirma que el hombre se diferencia básicamente de los animales por su naturaleza ética.

En esta tercera dimensión han de surgir también unas tendencias de madurez:

- La tendencia a ser-para-otro. Esta pulsión se va a caracterizar por la percepción del otro como alguien que no me resulta indiferente, por la presencia de una conciencia de obligación o de deber; aunque sea difusa, frente a la suerte del otro. Pero, más allá de estos sentimientos, tendremos que colocar el sentimiento del amor a otro. Ser-para-otro supone poner la propia existencia al servicio del otro, en un mutualismo del dar y recibir que lo alimenta y lo acrecienta.

- Las tendencias creadoras. Se trataría de una tendencia a poner algo de sí mismo en el mundo que limita con el propio yo. Es el deseo de colaborar en la construcción de un mundo de valores, por pequeños que sean, en un universo del que se siente con algún grado de responsabilidad. Ni es tendencia a la actividad. ni es tendencia a la estima o a la autoestima. Cuando alguien puede recrearse en la contemplación de una producción propia por el simple hecho de ser propia, está evidenciando esta tendencia a la creatividad. Es ésta la tendencia que nos explica el mayor poder motivacional de la acción en la que se puede depositar la propia iniciativa y creatividad frente a la acción dependiente y reproductora.

- La tendencia a saber (curiosidad). Supone el deseo de conocer el mundo en su verdadero significado y está temáticamente relacionado con el impulso a la creatividad. Se trata de abrir un horizonte del mundo al conocimiento y a la admiración y, por ello, a la posibilidad de la contemplación. En otro lugar hemos hablado del impulso a la verdad, que podría llegar a convertirse en una emoción pasional: la pasión por la verdad.

- Las tendencias normativas. No solo de las personas, sino también de las ideas puede partir una llamada al sujeto que se puede transformar en tendencia transitiva. Se trata de las ideas correspondientes al «deber ser»; se trata de las tendencias relacionadas con los deberes y, por lo tanto, relacionadas con el mundo ético o moral. Como todas las tendencias de la transitividad, las tendencias normativas están penetradas del íntimo sentimiento de que la vida no me ha sido dada, sino que me ha sido encomendada y, por lo tanto, he de responder, de alguna forma, de ella.

- Las tendencias religiosas. Probablemente, en las vivencias pulsionales de la vitalidad y de la afirmación del yo, queda en el hombre un poso de insatisfacción al percibir la endeblez de su biología y la finitud de su yo en el espacio y la fugacidad en el tiempo. Quizás en las tendencias a participar en la vida del otro, en el impulso creador, en el deseo de saber o en las tendencias normativas lo que está evidenciando es su necesidad («ansia», «hambre», diría Unamuno) de autotrascenderse para escapar a lo más contingente. Y puesto que lo más contingente está ligado a la temporalidad, la necesidad de trascendencia tenderá, naturalmente, a la supratemporalidad, a lo eterno, a lo absoluto, ¿a Dios? Es lo que dice Diotima a Sócrates en El Banquete, de Platón: «los hombres aman sobre todo la inmortalidad». En versión cristiana, lo expresa San Agustín al comienzo de las Confesiones: «Nos has creado para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti».

Cuando esa necesidad de sentido encuentra el bien suficientemente grande, trascendente, como para colmarla, entonces la vida satisfecha es una vida que entra en equilibrio, en armonía, como si todas las piezas estuvieran en el lugar que las corresponde. Es la satisfacción de la “vida lograda” que no se manifiesta en ningún modo de homeostasis orgánica, sino en una íntima serenidad que tiende a ser permanente. Es a esto a lo que podremos llamar felicidad. Su negación no será, por lo tanto, ni el dolor ni la tristeza, sino el vacío. Quizás por eso nuestra lengua emplea el segundo participio del verbo contener, “contento”, como sinónimo de felicidad.


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